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Decir que la cama de los hombres se estremeció no es suficiente. Primero hubo algunas tímidas sacudidas, lejanas, imposibles o casi imposibles de detectar. Yo fui testigo de una de ellas por culpa, culpa perdonada, de Clarence.
No era extraño que al regreso de algún país con nombre melodioso, mi compañera se prometiera volver conmigo en las siguientes vacaciones y con la mente libre de toda investigación, para saborear con calma las serenas delicias con las que apenas se había humedecido los labios. Generalmente, sus entusiasmos no sobrevivían a otros entusiasmos, un sueño ahogaba a otro, como sedimentos de colores, amontonados, aplastados: Chittagong, Battambang, Mandalay, Yenné, Gonaïves… paraísos de todos los diablos.
Esa vez, sin embargo, fue menos olvidadiza. Se trataba de Naiputo, adonde había acudido para participar en una de esas conferencias «mundiales», como les gustaba llamarlas entonces, con doscientas delegaciones, que se presentaban, cada una de ellas, con su banderín, su folclore, su cautela, su discurso y la audaz esperanza de que los demás lo escucharan, miles de diplomáticos, de expertos, de periodistas… Cuento todo esto para explicar por qué Clarence, que llegó con retraso, encontró gran dificultad en conseguir alojamiento cerca de los congresistas, por lo que tuvo que marcharse a gran distancia del centro, a una residencia de construcción aún colonial, Uhuru Mansion. Era un edificio blanco y bajo que se prolongaba por dos alas formadas por una serie de bonitas cabañas, construidas a un nivel más alto que el suelo, a las que se accedía por un escalón y que daban a una pradera esponjosa salpicada de florecillas silvestres de color rosa.
Cada mañana, desde la ventanita de su cuarto de baño, mi compañera asistía al ir y venir de los sirvientes que llevaban hasta una interminable mesa, preparada al aire libre, las bandejas de papayas cortadas en rodajas, de carnosos mangos, de huevos revueltos y de Quaker oats, así como una enorme cantidad de humeantes cafeteras. A las ocho y media, una tímida campanilla avisaba a los huéspedes que podían acercarse; las puertas de las cabañas se abrían todas al mismo tiempo y la gente salía descalza, apresurándose con paso glotón. Pero a las ocho y media, el taxi de Clarence ya la estaba esperando, haciéndole señas: ¡con los atascos, no llegaría a tiempo a la sesión! Y Clarence, corriendo, apenas se atrevía a birlar una tostada o un plátano todavía verde…
«Había aterrizado en una pista del Edén, pero para una vulgar escala técnica». Tan grande era su frustración que antes de marcharse del lugar se obligó a hacer una reserva para la última semana del año, insistiendo en pagar una señal con objeto de que le saliera caro cualquier cambio de planes.
La idea me encantó. Sin embargo, se me hacía un nudo en la garganta al pensar en separarme de Béatrice en esas fiestas. Si solo hubiera dependido de mí, la habría incluido de buen grado en el viaje, pero sé que cuando se trata de ella soy poco razonable. Clarence, simplemente, se habría reído. En su vocabulario, existía «vosotros dos», es decir, mi hija y yo, y «nosotros dos», hombre y mujer; que pudiéramos cargar con la intrusa estaba, sencillamente, fuera de toda discusión.
África, negra de raza y con sus chillones colores, no fue más que una imagen en mi vida, una de esas imágenes que se creen fugaces y olvidadas, pero que animan en las horas sombrías y derraman esperanza y alegre bullicio.
¿Qué vi allí? Poca cosa, esas vendedoras exuberantes al pie de unos rascacielos avergonzados, esas cohortes de niños que domestican las calles, las tapias, los pilones, los descampados, y esos ojos de mujeres que sonríen, y guiñan, y se alejan con el paso lánguido de aquellas a las que el tiempo no apremia.
¿No es la paradoja de nuestra cultura que al convertirse en dueña del espacio se haya hecho esclava del tiempo? En África, a ese respecto, uno se siente menos dueño y menos esclavo. Si es que consigues evadirte de ti mismo. Yo intenté hacerlo. Ya sé que Uhuru Mansion no era el África profunda, ni siquiera el verdadero Naiputo; solo estábamos algunos blancos y algunos negros que compartíamos los frutos de una tierra generosa; pero ese era el tragaluz que necesitaba mi alma sedentaria.
Lo que Clarence me había ocultado, pecadillo venial de periodista, era que ella no había ido allí solo por la calma, el césped y las papayas con limón, sino también para hacer una «pequeña verificación», según me confesó cuando, el tercer día, íbamos por la carretera en un coche alquilado, yo conduciendo a la inglesa en el asiento de la derecha y ella consultando planos y guías. ¿No deseábamos ir hasta la línea del ecuador, aunque solo fuera para tocar con el pie el mojón que lo indica? Eso estaba a dos horas de Naiputo; de paso, podíamos dar un rodeo, solo una pequeña curva, para bordear el río Nataval.
