25: Por el bosque

Me había alejado unos cien metros de la casa de sir Harry cuando vi a Emma con botas militares, un vestido azul y una gabardina, que caminaba por la trinchera con una cesta. Daba la espalda a la carretera y llevaba un paraguas abierto, pero era inconfundible con aquel pelo rojo indomable y rizado.

Detuve el coche a su lado y bajé la ventanilla.

—Hola —le dije.

Pareció sobresaltarse un poco.

—Oh, qué hay… ¿qué hace por aquí?

—Vengo de ver a su cuñado.

—¿Por Martin?

—Sí.

—¿Algo nuevo?

—Me temo que no. Era para atar algunos cabos sueltos.

Asintió, frunció el ceño y después sonrió.

—¿Qué demonios es esa música? —me preguntó.

—Es Plastic Bertrand.

—¿Y ese quién es?

—Un tipo de la new wave belga.

—¿Qué es la new wave?

—¡Dios mío! Quiero decir, supongo que por aquí conocen la rueda, ¿no? ¿Y el fuego?

Se echó a reír.

—¿No vivirán todavía en cavernas y cazarán mamuts lanudos?

—Más bien mejillones —y levantó la cesta.

—¿Quiere que la lleve? —pregunté.

—En coche no se llega a donde voy.

—¿Y dónde es?

—Abajo, a la orilla.

Sonrió de nuevo, y algo bajo la cubierta me recordó la última noche con Gloria.

—¿Puedo ir con usted? —le pregunté.

Titubeó un momento.

—¿Qué lleva en los pies?

—Playeras —dije enseñándole mis deportivas Adidas.

—Se le empaparán.

—No importa.

Aparté el BMW y lo cerré. Saqué la cazadora de cuero del maletero y me la puse encima del jersey y los vaqueros.

—Bajaremos por ese camino de ahí y luego cruzaremos por el bosque —me dijo. El pelo le revoloteaba por todos lados en torno a la cara. Se la veía sencilla y levemente asustada y muy hermosa—. Por aquí —dijo, y me condujo a lo largo de un sendero que pasaba junto a una granja en ruinas con las ventanas rotas y un tejado al que le faltaban la mitad de las tejas. La granja estaba asentada en un saliente de roca roja que desaguaba desde el acantilado al mar. No estaría a más de diez metros por encima de las olas y probablemente en días duros el agua rociaría hasta allí arriba. Cruzamos por lo que alguna vez habían sido el cuarto de estar y la cocina. En el hogar había periódicos y colillas empapados.

—Aquí vivía uno de los primos de Harry. Pero prosperó y se fue a Canadá —dijo—. Es uno de mis sitios secretos, como la antigua mina de sal.

Aquel no era tan secreto. Mis ojos de poli descubrieron jeringas desechadas, muebles rotos para hacer leña y un piano viejo contra el que alguien había usado un martillo. El jardín trasero llevaba al sendero del acantilado que bajaba directo a la orilla. Los peldaños de piedra estaban resbaladizos y con las deportivas casi me caigo patas arriba.

—De modo que usted es de por aquí, ¿verdad? —le pregunté.

—Sí, soy de Mill Bay, unas pocas millas carretera arriba.

—¿Le queda familia por allí?

—No. Los viejos están en España, y mi hermana mayor en San Francisco. Quiere que me vaya también a América. Supongo que debería ir. Ahora ya no me queda nada en Irlanda. En realidad no le queda nada a nadie.

—Eso dice todo el mundo.

Llegamos al pie de la senda. Allá abajo había más casitas abandonadas, viviendas mucho más antiguas.

—¿Esas son de cuando la hambruna? —pregunté señalándolas.

Asintió.

—Harry dice que antes este valle estaba atestado de gente. Ahora no hay más que ovejas y unos pocos de sus leales siervos.

Empezamos a andar sobre las piedras de la playa y se puso a recoger mejillones y caracolas.

—¿Va a hacer sopa? —le pregunté, y me puse a colaborar.

—No, no, solo hay que hervirlo todo en un poco de caldo de pollo con un poco de ajo. Delicioso.

