Dormir acompañado
Toda la vida he dormido acompañado. Comencé por una cuna adornada con tules junto a la cama de matrimonio que poseía dos concavidades longitudinales, una a la medida de mi madre y otra, mayor, del tamaño de mi padre, donde ellos se tumbaban muy derechos, por la noche, como la estilográfica y el lápiz Parker en los surcos del estuche. Siempre que yo lloraba, un rezongo soñoliento
—Seguro que ha perdido el chupete
ascendía pedregosamente desde las sábanas, una manga tanteaba la oscuridad para mecerme y nueve meses después nacía un nuevo hermano. Por la cantidad de hijos que mis padres tuvieron debo concluir que fui de lágrima fácil.
De la cuna pasé a la habitación de las criadas que, como las santas, sólo poseían nombre propio, para salvarlas de la densidad terrestre de un apellido reductor, Teixeira, Mendes o Brito, que no casa bien con el Paraíso. La única diferencia consistía en el hecho de que, en lugar de vivir en los calendarios de argollas, en letras pequeñitas debajo del día del año, servían la mesa con uniforme y penacho, con la languidez del incienso sustituida por jabón azul y blanco y por el olor a cebolla del rehogado. Los domingos de salida las esperaban unos gandules poco católicos, con el cigarrillo clavado en el mentón, arrimados a una esquina con uno de los zapatos en el suelo y otro contra la pared en la extremidad de la pierna flexionada, con una inmovilidad de flamencos de Jardín Zoológico en equilibrio sobre un único callo. Aún hoy, cuando oigo ciertos nombres
(Epifânia, Jacinta, Felicidade, Cândida, Albertina)
no sé si me hablan de santas o de cocineras.
De la habitación de las criadas pasé a una estancia con mi hermano Frederico, que se tomaba en serio las ecuaciones de segundo grado, los afluentes del Volga y los complementos indirectos, mientras yo me asomaba por la ventana del patio hacia la ahijada del panadero, mujer familiarizada con los panecillos a quien mi carcasa no le impresionaba absolutamente nada. El resultado está a la vista: mi hermano es un administrador importante, la ahijada del panadero se casó con un cajero de banco más parecido a un cruasán que yo, prosperó en kilos y anillos y vive en Ginjal, y yo sigo en la ventana a la espera de que los viejos tiempos vuelvan a la palma de mi mano como bumeranes fieles. En el fondo, el tiempo no ha pasado: si acerco el oído a mi propia infancia, a la manera de una caracola, oigo un mar de días de sol y de risas de primas en biquini prorrogando mi futuro y permitiéndome la esperanza.
Compruebo con alivio que la vida sigue siendo más o menos habitable y me tumbo de espaldas, a lo largo de la semana, como un armador griego en la cubierta de su yate, rodeado de viudas de presidentes americanos y de Picassos del período azul: quien nunca se ha interesado por los afluentes del Volga consigue viajar, sin salir de Telheiras, a las playas de El Pireo. Basta con que alquile por doscientos escudos en el videoclub del barrio el Colchón en delirio, las Conejitas suecas o el Gracias, abuela.
Hoy, y desde hace doce años, duermo con Luísa. En invierno, al volver del instituto, me pega la gripe que pilló con los alumnos, lo que es una forma de compartir conmigo su trabajo. Como enseña Historia me llena la cama de reyes y no es raro encontrar en la almohada las barbas de Don João de Castro o las patillas de Afonso de Albuquerque. Como en el segundo trimestre enseña el siglo XX trajo hace una semanas a cenar al Che Guevara. Pensaba que había fallecido en Bolivia, Luísa me ha asegurado que no. Se expresa en un portugués perfecto, ha dejado de usar boina, se ha comprado un Alfa-Romeo y dirige un taller de arquitectura. Me ha confiado que se prepara para salvar a Portugal de los maleficios del capitalismo, pero el hecho de que en el carné de identidad se llame Artur da Conceição Tavares y de haber nacido en Viseu me hace, no sé por qué, desconfiar de él. Luísa afirma que soy demasiado proclive a celos imbéciles cuando vuelve a casa a las cuatro de la mañana oliendo a after-shave y con marcas de chupetones en el cuello. Las reuniones de curso, argumenta ella, duran siempre hasta tarde, pero ¿no será un poco extraño que trate al Che Guevara de cariño? Y además el cubano es avariento. Afonso de Albuquerque, por ejemplo, siempre que iba a España en misión de servicio, me traía de Badajoz esos caramelos buenísimos que me gustan tanto y una botella de Anís del Mono, y Don João de Castro me dio un llavero, propaganda de la empresa de productos farmacéuticos en la que trabajaba. Me disgusta tener que esperar todavía casi un año hasta que vuelva a explicar la India.