29: Conducir bajo los efectos
Yo no estaba allí. Estaba en el hotel Langham de Regent Street mirando a un hombre que se agarraba el pecho, caía, la mano derecha agitándose como una paloma en una función de magia. Yo tenía once años y estaba con mi tía Beryl. El hombre gritaba sin sonido y nosotros estábamos sentados bajo las palmeras absorbiendo lo maravilloso que era aquello como si estuviéramos en el círculo de estrellas de la Calzada del Gigante. Todo parecía congelado salvo la mano derecha del hombre, que hacía trazos con un dedo en el aire como si pensara que aquello le salvaría y le devolvería la vertical.
No lo salvó…
No.
Error mío.
No su dedo en el aire.
El mío.
El dedo conectado a un monitor de pulsaciones. Un gotero en el brazo. Enfermeras y morfina.
Dos días así y ya todo el mundo, cómo lo diría, un poco ajeno.
Un médico me explicó que tenía dos quemaduras menores de primer grado y tres costillas rotas. Podía haber sido peor.
Al tercer día apareció un funcionario del consulado británico. Se llamaba Nigel Higgs. Era un tipo alto y guapo que tartamudeaba un poco. Parecía que acababa de salir de la adolescencia aunque probablemente sería mucho mayor si ya había conseguido un chollo como Estados Unidos.
—Por lo menos nada roto. Ha tenido una suerte loca de estar vivo —dijo.
—¿Qué pasó? —pregunté.
Sabía perfectamente bien lo que había pasado, pero quería oír la historia oficial.
—Bueno, rae temo que bebió usted más de la cuenta, amigo. Estampó el coche. Siniestro total…, podría haberse matado perfectamente. Seguro que si no pasa un motorista y lo saca de ahí se hubiera quemado vivo.
—¿Qué motorista?
—Un EMT.
—¿Y eso qué es?
—Un bombero.
Me habló un ratito mientras yo lo escuchaba.
—Los yanquis se han portado estupendamente bien en todo… La policía local dice que solo le acusará de una falta por conducción bajo los efectos del alcohol.
La conclusión era que si me marchaba del país inmediatamente podrían barrerlo todo y esconderlo bajo la alfombra. No hacía falta que nadie me lo detallara. Entendía el mensaje, aunque aquel jodido Nigel ni se enterase. Sin embargo, si metía la pata en el charco, me juzgarían por conducción peligrosa, embriaguez y todo lo demás. Se asegurarían de descargar sobre mí el peso de la ley. Probablemente me pusieran drogas en el coche. Mi perspectiva sería la cárcel…
Claro que sí. Así prepararían las cosas.
Si me olvidaba de las fotografías y de todo lo que había visto y me iba del país en silencio y con el rabo entre las piernas, entonces todo aquello se borraría. No sé qué hubiera hecho alguien normal y corriente, pero quiero subrayar el hecho de que yo no soy ningún puto héroe.
—Dígales que acepto su oferta, pero que antes quiero hablar con un gorila. Quiero hablar con alguien del FBI. Off the record. Pongo esa condición.
—¿El FBI? ¿Pero de qué está hablando? Solo conducía borracho. Quien ha presentado la acusación es la policía del estado de Massachusetts.
—Ya me ha oído usted, Nigel. Pongo esa condición. Quiero hablar con el FBI off the record. Hablarán conmigo. Saben de qué va todo esto. Ya saben perfectamente que todo este rollo apesta a mierda. Alguien quiso librarse de mí y alguien la jodió del todo.
Se marchó completamente confundido.
No volvió. El que vino fue el agente especial Ian Howell.
Era alto, bronceado, con marcas de viruela. Atractivo. Pasados los cuarenta. Serio. Daba la impresión de que podía escuchar tu rollo tan contento como meterte una sobredosis de morfina en el gotero, según lo que exigiese la situación. Llevaba un traje de lana marrón con las solapas muy anchas. En uno de los bolsillos de la chaqueta, una grabadora en marcha que se suponía que yo no tenía que ver.
