C

Era un lunes, el primero desde mi regreso de El Cairo, pero yo ya había vuelto a mis costumbres y había borrado todos mis recuerdos; y cuando el profesor Hubert Favre-Ponti vino a hacerme su visita semanal, con su delantal blanco y un vaso de humeante café en cada mano, no se habló para nada de escarabajos ni de egiptología, sino de periodistas y de langostas migratorias.

De langostas, porque esa plaga era la especialidad de mi colega; de periodistas, porque cada vez que una región resultaba devastada —generalmente la del Sahel en África y con una media de un otoño cada tres— era a Favre-Ponti a quien venían a interrogar. Esto parecía un injusto privilegio a los ojos de los numerosos colegas que habían elegido, como yo, unos objetos de estudio menos dañinos para la humanidad, y que estaban condenados por ello a proseguir las más brillantes carreras en la más cavernosa oscuridad.

Si Favre-Ponti era consciente de su suerte y de las envidias que suscitaba, no lo manifestaba. Cuando «su» plaga aparecía, pasaba la mitad del tiempo recibiendo a los periodistas y la otra mitad quejándose.

—Ya ves, querido colega, tienes delante de ti a un jovenzuelo de la edad de tus estudiantes y en cuanto te lanzas a una explicación más profunda, deja de tomar notas, escudriña el techo y las estanterías o te corta en mitad de una palabra para pasar a otra cosa. Además, nunca sabes qué necedades pondrá en tu boca al día siguiente. Allí donde tú has dicho «acrídidos en fase gregaria», te hace decir «una nube de langostas».

Quizás Favre-Ponti solo intentaba quitar importancia a su privilegio para alejar las iras de sus colegas, pero aquella mañana solo percibí en sus palabras una coquetería irritante y bastante indecente. Sin dejar de ser cortés, quise ponerle en su lugar.

—No he hablado con la prensa muy a menudo, pero solo porque no me lo han pedido. En las raras ocasiones en que se han interesado por mí, he respondido de buen grado. Un poco, como todo el mundo, para halagar mi vanidad, pero no solamente por eso. Siempre he pensado que, por medidas de higiene mental, debía dirigirme lo más frecuentemente posible a un público que no estuviera condicionado, a unos oyentes que no esperaran de mí una nota a final de curso. Así es cómo se corrigen los tics verbales y se afina la jerga. A mí no me molestaría decir «langostas» en lugar de «acrídidos». No se lo diría a unos estudiantes de entomología, pero al gran público, ¿por qué no?

—¿Así que estarías dispuesto a decir «una nube de langostas que clavan sus ojos rapaces en las verdes praderas codiciadas»? ¡Pues bien, ve y dilo! Una periodista va a venir a verme a las once, voy a enviártela. Sí, sí, voy a enviártela.

—Esto no es serio, Hubert, sabes bien que no soy un especialista.

—¿Crees que ella notará alguna diferencia?

No estoy seguro de que en estas palabras ni en la mueca que las había acompañado hubiera el menor rastro de cumplido hacia mí. Por otra parte, mi colega se apresuró a tirar desdeñosamente su vaso vacío en mi papelera y a salir de mi despacho riéndose a carcajadas.

No intenté retenerle. Me había lanzado un desafío y simulaba que le divertía; a mí también me divertía aceptarlo.

Fue así como Clarence entró en mi vida, a las once y tres minutos, con los saludos del profesor Favre-Ponti, que estaba «muy ocupado». Ese auditorio que no estuviera condicionado, ese auditorio sin deferencia que yo deseaba, iba a tenerlo toda mi vida. Sin deferencia, pero sin denigración. Y sobre todo, sin cansancio.

En este punto, me siento obligado a introducir la palabra «amor», aunque no sea más científica que «langostas»…

Hasta entonces, solo había conocido a otra persona que se llamara Clarence, y era un hombre, un viejo entomólogo escocés muy erudito; mi Clarence era menos erudita y menos vieja. Y tan mujer…

Recuerdo que lo primero que miré fueron sus labios, barcas de color rosa oscuro tendidas hacia la lejanía como en algunos frescos egipcios. Luego contemplé sus hombros detenidamente. Siempre me llaman la atención los hombros, son ellos los que dan elegancia a los brazos, al cuello, al busto y a la piel; los que determinan el aspecto, la actitud, el porte de la cabeza, la armonía de conjunto de los movimientos y de las formas; en una palabra, la belleza.

Mi visitante llevaba un jersey blanco de angora, resplandeciente sin ser llamativo, que le caía a cada lado desde lo alto de los brazos, rodeando unos hombros bien formados y altivos, morenos y desnudos. Los hombros descubiertos con gracia, púdica ofrenda, me inspiran a menudo una ternura ardiente, el impulso de acariciar eternamente y el deseo de abrazar.

A pesar de todo lo que acabo de escribir, no mentiría al afirmar que la belleza de Clarence ha tenido poca influencia en la continuación de nuestras relaciones. No es que yo sea, o haya sido jamás, insensible a la estética, ¡no, por Dios! Pero solo me seduce de forma duradera la inteligencia del corazón, providencial si se reviste de belleza, patética si está desprovista de ella.

A la llegada de «la periodista», solo me preocupaba mi especie de apuesta con Favre-Ponti. Por eso había pasado los minutos que precedieron a la entrevista preparando mentalmente lo que iba a decir, en qué orden y con qué palabras. Tenía que ser claro a los oídos del público y a la vez irreprochable a las exigencias de mis colegas; sabía que no se me perdonaría ningún desliz de lenguaje.

