Señales interiores de riqueza

Cuando el 25 de diciembre de 1863 Victor Hugo escribió en uno de sus cuadernos Soy un hombre que piensa en otra cosa

se refería, claro está, a mí. Cuando como con alguien, por ejemplo, dejo una sonrisa sentada en el lugar y me escapo de puntillas a otra mesa del restaurante, a dibujar trenes y barcos en el mantel de papel con la esperanza de irme, en una locomotora o en un paquebote de tinta, lejos de un mundo de saleros, botellas de vino blanco y cabezas de merluza. De pequeño, en la época en la que intentaban enseñarme el catecismo, tenía de Dios la idea de un vertebrado gaseoso: me llevó siglos comprender que el vertebrado gaseoso era yo.

El resultado de esto es que observo los objetos de la vida cotidiana con la extrañeza del hombre de las cavernas: nunca he sido capaz de hacer funcionar un vídeo, todas las mañanas me corto con la cuchilla de afeitar, rellenar un cheque es casi tan difícil como resolver un problema de grifos del tipo Si un estanque tiene 3 metros de lado, cuánto tiempo un grifo que arroja 7 decilitros por minuto, etc. Desesperé a los instructores en la mili volviéndome hacia ellos con la escopeta cargada preguntando

—¿Cómo?

con una incomprensión sincera y sorprendiéndome por verlos tirarse al suelo gritando

—Apunta esa mierda para otro lado

con una angustia cuyo motivo no comprendo aún hoy. Tal vez haya heredado esto de un tío remoto que en un velatorio, asombrado por la tristeza del viudo, lo consoló con una palmadita en el hombro

—No piense más en la muerte de la ternera

Soy un hombre que piensa en otra cosa, que intenta abrir la cerradura de la puerta con el cigarrillo y que fuma un manojo de llaves por día: si enfermo de cáncer de pulmón será un fontanero quien me opere. Las palabras grandiosas como Trabajo, Familia, Dinero, me atraviesan sin tocarme. Pareciera que no sé vivir con los que quiero o que rechazo su afecto: no es verdad. Lo que ocurre es que a veces, mientras me acarician, estoy observando a las cigüeñas en el bosque desde el desván de la tía Madalena, o en la terraza de la Praia das Maçãs, al lado de mi abuelo, tomando un helado de fresa. Y me gustan las personas modestas porque me conmueven las señales interiores de riqueza.

A propósito de señales interiores de riqueza la semana pasada, en la consulta del Hospital Miguel Bombarda, vi a una mujer joven, de cuarenta años: le ha salido un quiste en el pecho y el médico no la quiso operar porque la enfermedad ya le había afectado los huesos. Quimioterapia. Una mujer guapa, inteligente. Me dijo

—Me gustaría vivir un tiempo más

y va a morir dentro de poco. Después sonrió y preguntó

—Me pondré mejor, ¿no le parece?

ella sabía que no y sabía que yo sabía que no

—Claro que se pondrá mejor

dije yo

—Está guapa, ¿sabe?

—Todo el mundo me lo dice ahora. Cumplo cuarenta y uno el mes que viene.

Llevaba el vestido de los domingos, collar, anillos, una raya azul en los párpados. La enfermera abrió la puerta, echó un vistazo, vio que yo no estaba solo, desapareció. Y la sonrisa

—En una de ésas nos volvemos a ver

y yo apretándole la mano

—Tal vez.

Al irse, hasta la manera de andar era elegante. Y entonces pensé: menos mal que soy un hombre que piensa en otra cosa. Si no fuese un hombre que piensa en otra cosa, tendría ganas de llorar.

De forma que, en el momento en el que entró el enfermo siguiente, ya me había olvidado de ella. Ya me había olvidado de ella. Ya me había olvidado de ella.

Gracias a Dios ya me había olvidado de ella.