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Béatrice nació la última noche de agosto, algo prematuramente, como para llegar a tiempo a la vuelta al colegio, buena estudiante, pero ya alborotadora, insomne y glotona, con unos pies torcidos que trazaban sin descanso indescifrables semáforos. Curioso insecto rosa.

A la mañana siguiente, solo en el piso, afeitado, perfumado, me disponía canturreando a reunirme con las dos mujeres de mi vida en la maternidad, cuando recibí una llamada de lo más inesperada. Muriel Vaast. Quería hablar con Clarence.

¡Muriel Vaast! En las raras ocasiones en que su nombre aparecía aún en nuestras conversaciones, lo hacía a la manera de las latas que sirven de blanco en un puesto de feria. Pero ya no era la hora de los resentimientos, sino la hora de Béatrice y mi voz fue casi amistosa.

—Clarence está ausente por algún tiempo.

—Disculpe, pero… ¿sigue viviendo en esa dirección?

—¡Más que nunca!

No estoy seguro de que mi grito de felicidad estuviera dirigido a un buen auditorio. Muriel tosió, aparentemente confundida por esa especie de familiaridad.

—Tengo que decirle algo.

—Puedo pedirle que la llame cuando vuelva.

—No, no estoy segura de que lo haga. ¿Podría usted decirle de mi parte…?

—Si usted quiere, puedo grabarlo.

—Ah, sí, quizá sea lo mejor.

Puse en marcha el contestador.

—Querida Clarence. Las disculpas que te pido son tardías, pero sinceras y pensadas. Este verano he pensado mucho en… No, escuche, me siento rara; mejor le pongo unas letras.

—Si lo prefiere…

Este remordimiento que surgía diez meses demasiado tarde me parecía sospechoso. La mueca sonora que hizo Clarence se vio justificada dos días después, cuando los diarios publicaron en un buen espacio un informe de las Naciones Unidas sobre la «natalidad discriminatoria», una expresión que, por desgracia, no iba a pasarse de moda.

Según los autores —eran una decena de expertos de varios países—, se había comprobado una disminución significativa de nacimientos femeninos, «sin que se pudiera imputar a una única causa», sino más bien —pero el informe era muy vago— «a un conjunto de factores autónomos que convergían, parece ser, para producir esta alteración». Citaba principalmente «la generalización de las interrupciones del embarazo de carácter discriminatorio, la difusión de ciertos métodos de fecundación selectiva…». El fenómeno se había agravado considerablemente durante los cuatro últimos años, afectando a todos los continentes aunque de forma desigual.

Antes de hablar más detalladamente del debate que iba a producirse, debo reconocer que este me sorprendió constantemente, agradable o desagradablemente, y que a menudo me dejó desconcertado. ¿Será que por mi trato con los coleópteros soy un profano y un cándido cuando se trata de los seres humanos? Supuse que el informe suscitaría un vivo reflejo de supervivencia; solo provocó disputas de especialistas. No iré hasta pretender que mis semejantes estén desprovistos de cierto instinto de supervivencia, como individuos y como grupos y, en menor grado, como especie. Sin embargo, somos de una naturaleza demasiado compleja como para que ese instinto guíe firmemente y de forma duradera nuestras acciones, ya que se pierde en un sombrío bosque de ideas, de sensaciones y de pulsiones que se nos imponen como prioritarias hasta ocultarnos los imperativos de supervivencia. Por otra parte, el problema no es desconocido en ciertos insectos, como sin duda tendré ocasión de exponer aquí.

En este punto del relato, quisiera solamente consignar que después de la publicación del informe se habló mucho de él, pero que cada vez que se comentaba, la confusión crecía y la advertencia que contenía se volvía menos audible, menos creíble. Al cabo de algunos días, todo lo que habían dicho los expertos parecía verdadero y falso a la vez, fundamental y superfluo. Resultado: nulo. ¿No estábamos en la era de las luces cegadoras?

En mi recuerdo, ese debate permanece unido al nacimiento de Béatrice. Una nueva era comenzaba para mi minúscula tribu, pero quizá también para el resto de la humanidad. Cuando la «invitada» nos despertaba por la noche, y todas las noches, y más de una vez cada noche, Clarence y yo habíamos adquirido la curiosa costumbre de levantarnos juntos, ella para amamantar y yo —¿se me creerá?— para leerle a media voz los artículos que se referían a su tema, lo que nos permitió vivir ese período sin angustias exageradas; verdad es que estábamos los dos con permiso, puesto que mis clases no se reanudaban, en principio, hasta octubre y yo había pedido que se me dispensara de toda enseñanza hasta el final del primer semestre.

