Depende del azul
Nos pusimos de luto cuando murió mamá. La incineramos como ella quería, los hombres de la funeraria nos dieron una especie de caja donde habían metido las cenizas, bajamos del autobús de la Carris y fuimos al río con el hermano Elias a echar las cenizas al agua. Bajamos del autobús en el Cais do Sodré, el hermano Elias delante con la cruz y nosotros detrás, cantando gracias al Señor, con mamá. La tarde estaba preciosa, había muchas personas mirándonos en la estación y un tranvía averiado en la Rua do Alecrim entorpeciendo el tráfico, y destapamos un poco la caja para que mamá, que adoraba el otoño, respirase aquellos árboles, aquella luz, aquel sol, y lo que vimos fueron unos carboncillos grises y en el centro de los carbones el diente de oro de mamá que nos sonreía con aquella simpatía de siempre, aquella expresión bondadosa de siempre, un diente de oro al que sólo le faltaba hablar, quejarse
—¿Quién me ha escondido las zapatillas?
que era lo primero que mamá preguntaba al despertar, por un lado porque andar descalza la constipaba y por otro porque tenía la manía de que le escondíamos las cosas, lo que hasta cierto punto era verdad: nos encantaba ponernos su funda herniaria, nos encantaba usar sus audífonos que, cuando nos los encajábamos en el oído, nos transformaba la cabeza en una jaula de monos y mamá avanzaba hacia nosotros furiosa, diciéndonos cosas que el hermano Elias reprobaba. Creo que no nos perdonamos la distracción de haber incinerado las zapatillas, la funda y el audífono junto con mamá, pero lamentablemente, cuando nos acordamos de eso, ya estaba ella al rojo vivo en el horno y el dueño de la funeraria explicó que era una lata interrumpir la operación a la mitad con un pedazo de mamá ya ardiendo. Incluso removimos las cenizas con el tenedor pero ni rastro de las zapatillas, la funda y el audífono: o los empleados del cementerio los robaron para burlarse de nosotros, o estaban en alguna otra parte, en un carbón cualquiera bajo la protección del diente de oro que sonreía con la simpatía de siempre, aquella alegría que mamá mostraba, pobre, las mañanas en las que la gota la dejaba en paz.
Por tanto, era una tarde preciosa en el Cais do Sodré a pesar de los bocinazos del tráfico atascado. El hermano Elias se acercó a la orilla del río con la cruz, nosotros nos acercamos a la orilla del río con la caja y las personas que nos miraban, admiradas por la cruz y por el hecho de que cantásemos gracias al Señor, se acercaron a la orilla del río con el periódico y la cartera del trabajo pensando que íbamos a repartir gratuitamente serruchos que habían pertenecido a san José o cartas inéditas del Niño Jesús a Papá Noel. Una tarde preciosa, una luz preciosa, un sol precioso, un aire agradable, el diente de oro entre los carbones disfrutando de la brisa con nosotros, el hermano Elias le dio a guardar la cruz a un aparcacoches que desapareció enseguida con ella en dirección al Casal Ventoso de Baixo y hasta tenía razón porque Cristo siempre afirmó que éramos polvo, le quitó la tapa a mamá y la echó al Tajo. La echó es como quien dice: hubo cenizas que cayeron en el agua
(acaso las de la funda y las del audífono, que eran nuestras preferidas)
y hubo otras más leves, pues mamá siempre fue un poco aérea, que en lugar de en el río se quedaron revoloteando aquí y allá y nosotros a saltitos tras ellas empujándolas y soplándolas hacia las olas hasta que por fin se decidieron a partir en dirección a la desembocadura, junto con el diente de oro que era la parte de mamá que mandaba sobre todo lo demás.
El hermano Elias vino a nuestra casa al acabar el funeral. Vivimos en Graça, en un segundo piso junto a la plaza de los bomberos desde donde se ve toda la ciudad, el castillo, la catedral y las palomas de la tarde en Santa Engrácia. Depende del azul. Claro que con la ausencia de mamá esto se ha vuelto triste, nos impresiona el lugar vacío a la mesa, la cama hecha, el bastón apoyado en la pared sin golpearnos, los frascos de las medicinas en el mantel que nadie quiere tomar y es una pena que se estropeen con tanto enfermo sin dinero para comprar medicamentos. El hermano Elias propuso que incinerásemos también las pastillas por respeto a mamá, hablamos con la funeraria que habló con el cementerio y en principio el lunes que viene arrojaremos las cenizas de las gotas para la tensión al Tajo. Sólo espero que no tengamos que andar a saltitos tras ellas, empujándolas y soplándolas hacia las olas. Pero no habrá peligro de que revoloteen aquí y allá porque cada vez que mamá las tomaba se agarraba la barriga quejándose de un peso en el estómago.