Se presentó.
Yo ya me había sentado. Estaba mucho más cómodo. Mantenía la comida sólida en el estómago. Estaba dispuesto a escucharle.
—Entonces, tengo entendido que tiene pensado presentar alegaciones serias contra el departamento de policía de la localidad —dijo.
—No voy a hacer ninguna alegación —dije.
—¿No va a presentar una querella?
—No.
—¿No va a alegar robo o violación de su persona?
—No.
Se quitó aquellas gafas de sol de aviador absurdas. Tenía los ojos verde claro. Medio cerrados.
—¿Qué es lo que quiere usted, Duffy?
—Solo quiero una cosa. Pero primero voy a decirle lo que no quiero. No quiero saber quién estaba con DeLorean en las fotografías. No quiero saber qué operación planean ustedes o cualquier otra agencia con o sin la cooperación de John DeLorean. No quiero saber por qué me siguieron a las cajas de seguridad del Ten Cent Bank o por qué hicieron lo que hicieron conmigo y con mi coche. Solo quiero saber una cosa. Dígamela y abandonaré este verde y no tan agradable puto país y no volveré más.
—¿Y qué cosa es esa, señor Duffy?
—Quiero saber quién mató a Bill O’Rourke.
—¿Y qué pasa si no sabemos quién mató al señor O’Rourke?
—Entonces lo que quiero saber es lo que saben ustedes de él y de su misión en Irlanda.
Howell hizo una mueca.
Se quedó pensándolo y se puso de pie.
—Espere aquí —dijo.
—¿Y adónde quiere que vaya?
Salió para llamar por teléfono.
Volvió dos horas más tarde con un documento en un rollo de papel de fax para que se lo firmara. Era una confesión de los cargos de conducción bajo los efectos del alcohol y conducción peligrosa.
—Esto permanecerá bajo llave siempre y cuando mantenga usted la boca cerrada —dijo Howell.
No me gustó la pinta que tenía aquello, pero firmé.
—Bien —dijo con una sonrisa que no se correspondía con su cara.
—Ahora, llega su parte del trato —dije.
Howell se sentó en una silla y la acercó a la cama.
—O’Rourke era un agente del Tesoro reclutado del IRS. Siempre mantuvo su tapadera del IRS, pero toda su carrera fue en el Tesoro. Se ocupaba de fraudes monetarios y transacciones en efectivo fraudulentas. Solo ocasionalmente hacía trabajo de campo. Era bueno —dijo Howell.
—¿Y qué hacía en Irlanda?
—Bueno, tuvo que jubilarse obligatoriamente del IRS a los sesenta. Jubilarse oficialmente, por así decir.
—¿Y extraoficialmente?
—Siguió trabajando para el departamento del Tesoro.
—¿Entonces qué hacía en Irlanda? ¿Investigaba a DeLorean?
Howell torció la cara.
—Sí.
—¿Como parte de algo más gordo?
—Sí.
—¿Qué?
—Eso no me permiten decírselo.
—¿Algo del Tesoro?
—Hasta después de la muerte del agente O’Rourke no nos dimos cuenta de que había dos agencias del gobierno de Estados Unidos trabajando en el mismo problema.
—¡Joder! ¿El FBI y el puto Tesoro estaban investigando a la vez a DeLorean y no se lo dijeron los unos a los otros?
—En estos momentos no se me permite comentar ese tema.
—Vale. Contésteme a esto otro: ¿cuándo envió O’Rourke su último informe? ¿Dónde estaba? ¿Cuál era la situación sobre el terreno?
—O’Rourke no tenía obligación de enviar informes a diario. Por lo general no presentaba sus descubrimientos hasta saber bien de qué hablaba. Los del Tesoro no esperaban recibir un informe hasta que se hubiera concluido el trabajo de campo.
—Pero se volvió a América después de su primera visita.
—Para asistir a la fiesta de un colega que se jubilaba.