No era del todo el año sabático prometido a Clarence, pero su propio permiso iba a ser aún más breve. En los primeros días de noviembre dio por terminada aquella ociosidad forzosa; después de dos salidas frustradas, tenía prisa por comenzar por fin su investigación.

«Os dejo, a ti y a tu hija», lanzó un día con una sonrisa de liberación y la mano en el picaporte.

Luego, se fue por los caminos.

Su primera visita la condujo, por mi recomendación, a la región de Orleans, junto a Emmanuel Liev. Pero muy pronto perdí su rastro. Entre dos duchas, me gritaba que partía para Roma, o Casablanca, o Zurich; al día siguiente, una nota garabateada me informaba que había vuelto a casa para «cambiarse» y se había vuelto a marchar. El carrusel se prolongó tres semanas. Muriel Vaast la llamaba casi todos los días, pero Clarence se había puesto de acuerdo con un diario de gran tirada que le había adelantado todos los gastos de la investigación.

Su artículo se publicó en diciembre, poco antes de Navidad, y me parece que contenía las primeras informaciones serias sobre la emergencia del drama. No hablo aquí como amante, sino como científico y como lector asiduo. Yo había reunido todo lo que se había publicado en los grandes periódicos del mundo, y André, por su parte, me había inundado de recortes; por lo tanto, puedo asegurar que antes de la investigación de Clarence no había más que una alineación de hechos dispersos y de suposiciones. Gracias a las indicaciones precisas que Liev le había proporcionado, ella había sabido ir más lejos.

En primer lugar pudo confirmar, con las pruebas en la mano, que un equipo de investigadores, animado por el éxito de ciertas experiencias con los bovinos, había querido perfeccionar una sustancia capaz de actuar sobre los órganos genitales del padre, a fin de favorecer los nacimientos masculinos. Efectivamente, las autoridades superiores habían intervenido y el equipo fue sancionado y desmantelado, pero el proyecto estaba entonces lo suficientemente avanzado como para que pudiera continuarse en otros laboratorios, bajo cielos más pródigos.

Un hombre, en particular, se había dedicado a la doble tarea de producir y difundir la «sustancia», un tal doctor Foulbot, hoy tristemente famoso, verdadero cerebro comercial del equipo, a falta de haber sido su cerebro científico. Fue él quien tuvo enseguida la idea de expatriarse, de comprar en diversos países del Sur ciertas empresas que fabricaban desde siempre productos seudofarmacéuticos y de utilizar sus etiquetas para distribuir su nuevo producto.

Una de esas empresas, establecida en un puerto del Mar Rojo, fabricaba desde hacía dos siglos las «habas del escarabajo». Clarence se aplicó a relatar de qué manera el doctor Foulbot la había adquirido en los años noventa y cómo la había desarrollado hasta convertirla en una multinacional discreta pero tentacular.

«El talento de este hombre fue distribuir, con una etiqueta antigua, una sustancia revolucionaria, evitando decirlo públicamente, con el fin de no suscitar la desconfianza de las autoridades. Las “habas del escarabajo” y los productos similares nunca han sido totalmente legales, pero se les toleraba, y una red de vendedores los distribuía desde siempre a una amplia clientela crédula. De pronto, Foulbot proporcionaba a esta clientela, sin pregonarlo, un producto verdaderamente eficaz, casi infalible; su apuesta era que bastaría con que la fama de su mercancía corriera de boca en boca para que los clientes se multiplicaran, pero imaginándose cada uno de ellos que acababa de descubrir tardíamente las virtudes ya antiguas del producto, mientras que las autoridades, acostumbradas a que esos polvos supuestamente milagrosos se distribuyeran desde siempre, no se enterarían de nada. Como última precaución —tomada, parece ser, después de que los primeros artículos de prensa hubieron mencionado al “escarabajo”— Foulbot se había ocupado de que se multiplicaran las etiquetas y se cambiaran los envases».

Se supone, pues, que la «sustancia» había sido ampliamente difundida, sobre todo en los países del Sur y con innumerables nombres diferentes, permitiendo a Foulbot amasar una colosal fortuna, como puede imaginarse fácilmente.

Sabiamente, Clarence evitó extenderse sobre las consecuencias posibles de una utilización de la «sustancia» a gran escala; solo en el último párrafo y en términos generales, evocó este aspecto del asunto, contentándose en el resto del artículo con presentar los hechos y establecer sólidamente su credibilidad.