—¿De veras?

—No se ponga tan escéptico.

A los diez minutos tenía la cesta medio llena.

—Creo que es suficiente —dijo—. Volveremos por un atajo a través del bosque.

Recorrimos la playa, pasamos junto a un embarcadero largo y oxidado que se internaba en el agua.

—¿De Harry? —le pregunté señalándolo.

—Sí, siempre está hablando de arreglarlo, de convertir esto en una marina; pero no lo hará nunca. Solo son palabras. Grandes planes.

Trepamos colina arriba por un sendero diferente.

—Al principio tuve la impresión de que a su cuñado no le había caído en gracia —dije.

—¿Y ha cambiado de idea?

—Un poquito, creo.

—No es nada personal. En esta parte de Islandmagee nunca han sido muy amigos de la ley. Por aquí siempre se han dedicado a la caza furtiva y a robar ganado y pasar las reses robadas a Escocia.

Llegamos al borde del bosque. Los árboles eran enormes y la edad les hacía dibujar extrañas formas. Grandes olmos y fresnos, abedules y robles viejos y enormes, estatuas vivientes haciendo meditación bajo la lluvia. Sonreí y para mi sorpresa descubrí que me había cogido de la mano.

—Nos hablan —me dijo.

—¿Los árboles?

—¿Sabe lo que dicen?

—¿Qué?

—Cada hoja es un milagro. Cada hoja sobre la tierra es una máquina milagrosa que nos mantiene vivos.

—Yo creo que lo que dicen es «ooh, me duele la espalda de estar aquí de pie todo el día».

Me dio un golpe en el hombro.

—Todos son iguales, ¿verdad?

—¿Quiénes? ¿Los polis? ¿Los hombres?

Vi un destello en sus ojos que no logré descifrar.

—Eh, ¿quiere ver una cosa realmente interesante, inspector Duffy?

—Claro.

—Por aquí. —Seguimos el sendero del bosque colina arriba entreviendo aquí y allá atisbos del mar inmóvil y, al otro lado de él, sorprendentemente cercana, la costa escocesa—. Por aquí abajo —dijo, y me condujo hasta un huerto de avellanos donde se alzaba un único roble solitario. Se veía claramente que era muy viejo, cubierto de musgo y de muérdago. De las ramas más bajas habían colgado bolsitas de plástico con plegarias y peticiones dentro. Contra el tronco había apoyadas pequeñas ofrendas y algunas notas. Monedas, llaves, relicarios, fotografías, no menos de una docena de bebés de plástico, cajas de madera, tazas de té, una cucharilla de plata, una estatuilla de una mujer tallada con detalle y mostrando el vientre hinchado por la preñez. La brisa agitaba las notas y las fotografías—. ¿Sabe lo que es esto? —me preguntó.

—Claro que lo sé, es un árbol de las hadas.

—No es un ignorante total.

—Yo soy de Glens, cariño, hablo irlandés. Sé cosas.

—¿Es católico?

—¿No lo sabía?

—No.

Asintió para sí misma.

—Sí —dijo—, ahora me doy cuenta… Venga, regresemos.

Regresamos cruzando los pastos cenagosos.

—¿Martin y Harry estaban unidos? —pregunté.

—No sé si unidos. Había diferencia de edad, pero se respetaban el uno al otro. Martin admiraba a Harry por asumir las deudas y las cargas de la finca. Harry admiraba a Martin por enrolarse en el ejército, por poner su vida en riesgo.

—En sentido literal, resultó al final.

—Sí —dijo con una sonrisa melancólica—. Incluso cuando Martin se hizo renacido, Harry no se lo echó en cara, y Harry es de lo más ateo que conozco.

—¿Martin era un cristiano renacido? —le pregunté.

—Sí. Hace como año y medio un predicador norteamericano vino de visitante a nuestra iglesia y Martin sintió la llamada.

—Pero usted no.

—No.

—¿Y no intentó hacer que también usted viera la luz?

