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Triste consuelo. La ruptura del mundo iba a tener en mi propio hogar el más reparador de los efectos.
Nunca había descubierto entre Clarence y Béatrice la más mínima complicidad —por otra parte, tampoco ningún antagonismo, ninguna fricción—, y me parecía que se sentían irremediablemente ajenas la una a la otra. Yo me esforzaba en acercarlas y, cada vez que se me presentaba la ocasión, provocaba entre ellas una conversación a solas, un cuchicheo, una confidencia… Tiempo perdido. Mi familia seguía siendo un triángulo sin base, Clarence y yo, Béatrice y yo, dos parejas perpendiculares, y esto, como ya tuve ocasión de explicarlo, desde antes del nacimiento de mi hija, cuando esta no era más que un proyecto, un deseo, formado en mí más que en mi mujer, que solo la llevó en su vientre para complacerme.
Fue a mí a quien Béatrice confesó su primer amorío. Me sentí tan emocionado, tan halagado, que no pensé en actuar como padre; si actuar como padre consiste en emitir alguna palabra conveniente, alguna consideración de autoridad, ese papel escrito por otros no me tentaba; yo tenía algo mejor: el privilegio de su confianza, dos lágrimas que cayeron sobre mi camisa, dos lágrimas que cubrí con la mano como para prohibirlas que se secaran.
Fue también a mí a quien Béatrice imitó cuando eligió estudiar biología en lugar de periodismo.
Los problemas de mi tribu estaban en esa fase cuando el accidente de Clarence vino a trastornar el juego establecido. Mientras la madre era madre y la hija era hija, sus relaciones habían sido frías, estiradas, por decirlo así. La imagen que yo evocaba con todas mis fuerzas, la de un padre y una madre abrazados, pletóricos de felicidad, junto a una cuna, jamás se hizo realidad; en el momento en que escribo estas líneas, tengo enmarcada sobre mi mesa otra imagen: padre e hija abrazados, junto a una silla de ruedas. Fue así como nos encontramos en virtud de esta inversión: Béatrice era tiernamente maternal y Clarence, decididamente filial; por fin eran amigas.
Después de tan larga gestación, su relación, lógicamente, no podía estancarse en aguas triviales. Fue, de golpe, apasionada e insaciable, como los amores de un marino fiel. Y fructuosa.
Un día, a mi regreso del Museo, me las encontré en una postura inesperada: Clarence dictando, desde su butaca, unas frases que se atropellaban, y Béatrice en el suelo, escribano en cuclillas ante una pantalla, tecleando concienzudamente la prosa materna. Un espectáculo que iba a convertirse en algo familiar. A veces, cuando mi compañera se callaba, nuestra hija se atrevía a hacer una pregunta o una objeción. Entonces discutían, se apasionaban, releían y corregían juntas. Una obra común tomaba forma. El «hijo» de ambas, del que, en el mejor de los casos, yo no era más que el padrino.
Otro que no fuera yo, se habría sentido amenazado, destronado; pero yo no soy así, su reencuentro me colmaba; las observaba, las escuchaba, y para interrumpirlas o llamarlas les gritaba: «¡Eh, chicas!», encantado de envolverlas así, confundiendo las edades, en el mismo vocablo protector.
Cuando sus artículos se publicaron, a modo de folletín, en un prestigioso diario, los acontecimientos les aseguraron una amplia y atenta audiencia.
La idea inicial no era nueva: en las sociedades humanas, como en los individuos, hay un principio masculino, que es principio de agresión, y un principio femenino, que es principio de perpetuación. Algunos hombres sufren de un exceso de hormonas masculinas o de la presencia de un cromosoma masculino supernumerario; esos seres son a veces inteligentes, pero de una inteligencia deformada, según dicen, por una agresividad extrema que tiende a menudo hacia la criminalidad; los anales de los tribunales cuentan con innumerables casos de ese tipo. ¿No estamos asistiendo a ese fenómeno, pero a escala universal? —se interrogaban Clarence y Béatrice—. Por culpa de algunos sabios sin escrúpulos, por culpa también de esa «falla horizontal» que nadie había sabido prevenir, ¿no habremos provocado nosotros en las comunidades, en las etnias, en los pueblos, y quizá en toda la especie esa gigantesca alteración?
