2. El icono de San Demetrio

 

En el año mil ochocientos veintidós, en la ciudad rusa de Novgorod, donde confluyen los ríos Volga y Oka; se terminaba de construir la feria más grande de ese país.

El ingeniero encargado de esas obras fue Agustín de Betancourt, un noble de las Islas Canarias que puede considerarse un genio de su tiempo y que vivió la más convulsa historia de la Europa de Napoleón y la España de la independencia.

Había buscado refugio junto a su familia, en tierras del Zar de Rusia y éste le nombró inmediatamente Mariscal del ejército Ruso y director de del departamento de Vías de Comunicación del Imperio.

Pero en mil ochocientos veintidós, los años en los que gozaba de acceso directo al Zar, habían pasado. Y con sesenta y cuatro años, se sentía viejo y muy nostálgico. Su carácter indomable y su franqueza le habían distanciado del emperador de Rusia y puesto en peligro su carrera.

Ese año, sin embargo, terminaron los trabajos de la de Feria de Ninji, una obra arquitectónica y de planificación ciudadana integral; que dio impulso a la región de Novgorod y enormes beneficios a las arcas del Zar.

Dentro de las obras que el ingeniero español inauguró en la ciudad, estaba la nueva Catedral de la Transfiguración, pensada para ser el centro del culto católico de la ciudad.

El día de la consagración, en ese mismo año, Agustín de Betancourt recibió un regalo del obispo de la ciudad, que conservaría con especial cariño hasta su muerte dos años después. Le fue entregado un icono de San Demetrio de Tesalónica, una reproducción del original, pintada cien años atrás por los últimos artistas de la afamada Escuela de Novgorod, destacada por sus iconos y pinturas murales; una escuela pictórica activa en esa misma ciudad desde el siglo XII.

El pequeño cuadro estuvo en el cabecero de su cama hasta el día de su muerte y cuando Alfonso, su único hijo varón, dispuso de las posesiones de su padre, entregó el valioso cuadro a su hermana Matilde, quien partiría a las Américas con su esposo e hijos dos años después.

La pequeña imagen religiosa, ocupó un lugar de honor en la casa de la familia en Lima, donde el marido de Matilde había establecido a la familia y desde donde manejaba sus negocios. Su posición económica era muy acomodada y la familia disfrutó de muchos años de sobria estabilidad en la capital de la nueva República de Perú.

Era el año mil ochocientos cincuenta y Matilde enviudó repentinamente. Sus hijos hacían su vida y Matilde se sintió atraída hacia la religión y las obras de caridad. El pequeño Icono Ruso de San Demetrio, fue cedido al fondo del Cardenal de Lima, quien lo ubicó en una pequeña capilla dedicada a San José, dentro de la misma Catedral en esa ciudad. Y allí la pintura fue prácticamente olvidada.

 

La invaluable pintura, estuvo casi perdida entre decenas de otros elementos de culto por décadas y fue ignorada por todos los Cardenales subsiguientes; hasta que en el año dos mil trece, unos ojos expertos se posaron sobre la magnífica pintura y entendieron el gran valor de esa pieza artística.

Un adinerado empresario ruso, recibió una llamada desde Perú una fría tarde de invierno. Y en ese momento se urdió un plan para hacerse con el valioso cuadro.

El cuadro fue llevado a restaurar junto con otras obras que componían el fondo histórico de la Catedral, gracias a la "desinteresada" aportación de varias sociedades benéficas. Pero aunque el resto de las piezas de culto volvieron a tiempo y en mejor estado que nunca; el pequeño icono de San Demetrio de Tesalónica, jamás retornó. Una torpe investigación policial concluyó con la declaración de "pérdida en transporte" y una compensación de casi cien mil dólares americanos que entraron a las arcas de la diócesis.

Nadie imaginó siquiera, que esta obra ignorada por tantos años, tuviera un valor de varios millones.

En ese momento la obra iniciaba su segundo gran viaje, del que sin querer yo formaría parte indirecta y que cerraría el círculo abierto trágicamente, veinte años atrás en mi vida.

 

 

Sólo cuando amanezca
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