14: Un asesinato de lo más corriente

El despertador de la radio me despertó a las 7:06. Ya llevaba varios días enredando con la alarma y la había programado exactamente para sonar en el momento en que terminaba el boletín de noticias de la BBC Radio Uno y ya solo ponían música. En estos días solo un loco puede querer despertarse con las noticias tal cual. Te podías fiar plenamente de que la BBC cumpliera sus horarios. Las palabras y el boletín se habían terminado, en efecto, y la canción era Hunging on the Telephone, de Blondie.

Escuché la canción, tuve una fugaz fantasía con Debbie Harry y salí de la cama.

Escaleras. Cocina.

Timbre de la puerta. Era un quinqui empapado en bebida que se ofreció a pavimentarme el camino de entrada por veinte billetes. Cuando le dije que no tenía camino de entrada dijo que me arreglaría cualquier aparato eléctrico roto o que por un chelín me recitaba unos versos del Tain. Dejé que me recitase un poco de poesía antigua y le di cincuenta peniques si me prometía no contar a sus colegas que yo era un blandengue.

Después de una tostada y dos cafés, acabé poniendo las noticias de las ocho en Radio Ulster. El asesinato del policía no era el titular principal. Ocupaba solo el cuarto lugar, después de tres historias diferentes sobre las aventuras de la fuerza de intervención en las islas Malvinas. Al parecer, ciertas guerras eran más importantes que otras.

«En Ballygalley, al norte de Larne, un oficial de la RUC fue asesinado delante de su casa a última hora de la noche. El inspector David Dougherty, de cincuenta y nueve años, divorciado y con un hijo. El IRA provisional reivindicó el ataque en una llamada a la BBC mediante el uso de una palabra clave concertada. Ian Paisley, el diputado de la circunscripción, calificó el asesinato del inspector Dougherty como “un acto de asesinato reprobable dentro de la permanente campaña del IRA para el genocidio del pueblo protestante”. Anoche fue imposible encontrar a la viuda del inspector para oír sus comentarios. Otra noticia, los astilleros Harland & Wolff han despedido a otros quinientos soldadores en la reconversión…».

No podía haber más que un inspector David Dougherty en la RUC de Larne.

Apagué la radio, volví a subir, me vestí con el suéter negro de lana, vaqueros negros, botas Dr. Martens y chaquetón negro. Me coloqué la sobaquera de cuero bajo el chaquetón, cogí el Smith & Wesson y comprobé que hubiera seis balas en el tambor.

—Bien —dije, y salí.

Miré debajo del coche por si había bomba lapa; no encontré nada, abrí la puerta, bajé las ventanillas, metí la llave en el arranque.

Una ráfaga de viento brutal atravesó las ventanillas y por un instante creí que era la desgracia, la onda expansiva de una explosión, pero no era más que una ráfaga de aire frío.

En ese momento la mujer negra que ya había visto antes salió de la casa vacía del final de Coronation Road. Llevaba un vestido morado con un ribete rojo. Las mujeres de Carrickfergus no llevaban vestidos morados. Y otra vez me pregunté durante medio segundo si en realidad no acababa de morirme en una explosión.

El motor empezó a girar y el BMW rugió y cobró vida.

Solté el freno de mano, pisé el embrague y pasé junto a ella. Me miró a través del parabrisas. Le di los buenos días con la cabeza. Sonrió. Era muy delgada y muy guapa; seguro que las mujeres de Coronation Road empezarían a lanzar rumores sobre ella sin perder tiempo. ¿Sería una estudiante? ¿Una refugiada? Si era así, que Dios la ayudase ya que había acabado en Irlanda del Norte.

No estaba de humor para más noticias, así que puse Radio 3 y aguanté diez minutos de Brahms antes de apagar la radio para escuchar solo la ingeniería alemana de los pistones efectuando su eficiente trabajo.

Ballygalley estaba a veinticinco kilómetros subiendo por la costa, justo pasado Larne.

Un pueblo pequeño y bonito, con un castillo, playa, aparcamiento para caravanas y un par de tiendas. No fue difícil dar con la casa de Dougherty. Era la que tenía delante todos los Land Rover de la policía y la furgoneta de la BBC.

Era un bungalow en una pequeña elevación al final de una calle sin salida.