Los que hayan leído la historia de los primeros años del nuevo siglo me habrán comprendido: a orillas del río Nataval estallaron, según dicen, los primeros actos de violencia relacionados con el asunto que nos concierne. Unos lugareños acusaron a las autoridades de haber distribuido «habas indias» —este era el nombre que tenían en África Oriental— por el territorio de algunas etnias con la intención de reducir su capacidad de reproducción y, a largo plazo, diezmarlos. Saquearon un dispensario y hubo una treintena de heridos, cuatro de los cuales eran unos turistas europeos que pasaban por allí; gracias a la desafortunada experiencia de estos últimos, llegaron a oídos del mundo estos incidentes que, en resumidas cuentas, fueron de poca importancia.
Clarence quería ver con sus propios ojos los daños causados al dispensario y hablar con los lugareños. En dos minutos, una muchedumbre vociferante rodeó nuestro coche; no había una actitud agresiva contra nosotros, solo un concierto de recriminaciones, unas en inglés, otras en suahili. Dos guardias, temiendo que nuestra presencia provocara nuevos disturbios, vinieron a pedirnos que nos fuéramos. No me hice de rogar; ese episodio no encajaba en mi concepto de vacaciones. Sin embargo, evité sermonear a mi compañera. Ella formaba parte de esos seres que se sienten culpables e inútiles en cuanto dejan de trabajar; ese baño de muchedumbre le tranquilizó la conciencia para el resto del viaje.
También le proporcionó unos testimonios de los que más tarde se serviría, ya que, muy pronto, estallaron otras revueltas en Sri Lanka, en Burundi y en África del Sur, provocadas por acusaciones similares. Jamás se pudo establecer, que yo sepa, que los métodos de natalidad selectiva fueran utilizados en aquella época como instrumento de discriminación contra grupos raciales, étnicos o religiosos. Pero la acusación se repitió incansablemente y la sospecha se propagó.
Nadie ignora que, en cada país, existen delicados equilibrios que hay que preservar. Que tal o cual dirigente haya podido considerar la difusión de las «habas» entre las etnias que le son tradicionalmente hostiles, preservando el crecimiento demográfico de los suyos, no me sorprende en absoluto. Un día, sin duda, los investigadores establecerán los hechos, que ya solo interesarán a un puñado de historiadores. Los hechos tienen menos importancia que las actitudes que engendran y, en esa circunstancia, íbamos a asistir, año tras año, a un desencadenamiento de acusaciones, de recriminaciones y de odios.
Sobre todo en las zonas rurales. Los habitantes de las ciudades se conocen menos, se cuentan menos. En un pueblo, si a lo largo de algunos años se comprueba una disminución brutal del número de hembras, los viejos, hombres y mujeres, se inquietan. Ellos son los últimos depositarios del instinto de supervivencia. Al sentir que su comunidad está amenazada, denuncian la maldición, regañan, alborotan, buscan responsables: ¿están los hombres «dopados»?, ¿son sus esposas cómplices?, ¿el dispensario?, ¿la etnia rival?, ¿las autoridades?, ¿y por qué no, el antiguo colonizador?, ¿no viene de su país la invención criminal?
No pretendo afirmar que, al visitar las orillas del Nataval, mi compañera y yo nos dábamos cuenta del abismo hacia el cual nos precipitaba esa sospecha universal, esa jungla de odios en la que todo el mundo se sentía víctima y solo veía a su alrededor animales de rapiña. El saqueo de un dispensario de pueblo no podía constituir, según ningún criterio, un acontecimiento notable. Sin duda, hubo por todo el mundo miles de incidentes similares, en los que ni el número ni la notoriedad de las víctimas justificaban que se hablara de ellos. Solamente inquietaron, a veces, a los gobiernos implicados.
Algunos responsables, muy pocos, tuvieron bastante pronto la clarividencia de denunciar la existencia de la «sustancia», a sus inventores y a sus fabricantes y de prevenir a sus administrados contra semejante plaga. Pero sus voces quedaron amortiguadas. La mayoría de los dirigentes se contentaron con prohibir, desde ese momento, la publicación de las cifras de los nacimientos desglosadas según el sexo, la etnia, la región o la religión. Incluso las cifras globales de la población se volvieron confidenciales, y las que se hacían públicas estaban, por regla general, muy rectificadas. Los demógrafos se echaban las manos a la cabeza y, al barajar los datos, hablaban de «regresión inimaginable», de un salto atrás de cien años; con todo, el asunto se integró en las costumbres y la gente se acostumbró enseguida a esos cuadros salpicados de «sin comunicados», «sin informes», «estimación» y otras confesiones de ignorancia.
Por otra parte, hay que reconocer que el método resultó eficaz. Se oyó hablar cada vez menos de esas iras de lugareños. Hoy se sabe que fueron numerosas, homicidas y no siempre circunscritas. Sin embargo, en aquellos años, suscitaron menos alboroto que las controversias que empezaban a agitar a los países del Norte.