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Pasé la tarde con ella, hablando de todo un poco. De las cosas que sabía, sobre el mundo fuera de la carcel y de las que no tenía ni idea. La ayudé a hacer la cena y comimos en la pequeña mesa los tres. José, callado, parecía feliz de que Miucha tuviera compañía por fin y luego de una sobremesa relajada y acompañada de unas copitas de cognac italiano, según dijo Miucha; me despedí de la pareja afectuosamente y me encaminé directo a la confortable habitación.
La noche había caído hacia unas horas y por el ventanal abierto, la oscuridad de la tierra intentaba meterse dentro del cuarto. Me asomé al pequeño balcón y me vi obligada a levantar la vista, incapaz de escapar del maravilloso espectáculo frente a mi. En el más despejado cielo nocturno que jamás había contemplado, la Vía Lactea como una brillante columna vertebral, sostenía la profunda negrura del infinito sobre mi cabeza. Pero la negrura no prevalecía. Incontables puntos de luz titilantes perforaban la oscuridad. Y en cada una de esas estrellas pude ver una nueva esperanza.