Aparqué al final de la calle, enseñé mi credencial a los agentes de reserva que protegían el escenario del delito y encontré al detective a cargo, el inspector jefe Tony McIlroy, que era un viejo compañero de mis días en Bandit Country, el territorio incontrolable de la frontera de South Armagh.

Tony era uno de los principales agentes de la Unidad de Asesinatos de la RUC que investigaba todas las muertes violentas de policías de Irlanda del Norte. La RUCAU[13] buscaba semejanzas, armas compartidas, estrategias comunes, etcétera, en los delitos contra la pasma. Nos lo tomábamos como algo personal cuando los terroristas mataban a uno de los nuestros, y no sería injusto decir que el asesinato de un madero atraía más dinero y recursos que los otros asesinatos de la Provincia. Aunque claro, el índice de resolución era tan misérrimo como el del resto: inferior al diez por ciento. A no ser que los terroristas cometieran un error o hubiera alguien untado, muy pocos de esos crímenes llegaban a manos del fiscal (aunque con muchísima frecuencia conseguíamos averiguar quién había sido el que había apretado el gatillo en cada caso particular).

Tony tenía un diploma en criminología por la Universidad de Birmingham, una esposa que era hija de un parlamentario conservador inglés, un padre que era un eminente abogado de Belfast, y él había pasado un año en comisión de servicio en la Metropolitana. Ya volaba alto incluso entonces, en South Armagh, cuando era un modesto sargento y yo un agente recién estrenado. Lo más probable es que Tony fuera comisario jefe a los cuarenta y jefe superior a los cincuenta (jefe superior al otro lado del canal, desde luego, porque Irlanda del Norte era un territorio demasiado pequeño para contener sus ambiciones mucho tiempo). Me estrechó la mano.

—¿Qué te cuentas de bueno, Sean?

—Todo el mundo sabe que lo bueno vuela, Tony.

—Desde luego que sí. ¿En qué has andado metido, Sean?

—Lo habitual. Tengo una comedia que se va a estrenar en el West End, y, ah, cruza los dedos, creo que acabo de descubrir el décimo planeta. Le pondré el nombre de mi mamá. Tienes buen aspecto, Tony, con un poquito de barriga, pero quién no —dije.

—Pues tú parece que estuvieras con la dieta de heroína. ¿Y esas canas? Debe de ser tu mala conciencia, Sean.

—Canas por exceso de trabajo, colega.

—Oye. —Se inclinó hacia delante—. En serio, enhorabuena por la medalla y el ascenso —dijo con auténtico afecto.

—A tu salud, colega —repliqué con la misma dosis de efusión.

Tenía la piel pálida y en algunas zonas de su famosa mata pelirroja aparecían también canas en las sienes, pero se le veía en forma, centrado, profesional. Ahora llevaba unas gafas rectangulares que le daban un aire intelectual.

—¿Qué te trae por aquí, Sean?

—Conocía un poco a Dougherty. ¿Qué me puedes contar de este asunto?

Tony meneó la cabeza y cogió un cigarrillo de mi paquete de Marlboro.

—Pura rutina, Sean.

—¿No has visto nada especial?

—No. El típico atentado del IRA. Probablemente dos pistoleros. O un pistolero y un conductor. Aparcados delante de la casa, un poquito más abajo de la calle, esperando a que nuestro chico volviera a casa. Le dispararon en cuanto salió del coche. Un blanco de lo más facilón viviendo aquí, al final de una calle sin salida.

—¿Alguna idea de los pistoleros?

—Si tuviera que hacer suposiciones, diría que fue la brigada de West Belfast, probablemente una célula a las órdenes de Jimmy Doogan Reilly.

—Un gran espíritu aventurero, venirse hasta aquí arriba, ¿no?

—No, siempre andan buscando el modo de expandir su radio de acción, y si se dieron prisa a la media hora pudieron estar de vuelta en Belfast.

—¿Entonces es el IRA, definitivamente?

—Bueno, definitivamente no, pero casi con seguridad.

La mayoría de los maderos que caían asesinados en Irlanda del Norte los mataba el IRA, normalmente mediante uno de estos tres métodos: una bomba lapa de mercurio debajo del coche, una emboscada por una célula de ejecución del IRA o un ataque indiscriminado con bomba a una comisaría.