—Eso era lo que lo hacía tan encantador. Sabía que yo andaba más en estas… —dijo señalando hacia atrás, a los árboles, y yo me mordí la lengua antes de decir «chorradas».

—Nunca me quiso imponer sus creencias. Me dejaba ir por mi propio camino.

—Parece que era un buen tipo.

—Sí que lo era. De verdad que lo era. —Habíamos llegado al borde de los pastos y otra vez se veía el valle. La casa grande, los cottages, la mina de sal, mi coche aparcado en la carretera—. ¿Quiere quedarse a almorzar? —me preguntó—. Voy a hacer los mejillones. Sería una lástima hacer todo esto solo para mí.

—Suena fantástico.

Cruzamos el campo embarrado hasta la granja.

Cora empezó a ladrar y Emma la desató.

—¿Por qué no se la lleva cuando va de paseo?

—Antes lo hacía, pero es incorregible. Molesta a las ovejas y persigue la caza. Persigue cualquier cosa.

Excepto a los pistoleros del IRA, al parecer.

Un hombre nos saludó con la mano desde la carretera al pasar en una camioneta Toyota. Le devolvió el saludo.

—¿Quién es ese? —pregunté.

—Connie Wilson. Uno de los aparceros de Harry de allí abajo, del camino de Ballylumford. No le van bien las cosas. Este año intentó cosechar cebada en sus tierras. Se deshizo del ganado e intentó cultivar cebada. Pero no ha podido pagar la renta de la tierra, según Harry.

—¿Cuántos aparceros tiene Harry?

—Son bastantes. Doce, trece. Pero la verdad es que solo dos o tres consiguen vivir de la tierra con los subsidios de la CEE; pero después de impuestos, en realidad Harry pierde unas cinco o seis mil libras al año con la finca.

—¿Pierde dinero con la finca?

—Eso dice.

Entramos en la casa y esta vez me fijé en que la puerta no estaba cerrada con llave.

—Los granjeros siempre se están quejando. Es lo que mejor saben hacer —dije.

—Bueno, mientras no me suba la renta…

—No le hará eso a su cuñada.

—Se sorprendería de lo que hacen los hombres cuando están desesperados.

—No, no me sorprendería.

Asintió y se apartó el pelo de la cara.

Una cara recia. Juvenil…, pero cuando fuera más vieja, la amargura se la volvería tersa y de labios finos y malhumorada.

—¿Puedo echarle una mano en algo? —pregunté.

—No, no —sonrió, y casi se echa a reír otra vez—. No admito hombres en mi cocina. Instálese en la sala de estar. Le traeré una Harp.

Me senté en el sofá de ratán y di un trago a la lata de cerveza. En la estantería había unas cuantas novelas: Alexander Kent, Alastair Maclean, Patrick O’Brian. Se había deshecho de la ropa de Martin y de su maleta, pero se había quedado unos cuantos de sus libros.

—¿Le importa si llamo por teléfono? —pregunté en dirección a la cocina.

—Adelante. Aunque aquí la recepción es muy extraña. Se oye como si se telefonease desde la luna.

Llamé a la comisaría, pregunté por Crabbie.

—McCrabban al habla —dijo Crabbie.

Emma había puesto la radio en la cocina, pero de todas formas bajé la voz.

—Escucha, colega, soy yo. Hazme un favor y mira a ver si en Finanzas y Fraude Fiscal o en la Brigada Antifraude tenemos algo sobre sir Harry McAlpine o sobre John DeLorean o sobre los dos.

—¿John DeLorean?

—Sí, y Harry McAlpine.

—Bueno, la fábrica de DeLorean es un gran pozo de dinero, pero nunca he oído nada de un posible fraude…

—Compruébalo, ¿quieres? Y no te olvides de McAlpine. La fábrica de DeLorean está en sus terrenos. Hizo no sé qué especie de trato con la Agencia Tributaria, según dice.

Crabbie titubeó. Se oyeron interferencias en la línea.

—¿Lo has entendido? —pregunté.

—Lo he entendido. Quieres que llame a la Special Branch y a la Brigada Antifraude.

