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Conforme a sus deseos, Béatrice tuvo un varón, al que llamó Florian. Cuando acudí junto a ella, una hora después del alumbramiento, me sorprendió ver policías armados en el pasillo. En el cine, más que en la vida, había visto policías en un hospital, para vigilar a algún prisionero enfermo o para defender a alguna víctima de atentado o a algún personaje amenazado. Pero ¿en una maternidad? Mi primera suposición fue que alguna detenida había ido allí a dar a luz. Fue Morsi quien me desengañó:

—Es a causa de los rumores.

—¿Qué rumores?

¡Ah, sí! Ahora me acordaba. Desde hacía algunos meses corrían rumores de que unas bandas de sórdidos traficantes raptaban niñas de corta edad para «venderlas» en los países que carecían de ellas. Me había encogido de hombros y, en cierto sentido, con razón. La psicosis creada por esos rumores no tenía una medida acorde con los hechos establecidos. Siempre ha habido, un año con otro, cierto número de desapariciones de niños y de muchachas; nadie ha podido jamás probar, que yo sepa, que a lo largo de los años de los que estoy hablando, esos raptos se practicaran a una escala significativamente diferente.

Por el contrario, en lo que estaba equivocado era en subestimar la amplitud del miedo que se estaba propagando. Quizá habría sido más sensible si Béatrice hubiera tenido una niña.

Observado desde la perspectiva del tiempo, ese miedo era más que comprensible. En el Norte, las generaciones con déficit de mujeres estaban llegando a su madurez. He explicado ya de qué manera se había podido evitar lo peor, y repito aquí que el desequilibrio entre varones y hembras era modesto en comparación con las alteraciones del Sur. Con todo, no era insignificante, y los especialistas le atribuían el súbito aumento de la delincuencia entre los adolescentes. Después de las guerras, algunas sociedades habían conocido períodos en los que había un exceso de mujeres; a pesar de la miseria, a pesar de las privaciones y de las restricciones, se trataba, respecto a la Historia, de épocas de calma en las que los seres humanos recuperaban el aliento; hasta entonces, jamás se había podido observar, en toda su amplitud, unas sociedades en las que el exceso de hombres jóvenes fuera tan aplastante.

Si esa alteración se hubiera producido en un entorno normal, quizá se habría podido abordar con más serenidad. Pero decididamente, ese no era el caso. Después de los acontecimientos de Rimal, un viento de angustia había soplado por el mundo, unas corrientes de intercambios seculares se habían interrumpido brutalmente y otras habían disminuido; el planeta se había encogido claramente, se había acartonado, como una manzana enferma o demasiado madura; Rimal había sido antaño el abanderado de cierta prosperidad; su caída anunciaba, con gran estruendo, el advenimiento de una era nueva, la de la regresión y el hastío.

Prefiero esos términos al de «gran depresión», al que siguen apegados algunos contemporáneos sin imaginación. No es que yo niegue todo parecido con el jueves negro de 1929 y con todas las venerables angustias del siglo pasado, pero las comparaciones disimulan tanto como revelan; el siglo de Béatrice no es imitación de ningún otro, aunque descubramos aquí y allá en sus rasgos algunas monstruosidades caducas.

Los economistas explican mejor de lo que yo sabría hacerlo de qué manera el derrumbamiento del Sur hizo que se tambaleara la opulencia del Norte; saben describir el pánico de las Bolsas, las quiebras en cascada, las empresas arruinadas, los suicidios; se han publicado libros que especifican las cifras de la nueva pobreza.

Pero las cifras no hacen más que balbucear lo que las calles claman a voz en grito, todas esas calles desiertas, frías de terror. Cruzar una avenida parisiense que antaño era un hervidero y darte cuenta de que estás solo, oír tus propios pasos, sentirte espiado, quizá envidiado porque llevas un abrigo nuevo, pasar por delante de un café, descubrir que se acaba de cerrar con una reja de hierro; llegar a otro y encontrarte cuchicheando al oído del dueño algunas trivialidades resignadas; ese es el espíritu del siglo de Béatrice.

No se instaló por todas partes al mismo tiempo. La pobreza tardó años en propagarse, como una epidemia de un virus perezoso, pero indiscutiblemente contagioso. Las costumbres se adaptaron a todo esto. Mucha gente apenas podía sobrevivir y los que poseían medios para gastar tenían miedo o vergüenza de hacerlo; las grandes ciudades rebosaban violencia y los campos se hacían cada vez menos acogedores.

Los rumores de raptos no eran más que un síntoma del mal. Se reforzó la vigilancia en las maternidades, delante de las guarderías y en las escuelas; yo bendecía al cielo todos los días porque Béatrice había tenido un varón; los que tenían hijas debían escoltarlas sin cesar; incluso adolescentes, tenían que ir acompañadas, preferentemente por más de una persona.

Todos los gobiernos del Norte tuvieron que dedicar un creciente esfuerzo a la seguridad, pero si bien el espectáculo de esos dispositivos disuadía a ciertos seres de cometer sus delitos, recordaba igualmente a la población «normal» la inseguridad ambiente, y la desanimaba a aventurarse en las calles.

La gente permanecía, pues, en sus casas, para desgracia de los comercios, de los restaurantes y de los espectáculos. ¿Y qué se hacía en casa? Se miraba cómo desfilaban por la pequeña pantalla los relatos de las violencias cotidianas, primero las de la propia ciudad y las de los países vecinos, y luego las lejanas, pero obsesivas, que proseguían sin tregua en los países del Sur.

Esta edad de la regresión y del hastío era —¿por qué estoy hablando en pasado?, sigue siendo— la de la sospecha y de todas las amalgamas. Al de tez morena, al de pelo crespo, al extranjero se le considera como un transmisor ambulante de violencia. Yo nunca he visto las cosas bajo ese aspecto y nunca las veré así. La mujer que he elegido y amado, la hija que ella me ha dado y el yerno que he acogido y adoptado pertenecen los tres a la nebulosa sombra de los emigrantes, y yo mismo, por alianza, por amor, por convicción o por temperamento, siempre me he sentido solidario con ellos. Pero no tiraría la primera piedra a mis vecinos atemorizados, no desprecio su pusilanimidad y me guardo muy bien de argumentar; tienen en su defensa la apariencia de los hechos. Se creen invadidos por la miseria del mundo y por los rencores que la miseria acarrea, infame equipaje del que algunos emigrantes no se atreven a deshacerse.

¿Qué habría dicho si la gente todavía escuchara? ¿Que los antepasados tienen su parte de culpa? ¿Que nosotros tenemos la nuestra, abrumadora? ¿Que la miseria es tan mala consejera como la opulencia? ¿Que la salvación será universal o no será? ¿Que…?

Pero este no es el lenguaje del momento. Impotentes contra la lepra, nos volvemos contra los leprosos y erigimos muros de cuarentena. Prudencia secular, secular locura.