—Si tienes tiempo, ¿podrías llevarme a ver todas las evidencias materiales?

Tony me miró con recelo.

—¿Pero era realmente un buen amigo tuyo o algo así?

—Realmente no, solo lo conocí durante una investigación.

Tony abrió la boca y volvió a cerrarla, pensando tal vez que cuando llegase el momento adecuado se lo contaría.

—Vale —dijo—. Por aquí.

Subimos hasta lo alto del camino de entrada, donde seguía aparcado el Ford Granada de Dougherty. En la gravilla había sangre seca, pero naturalmente hacía ya mucho que se habían llevado el cuerpo a la morgue de Larne.

—Le dispararon a quemarropa. El pobre cabrón consiguió echar mano de su arma, pero demasiado tarde. Estaba perdido. No pudo disparar ni un tiro.

La puerta del Ford Granada estaba cerrada, lo que significaba que habían esperado a que estuviera completamente fuera del coche y andando hacia la casa.

—¿Consiguió sacar su arma? —pregunté sorprendido.

—Ajá.

—¿Le dispararon por delante o por la espalda?

—Por delante, ¿por qué? —preguntó con los ojos entrecerrados porque percibió otro posible enfoque, como un armiño a la caza de una rata.

—¿Y por qué no le dispararon por la espalda sin más? Bang, bang, bang, estás muerto, estilo John Lennon.

—No, no, no hay nada fuera de lo corriente, compañero. Intentaron dispararle desde atrás, pero los muy cabrones fallaron. Dougherty da media vuelta para enfrentarse a ellos, casi llega a sacar el instrumento, pero los tíos le meten el plomo en el corazón al pobre desgraciado.

—¿Y cómo sabes que fallaron?

—Tres balas en la puerta del garaje, mira.

Así era, sin duda, tres balas en la puerta del garaje.

¿Pero eso no hacía las cosas todavía más extrañas?

—Vale, estamos en que fallaron el tiro y que él se vuelve para hacerles frente y casi saca el instrumento pero ellos le meten el plomo. ¿Correcto?

—Correcto.

—Pero eso nos plantea una pregunta adicional.

—¿Qué pregunta?

—La pregunta de por qué fallaron.

—¿Cómo? ¿Que por qué fallaron?

—Sí. Estamos hablando de pistoleros profesionales, ¿verdad?

—Fue una puta guerra de pistolas, Sean, un par de balas que van un poco perdidas, ¿no? Si hasta Lee Harvey Oswald falló su primer tiro, ¿no?

—¿Encontraron el arma del crimen?

—No. Y no la encontraremos. A estas horas estará en el fondo del mar de Irlanda.

—¿Y los del IRA llamaron?

—Llamaron. Reivindicaron la responsabilidad con una palabra clave registrada.

—¿Cuáles fueron sus palabras exactas?

Tony sacó una libreta del bolsillo de su chaqueta de sport y pasó páginas. Leyó la declaración del IRA.

—Dijeron que lamentaban que aquella muerte hubiera sido necesaria, pero que todo era culpa de la ocupación británica de Irlanda.

—¿Cuál era la contraseña del IRA?

—Cazador de lobos.

—¿Que lleva en vigor desde cuándo?

—Enero.

—¿Enero de este año?

—Sí.

—¿Entonces es auténtica?

—Claro que, sí.

Asentí en silencio. Tony me cogió con fuerza del brazo.

—¿De qué va todo esto? —preguntó—. Dime.

Tony era ligeramente más alto que yo y desde luego mucho más corpulento. Cuando te apretaba, te hacía daño.

Suspiré y meneé la cabeza.

—Probablemente no sea nada.

—Adelante. Suéltalo —dijo.

—Estuve hablando con Dougherty de uno de sus casos antiguos. Un callejón sin salida. La verdad es que no tenía nada que ver con lo mío, yo estoy trabajando en un asunto diferente.

—¿Cuál?

Le conté lo del cuerpo en la maleta y el señor O’Rourke de Massachusetts.

—¿Y cómo enlaza eso con Dougherty?

—En realidad, de ninguna forma.

—Nada de secretos, Sean —me dijo volviendo a apretarme el brazo.

