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Al día siguiente de mi regreso de África y por una nota escrita con una letra desconocida, me enteré de que André Vallauris acababa de morir. París estaba totalmente nevado. Mi padrino había salido a deambular por su calle y se había sentido repentinamente enfermo.

El funeral tuvo lugar en la intimidad. Clarence quiso acompañarme y también asistieron Irene y Emmanuel Liev y tres colegas de Vallauris, así como una mujer más bien joven que ninguno de nosotros conocía, pero que, evidentemente, hacía el papel de viuda. Sin lágrimas ni velo de desconsuelo; su manera de insultar a la muerte era ser bella, la más bella, la más elegante, para testimoniar que André supo amar la vida hasta el final y que la vida supo amarle.

Dada su edad, sin duda cercana a la cuarentena, debía de ser todavía una chiquilla cuando mi padrino ya me recomendaba: «Limitarse al más noble libertinaje: no hacer jamás el amor fuera de los lazos del amor; y sin consideración para el matrimonio». Sin duda alguna, la «viuda» había entrado en su vida después de una serie de diversos amores; sin embargo, tuvo el doloroso privilegio de ser la última compañera. ¿Viviría con él? ¿Se escondería en alguna habitación alejada los domingos que yo iba a verle? ¿O bien se apresuraría a salir antes de la hora de la cita?

En todo caso, fue su mano la que estreché la primera al final de la ceremonia; todos los demás se colocaron en fila detrás de mí para hacer lo mismo. Ella se sometió a ese ritual inesperado con un rictus imperceptiblemente divertido; quizá pensara en la sonrisa de André si pudiera ver la escena.

De todos nosotros, el más afectado era Emmanuel, a quien su mujer miraba de reojo con preocupación. Ver desaparecer al «pequeño» le hacía sentir con más fuerza los sobresaltos de su corazón y los crujidos de sus huesos. Di algunos pasos con él en dirección a los coches.

—¡Ese chico malo de Vallauris andando por la nieve, él que no soportaba el frío!

Estaba furioso contra André. Respondí con una trivialidad sobre el destino, el tiempo, lo inevitable.

Acababa de despedirme de los Liev cuando la «viuda» me alcanzó.

—He encontrado este sobre para usted sobre el escritorio de André.

Dejé el volante a Clarence para leer la carta por el camino. No era un testamento, pero la desaparición de mi amigo le confería la misma solemnidad. En el sobre había un sello ya pegado y mi nombre y mis señas. El texto decía simplemente:

«Tengo una idea que me gustaría discutir contigo en nuestro próximo encuentro; te la expongo ahora para dejarte tiempo para reflexionar sobre ella y hacer que madure; quizá podamos plasmarla sin demasiados retrasos.

»Es esta: me parece que es el momento oportuno de formar un grupo, que yo llamaría provisionalmente la “Red de los Sensatos”, que se extendería por un gran número de países y tendría por misión alertar a la opinión pública y a las diferentes autoridades de los peligros que supone la manipulación irresponsable de la especie humana. Estoy indignado por la forma trivial con que se ha tratado este fenómeno y por la indiferencia de mis compatriotas, indiferencia tanto más incomprensible cuanto que el peligro no se limita a los países del Sur; sería tan ilusorio como criminal celebrar o tolerar una solución mágica y final de nuestros problemas por la execrable vía indirecta de un genocidio rastrero.

»He pensado en Liev para presidir esa “Red”, y en ti, juntamente con tu compañera, para atender la secretaría y por lo tanto la gestión efectiva.

»Tengo algunas ideas al respecto, de las que hablaremos cuando vengas a verme».

Esta última frase hizo que volvieran a mi memoria los setenta y cinco domingos, aproximadamente, de «nuestra» conversación. Vallauris me había proporcionado un irreemplazable caudal de conocimientos y de existencia y yo le debía a su memoria recoger con fervor la idea que se le había caído de las manos. Aquella misma noche llamé a Liev, sin dudar un instante de su respuesta. Él tenía las mismas preocupaciones que André y quería, como yo, rendirle homenaje de esa manera.

Pero ¿no pensaba que el nombre de «Red de los Sensatos» era algo pomposo y una pizca risible?

—De ningún modo —contestó él acaloradamente—. La sensatez es la virtud olvidada de nuestro tiempo. Un sabio que no es también sensato es peligroso o, en el mejor de los casos, inútil. Y además la palabra «red» tiene un tufillo de misterio, de ambigüedad, de pillería, que despertará la curiosidad de la gente. No, André no se equivocó, la Red de los Sensatos es un buen distintivo. ¡Me pongo en marcha!

