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Yo no había ido a Nueva York. La Red ya estaba ampliamente representada por Liev y por algunos miembros eminentes de diversas nacionalidades; y Clarence, mi adjunta en la secretaría, era mucho más útil que yo en ese viaje, aunque solo fuera por sus contactos con la prensa. Por lo tanto, había seguido la conferencia desde lejos y la presentación de Emmanuel me había parecido adecuada, quiero decir, lo suficientemente dramática como para suscitar el sobresalto que se imponía. La actitud de la asamblea, sobre todo, fue impresionante, incluso viéndolo por televisión, ya que el comentarista tuvo el buen gusto y el acierto de unirse al silencio de los delegados. En París era de noche, y Béatrice, que no se había ido a dormir, estaba a mi lado, acurrucada contra mí.

Guardo un recuerdo emocionado de aquella noche. Primero, porque era el triunfo evidente de todo aquello por lo que Clarence, André, Emmanuel y yo mismo habíamos luchado desde hacía años. Después, porque estaba asistiendo al acontecimiento en compañía del ser más querido. Al decirlo así, debe de sonar muy ingenuo, pero nunca hasta entonces había pasado una noche en vela a solas con mi hija. Por supuesto, cuando nació y en los meses que siguieron, hubo muchas noches de insomnio hambrientas y lloronas; no las cuento, era otra cosa, Béatrice era solo un gaznate, una larva; esta vez, era una verdadera mujercita, una auténtica y hermosa muchacha de catorce años. Eran las tres de la madrugada y acabábamos de compartir las mismas aprensiones, el mismo entusiasmo y también, al final, algunos dedos de champán.

Yo había decidido esperar a las seis de la mañana, medianoche en Nueva York, para llamar a Clarence a su hotel. Durante las horas de espera, le conté a Béatrice, por primera vez de forma coherente y cronológica, los acontecimientos que iban a ser el objeto de este libro. Por otra parte, fue aquella noche, al poner en orden mis recuerdos, al intentar organizarlos y encontrar, por decirlo así, «una lógica de confidencias», cuando me vino por primera vez la idea aún vaga, aún dispersa e indolente, de poner un día por escrito estas cosas intrusas en mi vida.

Mi primer proyecto era dirigirme a Béatrice, quizá por una sucesión de cartas o algún otro procedimiento ya experimentado, para hablarle del siglo que se extinguió a su nacimiento y de las pendientes por las que había resbalado; y quizá esbozar los rasgos del siglo que sería el suyo.

Los oradores, como los autores, conocen a veces ese instante en que la frase despega, como si se pasara de la fase del despertar a otra. Se embalan y se transfiguran. Ya no hablan, se abandonan y se escuchan hablar. Ya no escriben, se contentan con sostener la mano para que no traicione, montura insensible al viaje que se le hace emprender.

A lo largo de esa noche en vela en compañía de Béatrice, fui, durante dos largas horas, ese orador inspirado; si hubiera estado funcionando una grabadora, mi libro, hasta esta línea, habría sido escrito con un tono menos vacilante y con un rigor con respecto a los hechos mucho más acorde con mi naturaleza que el que persigo con dificultad a la edad que es hoy la mía.

El rostro de Béatrice no se movía, tendido hacia mí con la fe delicada de una flor de girasol. Al verla así, no me atrevía ya a interrumpirme, ni a apartarme del tema, ni a flaquear.

Cuando mi relato llegó a la reunión de Nueva York, señalé con un gesto teatral el aparato de televisión que acababa de apagar, como diciendo a modo de conclusión: «Y así es cómo…».

Béatrice volvió dócilmente los ojos hacia la pantalla que yo había señalado, pero inmediatamente los dirigió de nuevo hacia mí.

—¿Sabes? Cuando encuentre al hombre de mi vida, me gustaría que se pareciera a ti.

Iba a responder, con la sonrisa más tiernamente burlona, que todas las chicas han dicho siempre eso a su padre. Pero cuando pronuncié la primera sílaba, brotó una lágrima perversa y empezaron a temblarme los labios y las mejillas.