—No es un secreto. No es más que una quimera que persigo y que me da un poco de vergüenza exponerle a un investigador tan venerable como tú.

Se echó a reír pero siguió mirándome de una forma que me hizo comprender que no podría escaparme sin contarle la historia completa.

—En la maleta en la que enterraron a O’Rourke había una tarjeta de visita vieja embutida en ese bolsito de plástico que hay junto al asa. El asesino o la persona que metió allí el cuerpo no la vio. Pero nosotros conseguimos descifrar que pertenecía a un tal Martin McAlpine, que era capitán del UDR hasta que lo asesinaron en diciembre pasado. El primero de diciembre, creo. Así que fui a hablar con la viuda de McAlpine y me contó el asesinato de su marido y también que justo antes de Navidad había entregado todas las cosas de su marido, incluida esa maleta, al Ejército de Salvación de Carrickfergus.

—¿Y qué tiene que ver todo eso con Dougherty?

—Fue el encargado de investigar el asesinato del marido.

—¿Y?

—Bueno… creo que hizo una chapuza.

—¿En qué sentido?

—Creo que hay al menos una probabilidad de que lo matara su mujer. En la teoría de Dougherty, los asesinos le dispararon desde detrás de un muro a veinte metros de distancia, pero era evidente que le había disparado a quemarropa una persona que lo conocía.

—¿Por qué una persona que lo conocía?

—Porque permitió al asesino acercarse, porque no sacó su pistola, porque su feroz perro guardián ni se inmutó.

—¿Y fuiste y le contaste a Dougherty todas esas dudas?

—Sí.

—Y ahí lo dejaste.

—Y ahí lo dejé. Era algo tangencial. Como me explicó mi joven auxiliar, era un PDO, un problema de otros.

Tony asintió y se rascó las patillas.

—¿Y entonces qué? ¿Crees que tal vez incitaras a Dougherty a saltar de su hamaca y ponerse a revolver un poco de mierda?

—No lo sé. Quizás. ¿Te importa si miro un poco por aquí?

—A tu disposición.

Recorrí todo el largo del camino de entrada y me detuve delante del garaje. Miré bien los agujeros de bala. Estaban tremendamente separados. A palmos, no centímetros.

—¿Le pegaron tres tiros en el pecho?

—Eso me han dicho. Tres en el pecho y tres en el garaje.

—Normalmente, ¿cuál es el paso siguiente en un caso como este?

—Nuestro siguiente paso, Sean, será intentar localizar el arma analizando los proyectiles. Peinar el terreno en busca de testigos, que no encontraremos ninguno, o más exactamente ninguno que esté dispuesto a declarar. Correr la voz entre los confidentes, ofrecer una recompensa…

Habíamos terminado los pitillos y Tony metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de Players.

Me encendió uno. «Fumar mata», decía en el paquete. Menudo momento para sacar eso a relucir.

El día se había puesto frío y descendía la niebla de las alturas, que al encontrarse con los postes de electricidad desataba pequeñas descargas eléctricas que se desvanecían y se volvían a formar.

Di una calada al Player. Era bastante fuerte.

—En otras palabras, inspector jefe, después de las condenas de los políticos y de que termine el funeral en la iglesia y se marchen las cámaras de televisión, este caso no irá a ninguna parte.

Se picó un poco con aquello.

—No sé cómo haréis las cosas en tus dominios, colega, pero nosotros nos tomamos en serio todos los casos. Joder, no es culpa mía que sea casi imposible desarticular una puta célula del IRA, ¿o sí?

Asentí y tiré el cigarro bien lejos. Fui andando otra vez hasta el garaje.

—Tres tiros en el garaje.

—Eso es.

—¿Cuántas veces un comando de pistoleros del IRA falla no una, ni dos, sino tres veces?

—Me juego mi pensión a que este es un asesinato normal y corriente a cargo de una célula del IRA normal y corriente.

—Juégate algo que merezca la pena. Ninguno de los dos llegaremos a viejos, ¿no crees? Pero busquemos el mejor argumento para tu postura. Digamos que se llevaron a un novato que iba a hacer su primer trabajo. De alguna manera tienen que dar el bautizo de sangre a los novatos, ¿no? Cualquier asesino ha tenido una primera vez.

