Cualquier luz es mejor que la noche oscura

El frasco de esmalte encima del microondas, donde suele dejar el bloc con los recados para la asistenta. Me topo siempre con dos tipos de letra en la misma página, el recado de ella encima y la respuesta de la asistenta debajo. Algunas monedas que sobraron de las compras. Y la canción americana que se repite dentro de mí

Cualquier luz es mejor que la noche oscura.

Hoy mi hijo se despertó en mitad de la noche llorando. Tiene sólo tres años. Pensé que era fiebre o los dientes o algo así, de modo que lo cogí en brazos y lo llevé a observar la calle desde la cocina. Me gusta la cocina por la noche, con la encimera de granito y esos aparatos eléctricos, cuadrados y grandes, que parecen volverse más útiles en la oscuridad. Me gusta su aspecto eficaz y los intestinos misteriosos llenos de tornillos y aspas. Máquinas blancas, gafas redondas donde la ropa gira mezclada con espuma. Pensé en conectar una de las máquinas para entretener a mi hijo. Para entretenerme a mí. A veces me siento en una silla y me quedo mirando. Crepitan, cambian de velocidad, de ruido. Como organismos vivos. Mi hijo huele a sueño y a lágrimas. La calle quieta. Automóviles alineados junto a la acera. Descubro el mío entre una furgoneta gris cubierta de polvo y un coche tapado con una tela. Conozco a su dueño. Los domingos, en pantalones cortos, quita la tela y se pasa las horas limpiando el coche con una esponja. Nunca sonríe. Limpiar el coche es para él el acto más importante de este mundo. Cuando acaba se mete de nuevo en casa y regresa pasada media hora con la familia detrás. Pasean hasta la hora de la cena orgullosos de su maravilla aseada. Hay una canción que dice que cualquier luz es mejor que la noche oscura. Una voz americana, rugosa. Cualquier luz es mejor que la noche oscura.

Cansado de llorar mi hijo se ha callado. Vuelvo a acostarlo. Se queda quieto, con las manos cerradas, durmiendo con una expresión de desdén. Vuelvo a la cocina. Mi mujer ha dejado un frasco de esmalte de uñas en la encimera. También ella duerme, pero boca abajo, cogiendo la almohada. Suele murmurar frases que no entiendo sin salir de su sueño. El frasco de esmalte encima del microondas donde suele dejar el bloc con los recados para la asistenta. Me topo siempre con dos tipos de letra en la misma página, el recado de ella encima y la respuesta de la asistenta debajo. Algunas monedas que sobraron de la compra. Y la canción americana que se repite dentro de mí

Cualquier luz es mejor que la noche oscura.

¿Por qué motivo sigo aquí? Está mi hijo, está mi mujer. ¿Será sólo eso? Preguntas y preguntas sin ninguna respuesta. Mi cabeza está llena de preguntas. No dudas. No inquietudes. Preguntas. Mi madre solía decirme Cuando seas mayor comprenderás. No debo de haber envejecido en absoluto porque no comprendo nada.

Me concentro en la calle mientras me invaden y se alejan jirones de ideas, de recuerdos. Por ejemplo mi abuela tapando los espejos con sábanas cuando alguien moría en la familia. Aseguraba que si la muerte se encontraba en el espejo no se iría nunca más. Tampoco nos dejaba tirar el pan: guardaba bolsitas y más bolsitas de pan duro. Cuando había demasiadas bolsas y mi madre protestaba, mi abuela desaparecía en la escalera con ellas y volvía sacudiendo las manos. Nunca nadie supo dónde escondía el pan. Falleció a los setenta y seis años y, a partir de su fallecimiento, la muerte comenzó a encontrarse a sus anchas en los espejos.

Dentro de poco vuelvo a la cama. Las sábanas tibias. Los números fosforescentes del despertador azulando la habitación. El grabado con un niño y un oso. Todo cosas reales. Agradables. Verdaderas. Me fijo en el grabado y las preguntas me abandonan poco a poco. El recuerdo de mi abuela también. ¿Dónde escondía el pan? Ya no pienso en eso. Ya no pienso en nada. Me siento resbalar despacio bajando, bajando, con la canción que me repite al oído que cualquier luz es mejor que la noche oscura. Cualquier luz es mejor que la noche oscura. Aunque aparezca una muchacha muy guapa no habré de abandonar mi vida.