No quiero debatir el valor de esta tesis; vale menos por su rigor científico que por su capacidad para adaptarse a la forma de los acontecimientos en curso, ante los cuales nuestros eruditos se veían desarmados. ¿Así que los pueblos del Sur se habrían transformado ante nuestros ojos en mutantes ebrios de violencia al verse privados de toda existencia normal y vedados de futuro? Para confirmar semejante visión había algo más que la apariencia de las cosas. Todos habíamos podido contemplar esas pirámides de edades deformadas, hábil transcripción de las monstruosidades cotidianas; desde Naiputo a Rimal, innumerables episodios de fuego y de sangre jalonaban ya nuestra memoria; y todos adivinábamos que el futuro cercano tendría los mismos colores.
Cuando nos encontramos de pronto en la otra vertiente del horror, todo parece lógico, evidente, esperado, ineluctable; sí, seguramente, todo era previsible, desde el instante en que se formó la «falla horizontal», desde el instante en que los secretos de la vida cayeron en manos de unos aprendices de brujo; todas las primicias del caos aparecieron ya en el siglo pasado; esas ciudades que se hundían, una tras otra, esas naciones que se desintegraban, esa huida absurda hacia milenios pasados, esas exclusiones, esos aislamientos.
La causa y el efecto, ¡qué genial superchería!, me dirán. En el infinito de las posibilidades, ¿quién habría podido reconocer a tiempo el viraje del apocalipsis? Responderé que he conocido hombres y mujeres que leían los secretos del mundo como en un libro abierto; algunos se han ido, otros están todavía a mi alrededor, y yo me caliento aún en su fuego sagrado. Hombres y mujeres que, lo repito, supieron ver en la «larva» los contornos de la «imagen».
Pero es en la «imagen» donde debo fijar la mirada por espacio de algunos párrafos. Hoy, todos pueden ver como yo en lo que se ha convertido el mundo y nada de lo que yo pueda escribir se desconoce, nada puede sorprender; pero esta es la absurda tarea que me he propuesto, testigo, dibujante de juicios, escribano de epílogos.
Aquellos que, como yo, han conocido la edad de las barreras difuminadas, aquel universo conectado a sí mismo por mil caminos luminosos, ¿cómo podrían reconocerse en este planeta tabicado? Jamás habría podido creer que aquella expansión sería efímera, que se levantarían tantos muros insalvables en los caminos y en las mentes.
Uno tras otro, los países del Sur se iban cerrando como se apagan los fuegos por la noche en un campamento. Pero no era para dejar un espacio al sueño; la oscuridad se instalaba de forma permanente y los párpados no esperaban ya el alba.
El siglo pasado nos había proporcionado cien ejemplos de sociedades que se hundían súbitamente en la demencia. Nos esforzábamos por ser compasivos, pero nos acostumbrábamos a ello; el mundo corría aún en un vértigo de alaridos y ayes de los que se rezagaban, de los que se hundían, de los que se quedaban sin aliento; la Historia tenía prisa y no podía detenerse en cada estación de amargura. Pero ¿adónde iba la Historia? ¿Con quién estaba citada y en qué fecha?
¿Quién habría osado predecir la regresión? Regresión, idea triste, risible, herética, incongruente. Nos obstinamos en mirar la Historia como un río que fluye en un paisaje llano, enloquece en terreno accidentado y se precipita por algunas cascadas. ¿Y si su lecho estuviera formado por adelantado? ¿Y si, incapaz de llegar al mar, se perdiera en el desierto, extraviado en un laberinto de ciénagas estancadas?
¿Palabras de desengaño? Solamente espero que mi Béatrice pueda envejecer en un mundo regenerado y que, en el futuro, unos gigantescos paréntesis encierren esas décadas malditas.
Desde antes de los acontecimientos de Rimal, algunos países del Norte desaconsejaban a sus ciudadanos que fueran a las regiones de riesgo. Púdica denominación, confinada en principio a las zonas que, como Naiputo, habían vivido ya su momento de orgía homicida.
Por supuesto, Rimal no había figurado jamás en las listas, ya que el general Abdano había terminado con la inseguridad, ¿no es así?, y desterrado la violencia; nadie le habría hecho la afrenta de hablar de riesgo refiriéndose a él. Su caída, tan brutal, y la suerte reservada a los extranjeros que vivían bajo su protección significaban que ningún destino era ya seguro desde el momento en que se cruzara la latitud del infierno.
