V

En julio del año veinte del siglo de Béatrice, mientras Clarence, agarrada a mi brazo, daba su paseo matinal de un extremo a otro del cuarto de estar, fue anunciada, en una entrecortada noticia de última hora, la muerte del amo de Rimal, Abdano, «el muy piadoso general», déspota desde hacía dieciséis años de uno de los países más ricos del Sur.

Algunos años atrás, semejante desaparición no habría suscitado en nosotros más que un legítimo alivio; habíamos vivido, todavía jóvenes, esos períodos eufóricos en los que los moloch caían uno tras otro como bolos monstruosos ante nuestros ojos divertidos; pero el tiempo nos había cambiado, habíamos aprendido a temer el caos más que el despotismo. Desde Naiputo había habido demasiados derrumbamientos que habían engendrado demasiado salvajismo y demasiada regresión para que el cambio por sí solo nos entusiasmara, para que los eslóganes nos sedujeran. Sería risible, ¿no?, preguntarse si era yo el que envejecía o era la Historia, pero la respuesta sigue sin parecerme evidente.

Abdano, en el momento de su ascensión, había puesto fin a una monarquía totalmente corrompida; habló de libertad, de república, y esas vírgenes mil veces violadas habían vuelto a ser vírgenes; necesitábamos creer y Abdano nos había dejado creer. Cuando poco después de subir al poder había fusilado a un ayudante demasiado ambicioso, miramos hacia otro lado, convencidos de que no se podía condenar toda su experiencia por ese acto de legítima defensa. Convencidos también, pero no evaluábamos entonces lo que suponía nuestra actitud, de que como hijos del Norte, con nuestras necesidades cubiertas, privilegiados, antiguos colonizadores, no teníamos por qué dar lecciones a los pueblos del Sur.

Lo repito, no veíamos de ninguna manera lo que suponía nuestra actitud. Nosotros —es decir, yo, mi generación y las que nos rodeaban— nos indignábamos si un miembro de la oposición ucraniana era reducido al silencio, pero si un rimaliano era encarcelado, recuperábamos de pronto las nociones olvidadas de no injerencia. Se creería que la descolonización comenzó con Poncio Pilatos. Quizá fuera así como caló hondo en las mentes esa «falla horizontal», línea de división de los valores morales, o, como habría dicho un filósofo olvidado del tiempo de mi infancia, línea de división entre «los hombres y los indígenas». Precisamente en la época en que el apartheid retrocedía, esa noción de «desarrollo separado» se había impuesto a escala universal: de un lado, las naciones civilizadas, con sus ciudadanos y sus instituciones; del otro, una especie de «bantustanes», pintorescas reservas gobernadas según sus costumbres, ante las que teníamos que quedarnos boquiabiertos.

Recuerdo haber conocido a un universitario rimaliano que llegaba hasta añorar el tiempo en que aún se hablaba de «misión civilizadora»; al menos entonces se admitía, aunque solo fuera en pura teoría, que todo el mundo era susceptible de ser civilizado. En su opinión, era más perniciosa «la actitud que consiste en proclamar que, por definición y en el mismo grado, todo el mundo está civilizado, que todos los valores son equiparables, que todo lo que es humano es humanista y que, en consecuencia, cada cual debe seguir la inclinación inscrita en sus raíces».

El muchacho disimulaba su rabia con un velo de fría burla: «Antaño, teníamos que soportar el racismo desdeñoso; hoy, soportamos el racismo respetuoso. Indiferente a nuestras aspiraciones y enternecido ante nuestras torpezas. La más vil supervivencia, la más degradante mutilación se convierte en “herencia cultural”. ¡A cada cual su siglo!».

Ese era el sentimiento de numerosos rimalianos, sobre todo de la minoría más instruida. Por el contrario, Abdano se felicitaba al ver que se reconocía su carácter específico y su autenticidad; se envolvía en el amplio ropaje tradicional para dar a conocer expresamente que él pensaba jugar al juego del poder según sus propias reglas, que los antepasados aprobaban con gran complacencia. Y cuando, a veces, sus voces milenarias se callaban, Abdano sabía hacerse ventrílocuo y, gustosamente, falsario.