—Sí.

—Así que una vez que el novato falla y mete los tres tiros en la puerta del garaje y Dougherty saca su pistola, su compañero no lo puede resistir y le dispara él en el pecho.

—Parece razonable —admitió Tony.

—Dos cosas, Tony. Dos cosas. Primera, Dougherty era viejo y gordo y borracho, ¡y lento de cojones! Para que él llegara a sacar la pistola de una funda de cuero, ese comando tenía que ser una verdadera mierda.

Tony asintió y preguntó:

—¿Cuál es la segunda cosa?

—La segunda cosa es que en ese supuesto las balas no pueden salir todas de la misma arma. Las del garaje serían de un arma distinta de las del cuerpo de Dougherty… Pero no lo son, ¿verdad?

—Aaah —dijo Tony sacudiendo la cabeza—. Eso se me escapó. No, claro, tienes razón. El análisis preliminar de balística sugiere que…

—Digamos que la viuda McAlpine viene aquí. No ha disparado una pistola en su vida hasta ahora, aprieta bien el arma, falla, el hombre se gira, la chica vuelve a fallar, Dougherty empieza a tantearse en busca de la pistola, la chica vuelve a fallar, él ya casi ha sacado el 38, pero finalmente ella consigue acertar y dispara una vez y otra contra el cabrón.

—¿Por qué?

—Digamos que tú quieres matar a un poli. Por la razón que sea. Puede que se haya follado a tu mujer o que te haya estafado o lo que sea. Pon lo que quieras. Pero si tú o alguien próximo a ti está en las fuerzas de seguridad, la cosa sería bastante fácil, ¿no? Te agencias una pistola, donde sea, te pones un pasamontañas, le metes un tiro al maricón y luego llamas al Belfast Telegraph y das una contraseña registrada de los terroristas. Unos maderos como tú o como yo se presentan en el lugar del crimen, y como el IRA ha reivindicado al atentado no miramos con demasiado interés porque más o menos ya sabemos quién lo hizo y también sabemos que no los pillaremos ni en un millón de años.

Tony se terminó el pitillo y asintió pensativo.

—Tu hipótesis se basa en dar por hecho que Dougherty volvió a escarbar después de su pequeña conversación contigo.

—Puede que sí o puede que no, pero es fácil de comprobar.

—Vuelve a visitar a la viuda, se pone a lanzar acusaciones sin parar. La mujer entra en pánico, consigue una herramienta, viene aquí y le pega un tiro. ¿Y crees que eso es más verosímil que un golpe del IRA?

Me río y me miro las Dr. Martens.

—Supongo que no se sostiene mucho, Tony, pero no puedo dejar de pensar que esos tres agujeros en la puerta del garaje significan algo.

Me miró, guiñó los ojos para mirar al sol que se escondía entre las nubes sobre la meseta de Antrim y sonrió.

—¿Sabes lo que me gustó de ti cuando trabajamos juntos en el condado de Armagh?

—¿Qué?

—Hasta cuando estabas completamente equivocado en algo, el recorrido hasta tu error siempre era interesante de cojones. Ven conmigo.

Nos acercamos a un tipo alto y delgado con un buen bigote a lo Dick Spring.

—Gerry, toma el mando, me voy a la RUC de Larne a echar una ojeadita al material del caso que Dougherty llevaba entre manos. Podría haber sido personal, no al azar, nunca se sabe, ¿no?

—Sí —asintió Gerry.

Tony se había desplazado hasta allí en un Land Rover de la poli, así que cogimos mi coche.

El trayecto del Ballygalley rural a la miseria gris de Larne era de diez minutos. Charlamos un poquito y Radio 1 puso Ebony & Ivory, una canción nueva de Paul McCartney y Stevie Wonder. Dj Mike Read la puso dos veces seguidas, lo que era un tanto cruel por su parte, porque estaba claro que era la peor canción al menos de la década, quizás de todo el siglo.

La RUC de Larne.

Con uno de los suyos abatido a tiros, la atmósfera era apocalíptica y cargada de negrura. Dimos nuestras condolencias al sargento de guardia y metimos unas pocas monedas de cobre en la hucha de las viudas y huérfanos dejándonos ver.

