Crónica dedicada a mi amigo Michel Audiard y escrita por nosotros dos
Un conocido mío solía afirmar que el aire de campo es puro porque los campesinos duermen con la ventana cerrada. Y digo solía porque murió precisamente en el campo, mientras meaba sobre un poste de alta tensión: su mujer, que no lo tenía en gran estima, le confió al guardabosque, que fue a comunicarle el fallecimiento, que había sido ésa la única vez en que su marido hizo saltar chispas con la pilila. Tal vez por eso durante su matrimonio tuvieron habitación en común y sueños separados. Por otra parte, se conocieron por un anuncio en el periódico. Al fijar la primera cita ella, que trabajaba en un hotel, le pidió que la esperase en la puerta de servicio a fin de que los compañeros de trabajo no los viesen
—¿Cómo la reconoceré?
preguntó él
—Es sencillo
dijo ella
—Los cubos de la basura son verdes y yo estoy vestida de amarillo.
Lo que era verdad, aunque la verdad no sea simpática: si lo fuese todo el mundo la diría, y por no ser simpática conduce al aislamiento que lleva a los emperadores a las islas y a los solteros a las cocinas, solteros que en su mayor parte se pasan la vida intentando olvidar a una mujer inteligente: olvidar a una mujer inteligente cuesta un número incalculable de mujeres estúpidas, de esas para quienes guardar un secreto consiste en repetírselo a una persona por vez y que sueñan con vestirse en París, de tal manera en París que el tipo de ropa que les gusta sólo se encuentra entre las bailarinas de segunda fila del Folies-Bergère. Suelen elegir hombres de la edad de su padre, lo que deteriora velozmente la relación por no poseer ningún espíritu de familia. Y es por no poseerlo por lo que matan a la susodicha familia a disgustos, la mejor forma de asesinato porque nunca se encuentra el arma del crimen. Mejor que la medicina por lo que yo, personalmente, estaría tentado de preferirla a la peregrinación si las estadísticas no fuesen dudosas. Lourdes, por ejemplo: de 1858 a 1972, curas milagrosas reconocidas por las autoridades médicas: treinta y cuatro; curas milagrosas de acuerdo con las autoridades religiosas: setenta y dos; accidentes mortales de circulación en las carreteras del santuario: cuatro mil doscientos setenta y dos. Mi abuela, como Lourdes estaba demasiado lejos, me llevaba a Fátima y guardo de aquellos viajes cierta nostalgia, lo que me repugna por considerar que la nostalgia es pensar hacia atrás, y prefiero dejar eso a los cangrejos y a las gambas. Como no me gusta tampoco pensar en la guerra. Estuve en la guerra, fui militante de izquierdas, me encantaban los bares: es decir, pasé la existencia oyendo tonterías. En lo que respecta a la guerra, por otra parte, lo único que me atrae es el desfile de la victoria. Así que uno debería alistarse y desfilar justo antes de que comiencen los disgustos, y además lo que en lenguaje clínico se llama un mentecato en lenguaje militar se llama un coronel. Sin hablar de que el principio de la libertad individual es algo que no molesta demasiado a los generales.
Cuando yo estaba en África lo que más me maravillaba eran las fortunas que ciertas personas hacían con la explotación colonial, fortunas que se dilapidaban enseguida gracias a las mujeres, al juego y a los administradores: las mujeres eran la forma más divertida de empobrecerse, el juego la más rápida, los administradores la más eficaz. Tal vez no fui especialmente valeroso en Angola: mi capitán aseguraba que era preferible salir con la cabeza gacha que con los pies por delante. La casualidad le hizo caso puesto que una mina le pulverizó las extremidades y lo que quedaba de él eran doscientos cincuenta gramos de ceniza que el comandante en jefe se apresuró en mandar de vuelta a la familia: fue la primera persona que conocí capaz de realizar el viaje de Luanda a Lisboa por paquete postal y creo que se sirvieron de él para abonar los geranios del balcón: es un oficial que florece todas las primaveras y se lo puede regar con lágrimas de añoranza. Creo que es mejor así: cuando estaba entero tenía tal cara de militar que el uniforme era un pleonasmo. Ahora se ha convertido en una plantita que no huele a cuartel ni a rancho, no bebe ni un solo whisky por día: su madrina le administra una regadera de agua del grifo los martes y jueves y hasta hoy nunca lo he oído protestar, ni siquiera cuando le cortan las ramas secas con una tijera a fin de que crezca con más vigor. Callado, lo que no es mala cosa: a través de los innumerables cambios y convulsiones de este país lo único que no ha cambiado ha sido el porcentaje de tontos. Y un tonto de pie va más lejos que un intelectual sentado. O un político. Como este secretario general que se llama Rui Rio. Rui Rio, Rui Rio, Rui Rio: no es un nombre. Es la primera lección de un curso de terapia del habla destinado al doctor Cavaco Silva, para quien la lengua portuguesa tiene demasiadas consonantes, del mismo modo que el príncipe pensaba que la música de Mozart poseía demasiadas notas. Es verdad: Portugal, para mí, es un país de una sencilla, solitaria, simple nota. Una nota que da pena: el do.