Sin sombra de pecado

Cuando Carminda me dijo:

—Mira que el señor Castro me anda tirando los tejos

no le creí. Uno: no le creí porque el señor Castro es padrino de nuestro Ricardo Jorge. Dos: no le creí porque su esposa, doña Regina, es una fiera y el señor Castro le tiene un miedo que se caga. Tres: no le creí porque Carminda es bizca. De manera que cuando Carminda me dijo

—Mira que el señor Castro me anda tirando los tejos

pensé que era una pulla por vivir yo medio ausente de casa debido al Cultural. El Cultural es donde se juega a las damas con los muchachos, nos echamos una brisca después del trabajo, tenemos un bar con máquina de café y todo y como fui elegido tesorero y las cuotas dan bastante trabajo llego más tarde a casa para dejar los libros en orden. Además de eso hay problemas con los vecinos que se quejan del ruido y dicen que a partir de la medianoche no se aguantan ni el jolgorio ni el olor a aguardiente. A mi entender, y como le dije a la policía, no es justo: la panda del Cultural siempre ha tenido educación y la prueba es que nunca nadie le ha faltado el respeto a la señorita Elsa, la hija del peluquero que está liada con Barros y que lo acompaña siempre por miedo a que Barros, si ella no lo tiene a raya, se arrepienta de la aventura y vuelva con su mujer que trabaja como esteticista y tiene una casa de vacaciones en la Fonte da Telha. Por tanto, cuando Carminda me apareció con la frase

—Mira que el señor Castro me anda tirando los tejos

no hice caso pues soy medio distraído y mi error fue ése. En mi opinión, Carminda bizca y el señor Castro con casi setenta años no pegaban nada, para colmo sin que uno pueda darse cuenta de para dónde está mirando Carminda con cada ojo apuntando a un lado, para colmo si se piensa que lo que el señor Castro quiere son sopas y descanso. Incluso en octubre lo operaron a estómago abierto en el hospital de Montijo y doña Regina me dijo que el médico le advirtió que era casi seguro que el viejo espichase y hasta ya había encargado una fotografía suya con marquito de esmalte para llevar al cuello. No espichó, pasó unos meses en la cama a dieta de caldo y de ternera asada, doña Regina lo llevó a Fátima para agradecer el milagro y en la primavera ya se podía encontrar al señor Castro en la Havaneza, en el dominó de costumbre con los otros jubilados de la Carris.

A mí incluso me cae simpático el señor Castro, siempre vestido como para un bautizo, con un broche de oro que le sujeta la corbata y los zapatos con tanto betún que nos podemos peinar en ellos pero ya no me cayó tan simpático cuando el martes pasado, por estar con dolor de garganta, salí más temprano del Cultural y al meter la llave en la puerta me encontré a Carminda en sostén y al señor Castro en calzoncillos, con aquellas mamas caídas de los hombres de edad, corriendo tras ella alrededor de la mesa del comedor y dándole palmaditas en las nalgas

—Pilla, pillina

mientras mi Ricardo Jorge aplaudía. No sólo no me cayó simpático sino que me resultó extraño. El señor Castro me explicó con buenos modos que era una broma sin maldad ninguna, Carminda, toda sonrojada, me aseguró que el señor Castro era un padre para ella y que sólo estaban viendo si entretenían a Ricardo Jorge, que no se quería acostar, pero no estoy seguro de que así fuese. Me pareció muy poca ropa para una broma sin maldad, aunque admita que estamos en un agosto caluroso según ellos me dijeron. Hasta me dio la impresión de que Carminda le mandaba besitos con la punta de los dedos y no obstante Carminda

—¿Eres tonto o qué?

me asegura que no, y también asegura que aquella historia de que el señor Castro le andaba tirando los tejos era un recurso suyo para ponerme a prueba. Puede ser. A fin de cuentas el señor Castro es padrino de Ricardo Jorge, doña Regina es una fiera y Carminda es bizca. Puede ser que con los treinta y ocho y medio de las anginas haya visto mal. Puede ser que me haya confundido al descubrir al señor Castro guiñándole el ojo a Carminda mientras me daba palmaditas en la espalda y me llamaba desconfiado. Y puede ser que si el señor Castro me pidió

—Sobre todo no hables de esto con mi mujer

ha de ser por el hecho de que doña Regina padece del corazón y con la manía de los celos sin motivo que ella tiene le puede dar un ataque de nervios o algo así, y nadie quiere que la señora enferme por una broma entre compadres sin maldad ninguna.