Vimos al comisario, le expresamos nuestro pésame y le dijimos que queríamos examinar los casos antiguos de Dougherty, y Tony le explicó que se trataba simplemente de un SPO, el procedimiento estándar de operaciones.

Al comisario no podía importarle menos. Era nuevo en el puesto, apenas había tenido relación con Dougherty y ahora se las tenía que ver con un funeral al que asistirían el jefe superior y media docena de VIP y que iba a ser una puñetera pesadilla.

Lo dejamos con su drama y dimos con el despacho de Dougherty.

Un flamante agente de veintitrés años que se llamaba Conlon nos abrió la puerta. Le pedí que se quedara allí para contestar preguntas mientras Tony revisaba las carpetas de Dougherty.

—¿El inspector Dougherty tenía familia? —pregunté en tono distendido.

—Esposa y una hija mayor. Exesposa. Estaba divorciado.

—¿Y dónde está? La esposa, quiero decir.

—Esposa e hija están las dos al otro lado del canal, tengo entendido.

—¿En qué parte?

—No sé. En Londres, por algún sitio.

—¿Hacía vida social…, se iban todos a tomar copas cuando llegaba el viernes por la noche?

Conlon vaciló, dividido entre la lealtad al muerto y el deseo de explicarme cómo eran las cosas.

—El inspector Dougherty no era exactamente un bebedor social. Cuando bebía, bebía, usted ya me entiende.

—Ya le entiendo, sí. ¿Era el policía más antiguo de aquí?

—El más antiguo es el inspector jefe Canning. Hoy está en los juzgados, ¿quiere que le avise?

—No, no, me basta con usted. Dígame algo más del inspector Dougherty, ¿qué clase de hombre era?

—¿A qué se refiere?

—Cordial, antipático, bromista, ¿cómo?

—Bueno, era, esto, estaba como medio retirado, eso es. La verdad es que nadie…; yo no tuve mucha relación con él.

—¿Estaba trabajando en algo en particular en estos últimos dos días? —pregunté.

—¿No se trata de una acción aleatoria del IRA? —preguntó Conlon suspicaz.

—Ha sido una acción aleatoria del IRA —dijo Tony levantando la vista del archivador.

—¿Dougherty habló de que alguna amenaza o alguna cosa le preocupase?

—A mí no.

—¿Y a algún otro?

—No que yo me haya enterado.

—¿En qué estaba trabajando los últimos días?

—Yo no lo conocía muy bien —respondió vacilante, y miró por la ventana.

—No quiere hablar mal de los muertos… esa es la vibración que capto por aquí, ¿eh? —le dije.

El agente Conlon se puso colorado, asintió a medias con la cabeza y no dijo nada.

—El inspector no trabajaba mucho, llegaba tarde, se sentaba en su despacho, bebía, se marchaba pronto, se iba en coche a casa medio borracho, ¿es eso? —aventuré.

El agente Conlon volvió a asentir en silencio.

—Pero ¿qué me dice del último par de días? ¿Le pareció distinto? ¿Más entusiasta? ¿Enfrascado en algo?

—Que yo me diera cuenta, no —dijo Conlon.

—¿Nada fuera de lo corriente en absoluto?

Conlon meneó la cabeza. El pelo parecía que se le movía independientemente de la cabeza cuando lo sacudía y eso le daba una expresión especialmente idiota.

—¿Cómo es que le asignaron el asesinato de McAlpine si era un puñetero borrachín? —pregunté.

—El inspector jefe Canning estaba ingresado por el apéndice —dijo Conlon.

—¿Y después de que volviera de lo del apéndice?

—Bueno, eso ya era un caso abierto y cerrado, ¿verdad?

—No me parece muy cerrado, hijo, ¿o sí? Ni imputaciones ni condenas.

—Lo que quiero decir es —tosió Conlon—, quiero decir que ya sabemos quién lo hizo, ¿no?

—¿Lo sabemos? ¿Sabemos quién lo hizo? Deme los nombres y tendré a esos cabrones en el calabozo en una hora —dije.

—Quiero decir que sabemos quién lo hizo en sentido colectivo. Lo mató el IRA.

—¿Ahora se llama sentido colectivo? Lo hizo el IRA. Exactamente igual que mataron a Dougherty.

