De la viudez
Como la discreción era su fuerte, mi marido falleció sin molestar a nadie. No fue necesario llamar al médico porque no hubo enfermedad: en mitad de la cena suspendió serenamente los cubiertos por encima de los filetes con arroz y grelos, me miró con la ternura de costumbre, me cogió la mano, dijo
—Alice
lo que me sorprendió un poco porque me llamo Felicidade, me sonrió, dejó de sonreír, aterrizó con el mentón en la cesta del pan y llegó ya cadáver a los panecillos de la víspera porque, por ser día de limpieza, no tuve tiempo de ir a la compra. No hubo gastos en médicos ni en medicinas, los filetes volvieron al congelador y en cuanto a los panecillos los tosté, les puse un poco de mermelada de frambuesa y los comí con té la noche del velatorio. Con la debilidad que yo tenía me supieron a gloria.
No fue necesario llamar al médico, el funerario no sudó mucho quitándole el pijama al finado y poniéndole el traje marrón puesto que mi marido, que nunca fue un hombre rígido, dobló los brazos y las piernas con una sumisión ejemplar y a las cuatro de la tarde ya estaba en la capilla ardiente B-2 de la iglesia dos Anjos, engominado y peinado, todo compuesto, con una cruz entre los dedos, conmigo y mi hermana Alice en sillas de terciopelo rojo conversando y poniéndonos al día sobre cómo andan las cosas, llenas de trabajo y complicaciones, no tenemos tiempo para telefonearnos y sólo nos vemos de Pascuas a Ramos. Ella me encontró de buen color, yo elogié el pañuelo de seda que llevaba al cuello, mi marido asistiendo callado
(siempre ha asistido callado cuando hablábamos como si no estuviese allí)
y por primera vez desde que lo conozco no se puso a mirar las piernas de Alice pensando que yo no lo veía ni intentó pasarle la mano por la nalga cuando me tuvo de espaldas saludando a la viuda de la capilla ardiente B-3, cuyo difunto sólo aceptó el ataúd después de meses y meses de gastos enormes en una clínica particular en sueros, radiografías y sondas, una de esas personas gastadoras incapaces de entender que la vida es un camino hacia la muerte y que no piensan en que dejan a quien se queda aquí sin medios, sin dinero para una excursión en autobús de señoras solas a España, donde se dice que hay unos muchachos generosos y jóvenes, con el sentido de la solidaridad humana, que consuelan a la gente por unas pocas pesetas en discotecas y otros lugares de culto que no he tenido ocasión de conocer.
Quitando a mi hermana y a mí, no ha venido nadie más: no tengo cuñados ni primos, mi marido nunca fue sociable y se limitaba a salir dos horas por la tarde, con un cartucho de maíz en el bolsillo, para un paseo solitario en la Baixa y una visita a las palomas de Camões, de modo que mi hermana y yo, agotada la conversación, nos quedamos calladas frente al ataúd hasta que me acordé de la agonía por encima de los filetes, le informé a mi hermana
—¿Sabes que dijo Alice al caer sobre los panecillos?
ella enrojeció como una ciruela agarrada al pañuelo de seda del cuello, un pañuelo floreado estupendo, ojalá tuviese yo uno igual
—¿Alice?
yo
—Alice, fíjate, vaya una a saber por qué
mi hermana de pie con una expresión extraña
—Espera un minuto que voy fuera a tomar aire
y esto fue hace tres meses y nunca más la he vuelto a ver pero di con ella ayer, al abrir por casualidad el cajón del escritorio de mi marido en busca de la tijera de las uñas, cuando encontré un sobre con fotografías de ellos dos abrazados, mi marido con el cartucho de maíz para las palomas en la mano y mi hermana con el pañuelo de seda al cuello, sonriendo delante de la estatua de Camões. Tal vez fuesen sólo amigos. Eran sin duda sólo amigos y las cartas que acompañaban a las fotografías, una de ellas agradeciendo el pañuelo y prometiendo Será lo único que me ponga cuando vengas a casa mi león adorado y otra que acababa Tu Alice que te muerde, no significaban más que una broma de cuñados a pesar de las piernas de ella y de la mano en la nalga. Mi hermana es una muchacha expansiva
(a los veintiséis años todo el mundo es expansivo)
y sin ninguna maldad y mi marido un hombre como es debido. Tal vez por eso llegue a sentirme sin duda un poco culpable cuando en verano vaya a España en autobús en una excursión de señoras solas y entre en una discoteca con un hombre simpático que me pida al oído, entre restallidos de besos, que le preste unas pesetas para pagar la cuenta por, qué disgusto, haberse olvidado la cartera en casa de sus padres.