Sin intentar ya no herir susceptibilidades diplomáticas, se comenzó a evacuar a decenas de miles de familias instaladas en el Sur. Unas cuantas cancillerías se aferraban aún a una última distinción entre los países donde la violencia estaba «declarada» y aquellos en los que solo estaba «latente». Sin embargo, los matices se desvanecieron con la desbandada que reinaba en el mundo.
Un reflejo muy comprensible, pero que aceleró el derrumbamiento. Con el espectáculo de esos miles de expatriados que reunían apresuradamente sus enseres para ir a amontonarse en los aeropuertos, ¿cómo habría podido la población local proseguir su vida cotidiana? Varios países que hasta ese momento estaban casi en calma se vieron envueltos en aquel frenesí; al éxodo de los extranjeros fue a añadirse el de las elites locales, e incluso el de la gente corriente, a la que el futuro producía espanto.
Aún hoy, cuando se saben muchas más cosas sobre el origen de los acontecimientos que afligieron al planeta, cuánta gente se niega todavía a ver a las poblaciones del Sur como víctimas para no conservar de ellas más que dos imágenes: cerca de nosotros, demasiado cerca, esas multitudes de emigrantes y, a lo lejos, esas hordas dementes que destruían con saña un mundo que ya no comprendían, por lo que, antes que todo, se castigaban a sí mismas. Quizá un día, un tribunal de la Historia pronuncie tardías sentencias por «privación de futuro».
Aquí, en el Norte, las desgracias solo nos alcanzan de rebote; pensemos de cuando en cuando en aquellos que sufren el impacto. Pensemos en esos países donde nadie se atreve a aventurarse, cerrados al mundo exterior, desmembrados en tribus que luchan encarnizadamente unas contra otras en medio del infortunio común, abandonadas por los mejores de sus hijos, sobreviviendo como mala hierba entre las ruinas. Y en el horizonte, otras ruinas.
Desde ese momento, en Rimal, como en los dos tercios del planeta, el tiempo se ha estancado. Los aviones ya no aterrizan ni despegan, a no ser, de cuando en cuando, algunos vetustos bombarderos; las carreteras, perspectivas infinitas que el general Abdano había trazado costosamente como para conjurar al desierto, se han borrado en pocos meses, ahogadas en las arenas vengadoras; las minas se han convertido de nuevo en cavernas, las máquinas se desintegran pacientemente a causa de la herrumbre y el olvido; en los barrios modernos, los edificios se yerguen aún, pero ennegrecidos, dañados, la mayoría de ellos reventados, cínicos monumentos a la civilización de un día. Un milenio pasado, dicen las piedras, uno más.
De Rimal, de Naiputo, de todo el Cercano o Lejano Oriente, y de África, y también de los tugurios del Nuevo Mundo, los hombres siguen huyendo, siempre que pueden, por barco o a lomos de mula. Son los últimos portadores de antiguas luces, escapan como las palabras de un moribundo. Para llegar al Norte, el norte del Mediterráneo, el norte de Río Grande, no necesitan brújula, sus antepasados les precedieron, el camino está inscrito en sus genes, su dureza es llevadera y sus rigores están salvados de antemano. En los países de acogida, muchos se consideran invadidos; pero ¿qué hacer?, no se tira de nuevo a un náufrago al mar.
Recuerdo haber leído antaño, de una pluma de las mejor intencionadas, una curiosa metáfora. Nuestro planeta, decía el autor, se parece a un cohete formado por dos cápsulas. Una se desencaja, cae hacía el suelo y en su caída se desintegra; la otra se separa y se lanza hacia el espacio, intacta y sin lastre. Incluso en el momento en que este texto fue publicado, habría sido fácil ironizar, imaginando, por ejemplo, lo que pasaría si el planeta de abajo se desintegrara, pero se quedara enganchado al de arriba por algún perno que no se hubiera soltado totalmente… Pero aquellas eran las ilusiones de mis contemporáneos, ingenuas, vergonzosas, mezquinas y, sin embargo, legítimas, como lo son todos los reflejos de supervivencia.