De rodillas en el sofá, Béatrice me secó las lágrimas con la punta de la manga, más juguetona que de costumbre.

—¿No es una vergüenza que todo un padre como tú llore como una niña?

—¿No es una vergüenza que una niña diga semejantes cosas a su viejo padre?

Me rodeó el cuello con sus brazos, como cuando era pequeña y yo la llevaba a casa de su niñera, guirnalda morena como siempre, apenas más pesada, y cálida, y húmeda, y perfumada del sano sudor de los niños.

Que aquellos que ven el incesto por todas partes no tengan miedo de interpretarlo a su conveniencia; hubiera querido estar hasta el fin de los tiempos en los brazos de esa niña de mi propia carne, con su peso aplastando mis costillas y sus cabellos esparcidos sobre mis ojos. ¿Por qué habría de apartarlos? ¿Qué otra cosa habría deseado mirar?

Ahora estábamos los dos callados; su respiración se hizo más lenta y su abrazo se fue aflojando. Moviéndome lo más despacio posible para no despertarla, pasé un brazo por detrás de su espalda y otro bajo sus rodillas y la llevé a su cama, donde la dejé.

Al incorporarme, sentí crujir una vértebra. ¡Maldita osamenta de cincuentón! Sin embargo, cuando todavía hoy, y sobre todo hoy, se me reaviva ese dolor a causa de alguna imprudencia, no se me ocurre quejarme. Y es que pienso de nuevo en esa noche en vela, en la carita de Béatrice, en su respiración de niña dormida, en esa carga dulce y pesada que deposité sobre la cama, y mi dolor, con el bálsamo del recuerdo, se convierte en caricia, en picardía, en un tierno y amoroso pellizco.

Fue al clarear el día, después de tres tentativas, cuando conseguí hablar con Clarence. Acababa de volver de una cena de trabajo dedicada a la redacción del texto final de la conferencia. Triunfante, pero agotada, tuvo fuerzas, sin embargo, para leerme los principales puntos, que repetían palabra por palabra las advertencias de Liev y recomendaban a los participantes, en un tono cortésmente imperioso, una serie de medidas: prohibición absoluta y global de la fabricación y difusión de la «sustancia» culpable y destrucción de las existencias; una legislación unificada relativa al tráfico de niños; un fondo generosamente dotado para ayudar a los países incapaces de hacer frente a la situación por sus propios medios; y sobre todo, una amplia campaña mundial, a bombo y platillo, con el objeto de explicar la razón del desencadenamiento de los odios.

Ya he explicado suficientemente en las páginas anteriores, pero debo insistir en ello de nuevo, hasta qué punto esta última tarea era gigantesca. No se trataba ya simplemente de la «sustancia», ni de todos esos acontecimientos a los que he podido hacer alusión en este libro. El problema era inconmensurable, e incluso este vocablo pomposo resulta aquí un eufemismo anodino: se trataba ni más ni menos de apaciguar, mediante una campaña de información, todos los odios que, a lo largo de milenios, habían enfrentado al hombre contra el hombre. Dicho así, ¿no basta para revelar lo angélicamente absurdo de semejante tarea? ¿Por qué milagro se podría llegar a ese convencimiento? Hablé de ello con Clarence aquella mañana y muchas otras veces en las semanas siguientes.

Ella pretendía, lo que tenía alguna apariencia de lógica, que la humanidad tenía miedo, que sentía, más que nunca anteriormente, hasta qué punto estaba amenazada su supervivencia, y que la actitud de todas las naciones en Nueva York demostraba que era posible una conmoción, en todo caso, que no era impensable. Evidentemente, no se trataba de desterrar los odios —matizaba ella—, sino de frenar su explosión actual, provocada por la «sustancia». ¿No había habido en el pasado una conmoción comparable frente al riesgo de una guerra nuclear, lo que había permitido, efectivamente, evitar el cataclismo? Además —añadía—, hoy se dispone de medios de comunicación y de persuasión que nunca hasta ahora habían existido; si se emplearan por todas partes al mismo tiempo, con una determinación sin fallos y medios ilimitados, el milagro podría producirse.