Clarence reaccionó con el mismo fervor y decidimos publicar, en cuatro periódicos de audiencia internacional, un recuadro redactado así:

«Nosotros, mujeres y hombres de ciencia, de comunicación, de cultura y de acción, preocupados por evitar a nuestra Tierra común las aventuras suicidas que podrían, una vez más, desencadenar los odios y desvirtuar el progreso, hacemos un llamamiento para la creación de una “Red de los Sensatos” que trabajaría para:

»—Poner fin a toda manipulación de la especie humana, principalmente por medio de invenciones perversas que implican una discriminación por el sexo, la raza, la etnia, la religión o cualquier otro criterio;

»—Promover, por todos los medios, un acercamiento acelerado entre el Norte y el Sur del planeta;

»—Alertar sin tregua a la opinión pública y a los responsables contra el aumento de los odios y de las intolerancias».

Seguía una lista de «padrinos», propuestos por Liev y Clarence, así como unas señas, las mías, calle Geoffroy-Saint Hilaire, para el envío de firmas y de contribuciones a los gastos de publicación del llamamiento.

La treintena de «padrinos» estaban citados uno detrás de otro, por orden alfabético, con excepción de André Vallauris, quien, a pesar de ser la V su inicial, figuraba en primer lugar, y al lado, entre paréntesis, un discreto in memoriam.

Algunos días más tarde, al contemplar el texto publicado, cuidadosamente rodeado de una franja sombreada que lo resaltaba, me sentí orgulloso de haber hecho a mi amigo ese regalo póstumo, pero al mismo tiempo, algo avergonzado de ver mi nombre y mis señas expuestos así en millones de ejemplares. ¡Qué decepción si solo recibía un puñado de mensajes de apoyo! ¡Qué tarea si recibía diez mil! ¿Cuándo los leería? ¿Cómo me las arreglaría para responder a todos?

No quisiera que se pensara que, sumido en esas triviales consideraciones, descuidaba lo esencial, el contenido, el combate de Vallauris, de Liev, de Clarence, combate en el cual me encontraba ahora en primera línea. Pero es un hecho que subí al escenario, por decirlo así, con un gran recelo que nunca me iba a abandonar. Tenía interés en subrayarlo desde ahora, para que nadie se equivoque sobre el sentido de mi comportamiento posterior.

En las semanas que siguieron a la publicación del recuadro, Liev me llamaba todas las mañanas. Comenzaba invariablemente por decirme que «sentía mucho» haber interrumpido mi ducha o mi desayuno; luego, me interrogaba detalladamente sobre el correo del día. Yo le decía el número de cartas, una media de veinte, la cifra ideal para mí, puesto que revelaba un interés continuado sin aplastarme bajo su carga. Emmanuel, a quien yo llamaba en broma «presidente», se impacientaba al otro extremo de la línea mientras yo abría sobres a toda velocidad. Esta carta era de mi colega Favre-Ponti, aparentemente reconciliado; estas otras, de un académico, de un antiguo ministro, de un rabino, de un biólogo; la más inesperada llevaba la firma de un abogado de Chicago que había tratado mucho a Vallauris e, incluso, había colaborado con él durante tres años en su despacho. Se llamaba Don Gershwin, de la firma Gershwin and Gershwin, «Attorneys-at-law».

La primera parte de su carta estaba dedicada a nuestro común amigo, de cuya desaparición acababa de enterarse. Evocaba principalmente una frase que André le había lanzado cuando le recibió por primera vez en su despacho: «Siempre confío en un anglosajón enamorado de París. Aunque sea abogado».

Sin embargo, lo importante era la segunda parte de la carta. Aplaudiendo sin reservas la iniciativa de la Red de los Sensatos, Gershwin me rogaba que le proporcionara lo más rápidamente posible todos los documentos de los que disponía referentes a la «sustancia», sus efectos médicos, sociales y otros, «con vistas a un proceso que podría resultar ejemplar».

Más de una vez, André me había hecho la observación de que, en Francia, los debates de ideas tenían tendencia a girar indefinidamente en la esfera de los conceptos morales o políticos, mientras que en Estados Unidos comenzaban y terminaban delante de un juez; como hombre de leyes, sentía cierta añoranza por ello.

En esta ocasión, creo que la Red de los Sensatos habría sido durante mucho tiempo un piadoso buzón si no se hubiera producido el «proceso ejemplar» de Chicago, seguido, verdad es, del demasiado famoso asunto del «Vitsiya».