Por otra parte, gracias a ella y a algunas investigaciones posteriores inspiradas en gran manera en la suya, no se volvieron a poner en duda ciertas verdades: la existencia de dicha «sustancia», su gran difusión y la complacencia general con respecto a ella. Por el contrario, lo que fue objeto de una fuerte discusión, y durante años, podría reducirse a dos interrogaciones sucesivas: ¿Tendría la «sustancia» una influencia duradera y profunda sobre la población mundial? Y si ese fuera el caso, ¿sería esa evolución, después de todo, benéfica o nefasta?

No quisiera extenderme más sobre ese debate; es demasiado fácil examinar, pasado el tiempo, las previsiones de unos y de otros para distribuir críticas y aprobaciones. En este asunto, nadie fue un profeta infalible, pero algunos fueron menos ciegos que otros. Como Clarence. Sin embargo, no me parece en modo alguno superfluo repetir, en tres o cuatro párrafos, una opinión que estaba de actualidad en aquel momento y que iba a prevalecer aún durante algún tiempo. Nadie la expresó tan claramente como Paul Pradent en un artículo publicado solo algunos días después del de Clarence y que llevaba por título: «Una nueva población para el nuevo milenio». En él repetía ciertas ideas que había esgrimido durante su entrevista con Clarence, profundizando en ellas.

«No es la primera vez —decía Pradent— que, partiendo de algunas cifras y acentuando hasta la bufonada una tendencia apenas esbozada, se desemboca en unos argumentos absurdos. ¿Cuántas veces se nos ha anunciado el fin del mundo? Pero la Tierra es un huevo difícil de romper».

Luego, después de una corta digresión y de una referencia clara a mi compañera, continuaba:

«Se nos anuncia que unas sustancias recientemente perfeccionadas podrían disminuir el crecimiento de la población mundial. Antes que trazar curvas poco realistas para clamar contra la despoblación, ¿por qué no ver en ello, por el contrario, una etapa normal y bienvenida de la historia universal?

»En efecto, durante milenios la población mundial aumentó lentamente y de manera intermitente; si bien los nacimientos eran muy numerosos, los fallecimientos no lo eran menos; la mortalidad infantil, las epidemias, las guerras y el hambre impedían un aumento excesivo. Luego, entramos en una segunda fase, en el transcurso de la cual la mortalidad descendió gracias al progreso de la medicina y de las técnicas agrícolas; sin embargo, la natalidad, por el impulso adquirido, siguió siendo elevada. No obstante, esta fase no podía prolongarse indefinidamente. Era necesario, lógicamente, que la natalidad disminuyera y que la población mundial encontrara una estabilidad controlada y armoniosa. Este es el caso, desde hace algunas décadas, en los países desarrollados, que por eso gozan de paz y prosperidad. ¿No es deseable que suceda lo mismo en todas partes? ¿No es más bien aberrante la situación actual, a saber, que los países que pueden alimentar, vestir, cuidar e instruir a sus hijos tengan cada vez menos, y que aquellos que son incapaces de ocuparse de ellos tengan cada vez más?

»Si, por algún milagro, el exceso de población en los países pobres se redujera, veríamos cómo desaparecía, en una generación, la violencia, el hambre y la barbarie. La humanidad estaría al fin madura para entrar en el nuevo milenio».

Y Pradent concluía con esta fórmula que, pensándolo bien, parece cuando menos cómica: «¡Dejemos actuar a los mecanismos naturales!».

A pesar de esta pifia de la última línea —¿la «sustancia», un mecanismo natural?— la argumentación no era fácil de refutar, y comprendo que haya podido seducir. Por mi parte, al terminar de leer, me encogí de hombros. La lógica de Pradent era clara, pero yo soy un animal complicado. Cuanto más simple es una lógica, más desconfío de ella. Nunca he sabido por qué desconfío; algo en mi formación me hace ver la pulga en el lomo del elefante antes incluso de ver al elefante; algo en mi sensibilidad me aleja de las ideas que se dicen unánimes. También pesaba, desde hacía tiempo, la influencia de André Vallauris. Cuando estábamos juntos en su salón pasando revista al mundo, siempre me incitaba a apartar las ideas generales «como se apartan las mondaduras de una fruta, con delicadeza por consideración a la fruta, pero sin ninguna consideración para las mondaduras».