Clarence argumentaba con pasión, con vehemencia, con el empecinamiento del que lucha por su supervivencia y la de los suyos.

—¡Puesto que ninguna doctrina ha conseguido desterrar el odio, quizá el miedo sea mejor consejero! ¡Quizá nos quede hoy esta oportunidad única!

—¡Estás hablando como Emmanuel Liev!

Mi frase, aunque anodina, pareció turbar a mi compañera. Permaneció algunos instantes silenciosa y jadeante antes de decir con una voz súbitamente apagada:

—El drama es que Emmanuel habla en público como yo, pero piensa como tú.

Sintiéndome un poco culpable de haber roto así, en pocos minutos y a distancia, el conmovedor entusiasmo de Clarence, intenté arreglarlo:

—Ya sabes que Emmanuel es como André Vallauris. En su infancia, vieron el odio tan cercano que ahora pueden olfatearlo desde lejos, desde muy lejos. Este es su mérito, aunque tienen tendencia a verlo como un espectro aparentemente invencible. Yo mismo he estado siempre muy influenciado por André. Si me hiciera caso a mí mismo, si cediera a mis verdaderas tentaciones, me encerraría en mi casa a maldecir al mundo, a predecir diluvios, y cuando se produjeran, me sentiría dividido entre la alegría por haber tenido razón y la vergüenza por haberme alegrado así. Vamos, Clarence, no pierdas el entusiasmo, lucha, pon en ello toda tu pasión, porque aun cuando los acontecimientos confirmaran mi duda, esta sería siempre menos noble, menos honorable que tus más ingenuas esperanzas.

«Te quiero» fue su respuesta desde Nueva York a París. Las mismas palabras partieron de vuelta como un eco de París a Nueva York. Luego, añadí:

—¡Y ten la seguridad de que siempre podrás contar hasta el final con tu Sancho Panza!

Hoy tengo que reconocer que en la promesa que acababa de hacer a mi heroína había tanto amor auténtico como auténtica duplicidad, ya que, si bien estaba dispuesto a secundarla hasta el final, no sería de la misma manera que lo había hecho hasta entonces. Quería estar a su lado, a su alrededor, envolviéndola con mis atenciones, asegurándole, y esto lo digo sin sonrisas, un reposo del guerrero confortable y estimulante; en resumen, estaba dispuesto a ser compañero y hermano, hijo y padre, y más amante que nunca. Sin embargo, en mí estaba naciendo una tentación que iba a hacerse cada vez más imperiosa: la de huir de toda actividad pública para volver a mi laboratorio, a mis libros eruditos, a mi microscopio y a mis queridos insectos.

Sabía que el momento estaba mal elegido, que Clarence tomaría semejante actitud como una traición, una deserción, y que tendría razón. Con todo, ese mismo día, animado por ese exceso de obsesión que procuran las noches en vela, decidí llamar al director del Museo, que me propuso ir a verle.

Me dirán que fui demasiado expeditivo, tanto más cuanto que aún no había tomado ninguna decisión. Estoy de acuerdo, pero con las tentaciones hay que actuar como con ciertos insectos que rara vez se encuentran: si te cruzas con ellos, aunque estés buscando otra cosa, hay que pararse a capturarlos, a catalogarlos, a dotarlos de una nomenclatura, aunque luego los olvides diez años en un cajón.

Me di una vuelta, pues, por el Museo, simplemente para decir al director, un colega desde hacía mucho tiempo, que no excluía volver algún día a mi laboratorio, y para oírle decir que siempre habría un sitio para mí en la «casa», cuando yo lo deseara y según la fórmula que quisiera. Me atrevo a decir que señalamos una fecha sin fijarla. Era exactamente lo que yo quería.