—Sí. ¿Hay algún problema?

—Sean, una investigación como esa llegará a los de arriba. Pensaba que te habían advertido específicamente de que no revolvieras en los asuntos de sir Harry McAlpine. Dentro de dos o tres días, cuando la cosa llegue al despacho del jefe superior, te caerá una buena bronca.

—Son gajes del oficio, Crabbie. De todos modos, aquí estamos tirando con salvas.

—No importa si tiramos salvas, Sean. El caso McAlpine no es nuestro, y al caso O’Rourke le han dado carpetazo —dijo levantando un poco la voz.

—Ya lo sé, colega, pero mira, tú hazlo, ¿quieres?

—Desde luego —dijo con un suspiro.

—Gracias, socio.

—No hay problema.

Colgué.

—¿Todo en orden? —me gritó Emma desde la cocina.

—Sí, todo va bien.

Hice otra llamada de teléfono rápida a Interflora y les encargué que llevaran flores a Gloria a la planta de DeLorean. Fueron treinta y cinco libras, pero siempre es conveniente tener a las chicas contentas.

Emma apareció detrás de mí.

—¿Encarga flores?

—El cumpleaños de mi madre.

—¡Qué hijo tan cumplidor!

—Pues sí, lo soy, en efecto.

—Tengo el caldo en marcha. Tardará una hora. ¿Montas a caballo? A mí Canny McDonagh, la de abajo, donde los cobertizos, me presta a Stella. También tiene un caballo de caza joven que se llama Mallarky y que necesita que le den un par de carreras.

—Hace quince años que no me subo a un penco.

—Eso no se olvida.

—¿Está segura?

—Completamente segura.

Nos pusimos las chaquetas y me prestó las botas de montar de Martin.

Canny McDonagh no estaba en casa, pero Emma se movió a sus anchas por la granja, así que nos fuimos al establo y embridó y puso la silla a los dos caballos. Mallarky era un caballo de caza grandote, pero como acababa de hincharse de cebada, no causó ninguna dificultad.

Cabalgamos por los campos hasta llegar a una playa del mar de Irlanda por el lado de Islandmagee. Emma hizo galopar a Stella y yo puse a Mallarky a medio galope. Cora ladraba feliz a nuestro lado.

Cuando ya habíamos dado unas buenas carreras, desmontamos y llevamos los caballos hasta la orilla. Ahora hacía más fresco. La playa estaba vacía. Emma le tiró un palo a la perra, que corrió a buscarlo dentro del agua.

Miré al norte. Se veían los valles hasta el océano Atlántico. El salvaje azul profundo de las aguas me helaba las retinas incluso desde allí.

El sol empezó a ocultarse detrás de los bancos de nubes del oeste.

—¡Mire! ¡Allí! —me dijo ella.

Un enorme fuego de tojos ardía en una colina de Escocia.

—Cristo, mira eso.

—A veces los brezos se pasan días ardiendo —dijo ella.

Estuvimos contemplándolo hasta que se puso el sol. Empezaba a oscurecer.

—Será mejor que devolvamos los caballos, ¿no cree? No me siento muy cómodo teniendo que cabalgar de noche.

—Sí. Muy bien.

Cabalgamos de vuelta y Cora ladraba; Canny McDonagh todavía no estaba en casa, así que le dejó una nota explicándole lo que había hecho y que Mallarky había aceptado bien el medio galope.

Mejillones y pan rústico en la mesa de la cocina.

Encendió una lámpara de parafina.

—¿Le apetece algo más fuerte? —me preguntó cuando terminé mi segunda Harp.

—¿Whisky casero? —pregunté.

—No se lo contará a los de Hacienda, ¿verdad?

—¿Está de broma? Los polis y los de Hacienda somos enemigos naturales.

Sacó una jarra de barro de debajo del fregadero.

—Por aquí todo el mundo destila sus cosas —me explicó.

Me sirvió una generosa medida y chocamos los vasos.

Bebimos; era una bebida fuerte como el diablo, como de ciento veinte grados.