Durante mucho tiempo, su habilidad le había bastado. Sus súbditos eran dóciles, y nosotros, la gente del Norte, estábamos subyugados. ¿Estaba corrompido? ¿Era un depravado detrás de los altos muros de sus palacios? Quizá, pero preservaba en las calles, a garrotazos, la piedad colectiva. ¿Había colocado en todos los puestos importantes a sus numerosos hermanos y primos? En el Norte se habría hablado de nepotismo, pero al tratarse del Sur, se llamaba «asentamiento familiar». Así, muchas nociones necesitaban ser traducidas en cuanto cruzaban la «falla horizontal». Fue Clarence quien me lo hizo notar: a un europeo que se oponía a un régimen autoritario se le llamaba «disidente»; pero cuando mi compañera habló un día en un artículo de un «disidente africano», un redactor jefe, juzgando inadecuado el término, lo había reemplazado de entrada por «opositor», sin ni siquiera experimentar la necesidad de consultarla, como si corrigiera una falta de estilo o de ortografía. En el mismo orden de ideas, a un trabajador del Sur que se instalaba en el Norte se le llamaba «inmigrante», pero a un trabajador del Norte instalado en el Sur se le consideraba un «expatriado». ¡No confundamos!

No quisiera acumular los ejemplos, ya que mi única intención aquí es recordar a aquellos que tienen menos de treinta años, o que hayan olvidado qué atmósfera reinaba entonces, qué brumas formaban una cortina en cuanto se hablaba de las turbulencias del Sur.

El levantamiento contra Abdano había tenido lugar poco antes del alba. Unos oficiales de la guardia habían penetrado en el harén del general y le habían asesinado junto con la esposa que compartía la noche con él; en el mismo momento, otros militares se habían apoderado de la sede de la televisión para anunciar la muerte del «tirano infiel, apóstata, hipócrita, criado de Occidente, corruptor y esterilizador», y para llamar al pueblo a la rebelión. Fueron oídos inmediatamente; sin duda, tenían potentes repetidores en diversos barrios. Primero atacaron a los familiares del general, a los miembros de su clan y a sus colaboradores; más avanzado el día, y sin que se supiera si se trataba de la continuación del mismo plan de insurrección o de un cambio imprevisto de la situación, asaltaron los edificios modernos donde las compañías extranjeras tenían sus oficinas. Luego, cayeron sobre los barrios residenciales donde las casas de los expatriados alternaban con las de los rimalianos ricos; hubo entonces una orgía de asesinatos, de violaciones, de tortura, de destrucción; mucho más de destrucción que de saqueo, como lo dijeron los testigos supervivientes; los amotinados no reclamaban nada, no robaban nada, su odio no estaba cargado de codicia.

Es importante precisar esto, ya que se habló entonces —e incluso lo suelo leer hoy en algunos libros poco rigurosos— de un «nuevo Naiputo». ¿No resulta un poco simplista llamar así a toda explosión súbita que desemboca en el caos? Sin embargo, entre los dos acontecimientos había esa diferencia de naturaleza, a la cual Emmanuel Liev había hecho alusión en su discurso en Nueva York, que solo las personas cercanas a la Red de los Sensatos y a sus preocupaciones sabían entonces detectar; para simplificar diré que, en Naiputo, los amotinados tenían aún mujeres, pero no tenían ya hijas; en Rimal, los que se levantaron, empezando por los oficiales rebeldes, se sentían condenados a pasar toda su vida sin mujeres, sin hijos y sin hogar.

