El Nadador Olímpico y el cacahuete

En mi adolescencia, cuando pasaba los veranos en la piscina de la Praia das Maçãs el mundo estaba presidido por dos figuras tutelares, una que dominaba el día y otra que dominaba la noche. El día, patrimonio exclusivo del Nadador Olímpico; la noche, el reino del Pianista de Boîte.

El Nadador Olímpico usaba panamá en la cabeza, un silbato al cuello y zapatillas de goma, de esas que se calzan entre el dedo gordo y el dedo que sigue al gordo del pie, exactamente como las criptomeigas de Olivais Sul, y desfilaba alrededor de la piscina a paso de brigadier dando órdenes de crol a los ahogados. Además de eso tenía gafas de espejo, hombros que comenzaban a ablandarse con un abandono de plastilina y había escrito un libro, a la venta en el vestuario que alquilaba bañadores de falsa piel de tigre, con un título definitivo e imponente: Saber nadar es tan útil e importante como saber leer o escribir. El capítulo inicial se llamaba «Camões, el primer campeón portugués de natación», y este lado intelectual del Nadador Olímpico hacía que yo sintiese por él una admiración extasiada: finalmente conocía a alguien que asociaba el trampolín al decasílabo, meditando sonetos mientras sus alumnos se debatían en el agua y gritaban socorro hasta el gluglú del último suspiro.

Cuando llegaba el crepúsculo, el Nadador Olímpico era sustituido por el Pianista de Boîte que llenaba la Concha, un paraíso de sombras y luces veladas sobre las tinieblas de la piscina, de lamentos de pasión en forma de bolero.

Por no tener edad para ser admitido en ese santuario de ociosos, me quedaba fuera sentado en un escalón impregnándome de una melancolía de deseos confusos mientras el Pianista de Boîte susurraba al micrófono

Mi bien

Tu cuerpo se me figura

dada su temperatura

un cacahuete tostado.

Al contrario del Nadador Olímpico, el Pianista de Boîte era regordete y con gafas sin espejo, no tenía ningún silbato al cuello y no parecían interesarle gran cosa la importancia y utilidad de los conocimientos náuticos: avanzaba con los labios estirados hacia el micrófono, batía las alas de sus párpados y anunciaba con un murmullo de pasión

Mi bien

Tu cuerpo se me figura

dada su temperatura

un cacahuete tostado.

El cacahuete tostado debía de ser su esposa, una española parecida a los dibujos del Cara Alegre que en esa época representaban para mí

(y entre nosotros creo que aún representan un poco)

el ideal de la belleza femenina. Cuando alrededor de la una de la tarde el Cacahuete Tostado aparecía en la piscina, rubia, voluptuosa, inaccesible, lenta como unas andas, con enormes pendientes plateados, yo sentía que mis huesos humeaban de pasión. El tiempo parecía suspenderse, los que saltaban del trampolín de siete metros se inmovilizaban en el aire, un estremecimiento de deseo sacudía a los bañistas embelesados y sólo el Nadador Olímpico, indiferente, continuaba pitando a sus aprendices de náufragos de repente capaces de caminar sobre las aguas. Fue una sorpresa para mí que el Cacahuete Tostado y el Nadador Olímpico desapareciesen escandalosamente de la piscina para irse a nadar un crol a dúo a un hotel cualquiera del norte del país. Personalmente me sentí tan traicionado como el Pianista de Boîte. Y comencé a cantar solo en casa, sin acompañamiento, con una cuchara a guisa de micrófono

Mi bien

Tu cuerpo se me figura

dada su temperatura

con la esperanza de que uno de los dibujos del Cara Alegre saliese de la revista, me tomase de la mano y diese conmigo la vuelta al día en ochenta mundos en la cama donde noche tras noche yo suspiraba por el Cacahuete Tostado pedaleando solitariamente entre las sábanas.