Al salir de su despacho, me sentí súbitamente embriagado de excitación y de felicidad; en lugar de cruzar inmediatamente la calle para volver a casa, deambulé por el Jardín Botánico con las manos cruzadas detrás de la espalda, la mirada en la lejanía y el paso vivo y firme. Y con cada paso, mi tentación se afirmaba, se confirmaba, se implantaba en mí como una evidencia que hubiera estado largo tiempo amordazada. ¿Cómo había podido forzar hasta ese punto mi naturaleza y meterme en esa vida pública que siempre he considerado tiránica y despreciable? Delante de mi microscopio, como ante la vida, siempre he querido ser de los que observan y no de aquellos a los que se diseca. ¿Por qué perversión inconsciente había podido cambiar mi lugar por el del insecto? ¿Por qué insondable desmesura había podido pavonearme y exhibirme?

Cuanto más me paseaba por las avenidas, más aceleraba el paso; cuanto más me irritaba, más eufórico me sentía con respecto al futuro. En cuanto tuviera ocasión, hablaría con Clarence y con Emmanuel, y, luego, empezaría sin tardanza mi metamorfosis, cambiaría de aspecto, me dejaría crecer una barba enmarañada y canosa; enmarañada como es de rigor en un científico decidido a serlo y a no ser otra cosa, y canosa como debe ser la de un cincuentón. Así, durante un tiempo, nadie me reconocería excepto los íntimos. Nunca he soportado sin sufrir la mirada de los otros. No es miedo a las muchedumbres, ya que no me importa estar en un lugar bullicioso y abarrotado si estoy allí anónimamente; pero entrar, por ejemplo, en un restaurante donde una persona, una sola, puede reconocerme, me resulta insoportable y salgo de allí físicamente dolorido.

¿Cómo, entonces, ha podido usted enseñar? —me preguntarán—. Voy a confesar la estratagema a la que recurría para vencer mi fobia: siempre llegaba a clase antes que mis alumnos, penetraba en una sala vacía, me sentaba, extendía mis papeles y me arrellanaba en mi silla con aire absorto. Nada podía ya trastornarme. Pero cuando tenía que entrar en un anfiteatro y cruzar el pasillo central ante todas las miradas para subir a la tribuna, sufría a cada paso y habría dado diez días de mi vida por encontrarme en otra parte. Y, una vez sentado en mi sitio, necesitaba un minuto largo para recuperar el aliento y articular alguna idea inteligible.

En una palabra, no soy y no he sido nunca un animal público. Mañana —me ilusionaba yo, amparándome en mi escudo hecho de barba— me convertiré de nuevo en el hombre que siempre he deseado ser: un peatón meditabundo, fascinado por los animales más pequeños y congénitamente indiferente a los más grandes.

No esperaba más que una ocasión: fue, por desgracia, la más dolorosa: la muerte de Emmanuel Liev, que le sobrevino cuando faltaban algunas semanas para que cumpliera ochenta y nueve años, en la serenidad de su casa de campo.

Él no había sido el «inventor» de la Red de los Sensatos, puesto que el mérito le corresponde a Vallauris; pero, excepto eso, lo fue todo para nosotros. Gracias a ese sabio la Red había conseguido audiencia y cada uno de sus éxitos; desde ese momento, nos encontrábamos con una organización de las dimensiones del planeta, a la que solo la presencia del «Viejo» daba fuerza y cohesión; evidentemente, su desaparición hacía necesaria una revisión de las estructuras y del funcionamiento. A falta de una persona que tuviera su misma talla, había que constituir una oficina internacional en la que la calidad y la notoriedad de sus miembros pudieran llenar el vacío dejado por Emmanuel; se imponía igualmente una secretaría más importante, con una sede central, oficinas regionales, comités locales, un presupuesto…

El conjunto de esta renovación —probablemente necesaria, debo admitirlo— se desarrolló en medio de un circo de tratos y de conciliábulos. Ya sé que eso es lo que pasa en todas las asambleas humanas, en las más santas congregaciones, en los más sagrados colegios… Pero yo no podía soportar todo eso. Me sentía lejos, en cuerpo y alma. Por otra parte, desde la muerte de Emmanuel, me estaba dejando crecer la barba. Y nadie, ni siquiera Clarence, ni siquiera Béatrice, vio en ello otra cosa que una anticuada expresión de duelo.