—¿Y dejarles todas aquellas fotografías?
—Al parecer.
—¿Y ustedes no sabían de las fotos hasta que empezaron a seguirme a mí?
—No.
—¿Y por qué empezaron a seguirme?
—Los de Inmigración nos alertaron de su llegada al país. Pensamos que probablemente intentara escarbar un poco por aquí.
Apoyé la espalda contra la maciza almohada del hospital. A través de la ventana de doble cristal del Massachusetts General veía gente remando y barquitos de vela que se deslizaban por el río Charles.
—¿Quién mató a O’Rourke?
Howell meneó la cabeza.
—No lo sabemos —dijo.
—¿No lo saben, de verdad?
—No lo sabemos. Teníamos la esperanza de que la RUC lo descubriera por nosotros.
—Tal vez lo habríamos descubierto si ustedes hubieran colaborado desde el principio.
—Tiene que entender, inspector Duffy, que aquí tenemos peces más gordos que freír. El agente especial O’Rourke lo hubiera entendido perfectamente.
—¿Y qué saben exactamente sobre su muerte?
—No más que usted, inspector Duffy. Su investigación ha sido el vector fundamental de nuestra información.
—Ustedes sabían que estaba investigando a John DeLorean, lo que yo no descubrí hasta los últimos días.
—Las sospechas entre agencias y los problemas de comunicación han sido constantes en esta investigación desde el principio. Se suponía que usted, por ejemplo, no tendría que haber sufrido heridas, y no digamos ya que casi lo mataran. Le ofrecemos nuestras disculpas.
—Entonces ¿por qué coño casi me matan?
—Nuestros colaboradores se excedieron.
—Entiendo.
—Ya han sido llamados al orden.
—Eso espero. ¿Y no tienen ni la menor idea de quién mató a Bill O’Rourke?
—No.
—¿Y por qué tendría que creerle? —le pregunté.
—La verdad es que no se me ocurre ninguna razón después de cómo le han tratado, inspector Duffy, pero de todas formas esa es la verdad.
Asentí.
Se produjo un largo silencio.
—Ha llegado a nuestro conocimiento que su investigación en torno a la muerte del agente especial O’Rourke ha sido más o menos suspendida, ¿es así? —preguntó Howell.
—Sí, así es. No podemos cerrar el caso porque no hemos encontrado a su asesino, pero la investigación ha llegado por sí misma a un callejón sin salida —dije.
Howell entornó los ojos. Dijo:
—El gobierno de Estados Unidos considera de su interés que la investigación sobre la muerte del agente especial O’Rourke permanezca en suspenso al menos hasta que nuestra investigación sobre John DeLorean haya concluido.
—Estoy seguro de que usted no pretende decirme cómo he de hacer mi trabajo, agente Howell. Pero yo diría que a falta de algún nuevo indicio sólido, me resulta imposible en estos momentos ver un modo de avanzar en el caso O’Rourke.
Howell asintió, recogió el fax con la confesión y lo guardó en una carpeta.
—¿Tiene alguna pregunta más? —me dijo.
—Un millón.
Miró el reloj.
—Bien, inspector Duffy, me temo que hoy no conseguirá más respuestas que estas. —Dio unos golpecitos sobre su maletín—. Doy por hecho que puedo contar con su discreción.
—Naturalmente.
—Seguro que ya no volverá a meter más las narices —dijo.
—En cuanto me haya quitado los putos mocos, no las meteré más.
Se fue a la puerta, la abrió, pero no salió.
Me miró y después, en un tono de voz más grave, me dijo:
—Hay otra cosa, Duffy.
—¿Sí?
—Bill O’Rourke tenía un apartamento en Florida.
—Sí, lo sé.
—Cultivaba plantas en la terraza. Las hicimos analizar. ¿Sabe qué plantas eran?
—¿Regaliz americano? —dije anhelante.
—Exacto —asintió.
Salió y cerró la puerta tras él.