¿Por qué precisamente Rimal? Sin duda porque en ese país, rico y, sin embargo, retrógrado, la «sustancia» y los métodos parecidos fueron utilizados muy pronto y a una gran escala. En ninguna parte como allí la fe en la superioridad absoluta del varón era tan indiscutible, y en ninguna parte, de todos los países del Sur, era tan accesible la tecnología moderna, principalmente en el campo de la medicina. Sin ninguna barrera moral ni pecuniaria, los métodos de natalidad selectiva se habían difundido rápidamente por todas las capas de la población sedentaria o nómada. En Naiputo, todavía, en el año de mayor carencia, de cada cinco recién nacidos, uno era una niña; en Rimal, durante varios años sucesivos, el índice fue inferior a una niña por cada veinte varones —por supuesto, es solo una estimación, ya que Abdano fue uno de los primeros dirigentes en prohibir la publicación, e incluso el cómputo, de las cifras que concernían a la población.

¿Inconsciencia? ¿Ceguera criminal? Estas son las palabras que la prensa utilizó en los días que siguieron a la caída del amo de Rimal; sin embargo, en eso no se diferenciaba en absoluto de los demás dirigentes de la época. Muy pocos eran capaces de pensar seriamente en unas cuestiones que no se plantearían hasta quince o treinta años después; la mayoría prefería dejarlas como herencia envenenada a aquel que tuviera la arrogancia de ser su sucesor.

Por otra parte, todo el mundo creía que Rimal permanecería fuera del alcance de las turbulencias que agitaban el Sur. Se hacía como si se maldijera el puño de Abdano, pero en vista de lo que estaba ocurriendo un poco en todas partes, se le bendecía en silencio.

Una vez —recuerdo que fue tres o cuatro años antes de la explosión—, un organismo humanitario publicó el dato de que, en Rimal, y a lo largo de los doce años anteriores, había habido ochocientas cincuenta ejecuciones por causa de violación; el déspota hizo que se respondiera que esa era la ley de su país, la tradición de su pueblo, y que no se dejaría arrastrar por el camino que lleva a la perdición. Un discurso al que cada vez se hacía más difícil contestar, sobre todo porque se sabía a ciencia cierta que la violación no era ya un vulgar delito individual sino la expresión de una agresividad universal, cuyo desencadenamiento todo el mundo temía.

Quizá se comprenda mejor ahora mi perplejidad, así como la de Clarence, en aquella mañana de julio. Por la noche, y sobre todo al día siguiente, cuando se conocieron los relatos de las matanzas, no hubo ya lugar para la ambigüedad; por desgracia, tuvimos que adherirnos al sentimiento general, el de los responsables, el de los medios de comunicación y el de la gente de la calle que, sin dejar de formular sus reservas en cuanto al personaje derrocado y sus métodos, llegaban hasta añorar, como una edad de oro, el tiempo de la corrupción, del despotismo y de la duplicidad.

La rabia que se abatió sobre Rimal tenía, dentro de su horror y de su desmesura, algo de épico. No quisiera, por esta palabra, ennoblecer el crimen ni adornar de grandeza la locura destructiva. No, intento simplemente explicar que los acontecimientos adquirieron, desde los primeros días, un significado apocalíptico. Como si acabara de ocurrir algo irreparable, como si la humanidad entera fuera consciente de pronto de una pesadilla que, mal que bien, había conseguido ocultarse a sí misma. Por supuesto, allí estaban las imágenes del horror, el número de muertos, entre los cuales había miles de extranjeros —ni siquiera los gobiernos que se jactaban de transparencia osaban confirmar las cifras—. Pero más que eso, estaba esa sensación de que una parte del mundo, la mayor parte, la más poblada, estaba en trance de convertirse en un territorio prohibido, en un limbo donde nadie podría ya aventurarse, y con el cual pronto sería imposible cualquier intercambio.

Y de golpe, el Norte fue consciente de que ese «planeta de abajo», al que había tomado la costumbre de considerar como un peso muerto, formaba parte de su propio cuerpo, y comenzó súbitamente a vivir la decadencia del Sur como una mutilación, o peor, como una gangrena.