Se acabó lo que era Dulce
No existo. Desde ayer, cuando el médico me habló de cáncer, intento habituarme a la idea de que no existo. En estos últimos años me han contado de vez en cuando historias de muerte. Personas jóvenes que en unos meses desaparecieron del mundo. Me han contado que se fueron, no me cuentan cómo se fueron. Más pronto de lo que pensaba sabré cómo es.
Hoy no estoy para nadie. He desconectado el teléfono, si tocan el timbre no respondo, si alguien tira piedras a la ventana y me llama desde la calle me quedo callada en el sofá con un paquete de cigarrillos sin abrir y una revista al lado. Al hacerse de noche no enciendo la luz. Cierro las persianas para que crean que he salido, no enciendo el televisor, no oigo música. No me muevo siquiera. No existo. Desde ayer, cuando el médico me habló de cáncer, intento habituarme a la idea de que no existo. En estos últimos años me han contado de vez en cuando historias de muerte. Personas jóvenes que en unos meses desaparecieron del mundo. Me han contado que se fueron, no me cuentan cómo se fueron. Más pronto de lo que pensaba sabré cómo es.
En este momento no me parece difícil pero esto es sólo el principio. No tengo dolores siquiera, sólo el quiste en el pecho y los otros quistes en el cuello, en la axila, a lo largo del hueso del hombro. El médico se sorprendió de que no me hubiese dado cuenta. Al darme un baño, por ejemplo, decía él, ¿no sentía usted algo extraño, estas protuberancias en el cuerpo? Cuando no habla sus ojos me gritan Has acabado. El bolsillo de la bata lleno de estilográficas. Las arañas de sus manos me medían el cáncer, hacia arriba y hacia abajo, meticulosas. De vez en cuando, al palparme, hacía señas afirmativas con la cabeza. La enfermera, detrás de él, se mantenía absolutamente inmóvil. Junto a la verja del hospital paseaban enfermos. Una especie de pájaros en pijama, agudos, con ojos diferentes de los de las personas sanas. Siempre me ha impresionado en los enfermos aquella luz en sus ojos. Me vi al espejo y no encontré nada de eso en mi cara. Solamente la cara de costumbre. Ni siquiera más delgada o más pálida o más aprensiva. Nada más que la cara de costumbre, seria, el párpado izquierdo un poco más cerrado que el otro. Como mi madre. Heredamos eso de su padre, según parece. No conocí a mi abuelo salvo por los retratos. Hay mucha gente en la familia a la que no conozco a no ser por los retratos. No me parezco a ninguno de ellos. Como no estoy para nadie, tampoco estoy para esos tíos difuntos.
El apartamento sin teléfono, sin música, sin luz, se vuelve extraño. Distingo los muebles, distingo el cuadrado de la puerta, distingo la mancha de la alfombra. Distingo mis piernas también. Una hora más o dos y todo eso va a sumirse en la oscuridad completa, muebles, puerta, alfombra y yo. No tengo hambre. No tengo sed. Hay mandarinas en el frigorífico. Me gusta el sabor frío de las mandarinas, la dureza menuda de las pepitas. Apretaba entre la lengua y el paladar esos dientes pequeñitos, dientes de niño, y después los alineaba en el plato con el dedo. Recuerdo haberlo hecho siempre así. Unas después de las otras. O en círculo. O en cruz. Dientes no blancos, amarillentos. Parece tan extraño que puedan nacer árboles a partir de semillas así, que haya árboles enteros, microscópicos, allí dentro, dispuestos a crecer. Mientras el médico me observaba era esto lo que me venía a la cabeza, no la muerte ni el cáncer. La desproporción entre las pepitas y los árboles. Parece tan extraño que me esté ocurriendo esto.
En todo caso hoy no estoy para nadie. No quiero piedad. No quiero consuelo. No quiero sonrisas de esperanza. Quiero imaginar el futuro sabiendo que existe una pared que me interrumpe los días. Los otros caminan más allá de la pared. Yo me quedo de este lado. El médico me ha informado que me enviarán una tarjeta convocándome para ingresar la semana siguiente o la otra. Después de eso ya no debo volver a esta casa. No me preocupa mucho. No me parece mal. Pensándolo bien, nunca he sido especialmente feliz aquí.