Tosimos a dúo. Sirvió uno más.

—¡Coño! ¿No tiene algo para rebajar esto? —le pregunté echándome al coleto el trago número dos.

—Hay zumo de naranja en la nevera.

Fui a la nevera, busqué un par de vasos altos y preparé un par de destornilladores.

Se bebió el suyo y se acercó más a mí en el sofá.

—¿No está casado, verdad? —preguntó mirándome con aquellos ojos azul cielo y aquella boca carnosa con esa pequeña hendidura en mitad del labio inferior.

Los ojos. Las mejillas pálidas. El peligroso pelo rojo.

—¿Hay alguna diferencia?

Negó con la cabeza.

—No creo —dijo, y puso su mano fría sobre la mía—. Como puedes imaginarte, ha pasado cierto tiempo.

Nos fuimos al dormitorio.

La ventana grande que daba al sur dominaba el valle, y en la noche clara relucían las constelaciones de invierno. Desnuda estaba hermosa, aunque pálida de piel y un tanto escuálida, como un buen estuche, como algo lavado en el Lagan.

La tomé, y fui amable con ella, y la abracé y se durmió en mis brazos. Escuché su corazón y contemplé su pecho moverse arriba y abajo.

En sus sueños fruncía el ceño.

Aquellos ojos azules cerrados no lograban ver nada bueno en el futuro.

Me quedé dormido mirándola.

Me despertó en medio del «rabo del lobo», esa luz gris de Irlanda que aparece antes del amanecer.

—Uf, ¿qué pasa? —pregunté.

—¡He oído un ruido! —dijo—. Hay alguien fuera.

Me senté en la cama, me froté la cara.

—¿Qué?

—Fuera. He oído algo. Buscaré la escopeta de los conejos.

—No, ya voy yo.

Me puse los vaqueros, las deportivas y la gabardina. Agarré una linterna y mi 38.

Cora me gruñó cuando salí al patio.

Lloviznaba, el suelo estaba resbaladizo.

—¿Hola? —dije. Encendí la linterna.

Eché a andar hacia el camino.

Resbalé en el barro pero me libré de caer agarrándome al poste de la verja. Vi que algo destellaba más adelante de la pista. Puede que nada o puede que la banda reflectante de una chaqueta impermeable o de unas deportivas.

—¿Hay alguien por ahí abajo? —grité.

Levanté el 38 y dirigí el haz de la linterna hacia el camino.

Nada. Apunté con la luz hacia las colinas.

Ningún movimiento, ningún ruido.

El estuario lejano, el mar todavía más lejano.

Me quedé allí de pie esperando que pasara algo. No pasó nada. «Aquí no hay nadie», me dije para mis adentros. Anduve un poquito más sendero abajo y luego corté de vuelta a la granja siguiendo la hipotenusa del prado más cercano. Casi me voy de cabeza en un agujero en la turba lleno de agua, pero me salvé antes de la caída final. Cuando llegué de vuelta a la casa, Cora me ladró de nuevo y vi que Emma estaba de pie en la puerta con una escopeta.

—¿Y bien? —me preguntó.

—No era nada —le dije. Volvimos a la cama y dejamos las contraventanas abiertas. La luna nos regalaba una luz amarillenta como de vela y el cielo que la rodeaba se veía fantasmal y producía un extraño destello. Ninguno de los dos nos volvimos a dormir.

Por la mañana, Emma me preparó café y huevos revueltos. El café era como carbón en polvo, pero los huevos frescos de campo con mantequilla estaban buenos. Me tomé el desayuno y la besé y le dije adiós. Bajé hasta el coche y comprobé a qué se había debido la conmoción de la noche anterior. Alguien había lanzado un ladrillo y roto el parabrisas de mi BMW. Le habían puesto alrededor una nota para explicarse que decía: «¡Vete a tomar por culo y muérete poli de mierda!».

Lancé el ladrillo a un prado, desmonté con cuidado el parabrisas, lo llevé al muro de piedra y lo dejé allí. Limpié los cristales rotos del asiento del conductor y me dirigí a casa.