Clarence se había sentado frente a mí, con las rodillas juntas a la manera de mis más tímidas estudiantes. Pero para mí, ella era la que examinaba. Y cuando, igual que esos jovenzuelos que tanto irritaban a mi colega, dejó de pronto de tomar notas, me quedé totalmente desconcertado. Las palabras se me atragantaban. Despaché mi perorata en dos medias frases para balbucear:

—… pero me estoy alejando, quizá, de lo que interesa a sus lectores.

—De ningún modo, se lo aseguro.

Me incliné por encima del escritorio mirando fija y ostensiblemente su cuaderno de notas.

—Si hay alguna palabra que no comprende, no dude en hacérmela repetir. Ya sabe, es difícil liberarse de la jerga.

—Comprendo perfectamente todo lo que dice usted, ¡siga hablando, por favor!

Su sonrisa era radiante y su protesta de sinceridad, conmovedora. Solo que su «¡Siga hablando, por favor!» no significaba «Prosiga su razonamiento, me interesa», sino más bien «No pare la música, me arrulla». Me había encontrado «decorativo y melodioso», confesaría más tarde; en aquel momento no se habría atrevido a pronunciar unos adjetivos tan inconvenientes, pero era como si lo hubiera hecho. Yo no estaba acostumbrado a que me escrutaran de esa manera y tenía la insoportable impresión de encontrarme en el lado malo del microscopio.

—No estoy seguro —dije al fin— de que esta sea la clase de explicación que necesiten sus lectores.

—Sus explicaciones me interesan sobremanera, solo que estaba pensando en otra cosa.

—Su mente joven volaba en otra parte —decreté lo más paternalmente posible.

—Nada de eso, es aquí donde mi mente vagabundea. Todo lo que veo a mi alrededor me impresiona y me hace soñar: este laboratorio, ese jardín, las plantas, los insectos, su delantal de sabio, sus gafas pasadas de moda y, sobre todo, este escritorio majestuoso con sus cajones que encierran tanta ciencia misteriosa y polvorienta a la que seré ajena toda mi vida.

Recuperó el aliento y sacudió sus cabellos oscuros como para despertarse mejor.

—Ya está, ya le he dicho lo que me distraía. A usted debe parecerle anodino, sin encanto y sin poesía todo lo que le rodea.

—Confieso que este lugar ya no me impresiona. Y en cuanto a este escritorio, diría que más bien me inquieta. Usted lo ve así, majestuoso, macizo, pero bajo esa falsa apariencia está minado por una red de galerías por donde cabalgan alegremente colonias de carcoma. A veces, por la noche, cuando trabajo hasta tarde, me parece oír el ruido de sus mandíbulas; y un día, habrán trabajado tan bien que bastará con que ponga aquí mi cartera para que todo se derrumbe, para que este escritorio macizo y respetable se hunda por todos lados, reducido a un montón de virutas y de excrementos. Solo entonces, la dirección pensará quizá en proporcionarme otro, a no ser que todo este vetusto edificio se derrumbe también a la misma señal.

Mi visitante se echó a reír alegremente y me miró de esa manera en que todo hombre querría que las mujeres le mirasen. Turbado, enardecido, insidiosamente tranquilizado por la estilográfica que ella había tapado y guardado, me lancé sin reserva a un discurso sobre el Museo, los profesores, los estudiantes, el director, un enorme y abigarrado fresco de caricaturas que habría hecho las delicias de una reunión de antiguos alumnos. Pero frente a una periodista a la que veía por primera vez…

—¡No irá usted a publicar esto!

Solo una sonrisa forzada dio, in extremis, cierta dignidad a mi grito angustiado. Clarence me miró fijamente sin hablar. Nunca un alma de insecto fue tan minuciosamente escrutada. Ciertamente, lamentaba mi palabrería; sabía que cada palabra que ella repitiera me separaría irreparablemente de mis alumnos, de mis colegas, de todo ese mundo donde había elegido situar mi existencia útil. Pero no se trataba de eso, aún no. Más tarde, dentro de un minuto, de una hora, me abandonaría al remordimiento. Más tarde, sentiría vergüenza.

En ese instante, estaba esa mirada de mujer y no habría soportado ver que de ella desaparecía ese destello de estima; a ningún precio habría querido desacreditarme con una súplica temblorosa y mezquina.

—Y ahora —dije desperezándome—, ahora que le he confiado mi testamento, puedo morir en paz.

Por su risa, comprendí que había ganado la partida.

Y la gané más allá de todo lo que yo tenía derecho a esperar. Su artículo, publicado diez días más tarde, era una verdadera oda de amor al Museo y a su Botánico, «oasis desconocido en el corazón del desierto urbano», «último refugio de las ciervas…, y de los sabios a la antigua, vestidos con levita, o casi». El espécimen de esos sabios a la antigua no era otro que yo, discretamente llamado «el profesor G.», del cual evocaba en términos afectuosos «la silueta esbelta hasta el copete, y tan inclinada hacia delante que no podría mantener la vertical si sus pesados zapatones no hicieran contrapeso».

Valiéndose de su lirismo, no se contentó con hacer de mí un investigador y un maestro, sino que dio a entender que yo inspeccionaba todos los días el Botánico y sus animales; poco menos que era yo quien alimentaba a las ciervas con mis propias manos. Sin duda, necesitaba esa imagen de genio agreste para justificar el título: «En el paraíso del profesor G.». En resumen, una mezcla de verdad y de sueño de la que yo salía, tengo que decirlo, desmesuradamente engrandecido.

Por supuesto, ni una palabra de mis confidencias. ¡Ni la menor alusión, tampoco, a mi laborioso discurso sobre las langostas migratorias!