—Pero bueno, ¿no lo hicieron? —preguntó Conlon.

—Sí, lo hicieron ellos —dijo Tony. Agitó una carpeta en mi dirección. Miré a Conlon.

—Eso es todo. Y háganos un favor, colega, tenga la boca bien cerrada —le dije.

—¿Respecto a qué?

—Exacto. Ahora lárguese.

Salió del despacho y cerró la puerta.

—¿Qué has encontrado, colega? —le pregunté a Tony.

—No hay nada interesante en ninguna de ellas. Dougherty no tiene nada en los archivos «activos», y en todos los demás hay una buena capa de polvo.

—Supongo que esa es la carpeta de McAlpine.

Me la deslizó por encima de la mesa.

Las últimas notas que contenía eran de diciembre. Desde mi visita no había añadido nada.

Meneé la cabeza. Tony me apretó el brazo otra vez.

—No todo el mundo se queda tan impresionado contigo como yo, socio. Me temo que no sedujiste a Dougherty tanto como te hubiera gustado.

—Supongo que no.

Ahora Tony casi se reía a carcajadas.

—Tal vez deberías haber llevado puesta tu medalla o contarle lo de aquella vez que estuviste con Joey Ramone.

—Vale, vale. No hace falta restregármelo. Venga, nos piramos.

Ordenamos el escritorio, cerramos los archivadores.

—Escucha, si en la casa, o en el coche o donde sea encuentras una libreta con notas del caso, me encantaría echarle un vistazo —le dije a Tony.

—Eso está hecho, socio —me tranquilizó Tony.

—Y es verdad que vi a Joey Ramone, estaba justo enfrente de mí en el metro.

—Las grandes estrellas no van en el puto metro.

Ya habíamos terminado en la sala de reuniones cuando el joven Conlon se nos acercó con timidez.

—¿Sí? —preguntó Tony.

—Bueno, es probable que no sea nada.

—Siga —le dije animándole.

—Hubo una cosa un poquito fuera de lo corriente —empezó Conlon.

—¿Qué fue? —pregunté mientras se me aceleraba el pulso.

—Bueno, Dougherty sabía que yo soy de Islandmagee, ¿verdad? Y sabía que cojo el ferry todas las mañanas hasta aquí en vez de dar toda la vuelta en coche por Whitehead. Te ahorras veinte minutos.

—Siga.

—Bueno, supongo que por eso me preguntó cuánto costaba.

—¿Le preguntó cuánto costaba el ferry de Larne a Islandmagee?

—Sí.

—Y eso era algo raro, ¿eh? —preguntó Tony.

—Un poquito. Porque en todo el año no había hablado conmigo, ¿sabe?

Miré a Tony.

—Iba a coger el ferry para ir a Islandmagee y quería comprobar el precio.

Tony asintió.

—¿Dijo algo más? —pregunté.

—No. Le dije que eran veinte peniques para los peatones y una libra los coches. Y me dio las gracias y eso fue todo.

Miré a Tony. Insinuó un gesto de asentimiento.

—Lo ha hecho muy bien, hijo —le dije al agente Conlon.

Tony y yo hicimos la ronda, saludamos a un par de sargentos y salimos de la comisaría. Nos metimos en el BMW y nos fuimos a la calle.

—Cuando investigó el asesinato de McAlpine, debía de tener conductor. Iba hasta allí en un Land Rover de la policía por el camino largo, cruzando Whitehead. Pero ahora pensaba ir en su propio coche —dijo Tony.

—Ir a interrogar a la señora McAlpine —dije yo.

—Probablemente. ¿Qué hora es?

Miré el reloj.

—Las nueve y media.

—Me siento como en ese anuncio del ejército: «Nosotros hacemos más cosas antes de desayunar que usted en todo el día».

—Sí, cosas más estúpidas.

—Ajá.

—¿Vamos a hacer una estupidez más?

—Vale.

Me metí con el coche por Larne y encontré sin dificultad el ferry que cruza el estuario hasta Islandmagee. Pagamos la tarifa y subimos el vehículo. Salió a la media hora y cinco minutos después atracábamos en Ballylumford, Islandmagee.

—Vamos a ver qué coartada se ha preparado esa tía para sus andanzas de anoche —dijo Tony.