El gran Barrigana
En los últimos cuarenta años, con entusiasmo, fervor y admiración, he visto jugar a casi todos los grandes porteros portugueses, desde el inolvidable Azevedo, el Hércules del Barreiro, hasta José Pereira, el Pájaro Azul
(de quien conservé durante varios meses una preciosa biografía ilustrada con muchas fotos, una de las cuales mostraba a un señor esmirriado y pequeñito al lado de una locomotora con el impresionante pie Su padre, Amadeu Pereira, en sus funciones de guarda del túnel del Rossio)
he visto al gigantesco Ernesto, del Atlético, el terror de los extremos, he visto a Abraão, del Olhanense, cuyo nombre mágico poseía para mí apocalípticas resonancias de catecismo, he visto a Cesário, del Sporting de Braga, en la tarde gloriosa del partido del Benfica en el que defendió todos los chutazos de Palmeiro, Arsénio, Águas, Rogério y Rosário, he visto a Capela, de la Académica, y a Sebastião, el rubio Nero del Estoril Praia, célebre por sus vuelos acrobáticos, he visto el estadio Francisco Lázaro rendirse absolutamente al fantástico Aníbal, con el tupé peinado con gomina, a propósito de quien mi tío João Maria exclamaba Sólo lo supera el de las Guerras Púnicas, he visto al caprichoso Carlos Gomes dar puntapiés a fotógrafos antes de trasladarse a España y de amenazar al presidente del club, cuando no le pagaban, con la sabia frase No hay dinero no hay portero, he seguido cariñosamente a Vital, del Lusitano de Évora, que surcaba el césped con el talón pensativo de la bota para marcar el centro de la meta, y sin embargo, para mi disgusto y frustración, nunca llegué a ver ningún partido de mi ídolo, Frederico Barrigana, el Mãos de Ferro, guardameta del Futebol Clube de Oporto. En el intento de compensar tal desdicha recortaba embelesado del periódico las instantáneas que lo mostraban saltando con un delantero que le hincaba en sus partes una rodilla disuasoria
(¿por qué partes si son enteras?)
con el fin de apaciguar los ímpetus asesinos del adversario; admiraba su calvicie y la gorra que la cubría con una exactitud de cápsula; coleccionaba sus entrevistas
(ejemplo de una declaración suya profética: Los muchachos del Elvas han de jugarse el todo por el todo)
y escuchaba boquiabierto en la radio de mi padre, con los dedos como pantalla en la oreja, los relatos de Artur Agostinho que, los domingos a las tres de la tarde, narraba con tono épico las proezas del gran Frederico Barrigana en un estadio lleno de gente a reventar. A los doce años, si no hubiese deseado con tanta pasión ser escritor, habría querido ser el Mãos de Ferro. Pero, claro, tenía la suficiente conciencia de mis limitaciones como para comprender que no se puede querer ser el gran Frederico Barrigana; se es, por don divino, perfecto como él desde el principio.
El dolor de no haber presenciado nunca un solo partido del gran Frederico Barrigana me acompañó toda la vida entre accesos de melancolía periódica que me llevaban a despreciar con un encogimiento de hombros a todos los otros guardametas, portugueses o extranjeros, que el Estádio da Luz me presentaba: era el Síndrome de Barrigana
(entidad nosológica que aún no he renunciado a hacer incluir en los libros de Medicina)
taladrándome el cerebro: el Mãos de Ferro se convirtió en el metro-patrón ideal, inalcanzable, de platino iridiado como el del Instituto de Pesos y Medidas
(para más aclaraciones véase la reproducción en el Manual de Física del tercer año del liceo)
que servía para evaluar todo en la vida, fuesen políticos, poetas, virreyes o escultores.
En 1973, en la Baixa do Cassanje en Angola, quiso el Altísimo que mis sueños y mis oraciones fuesen finalmente atendidos. En un intervalo de dramas guerreros en la frontera con el Congo que no importan ahora, pasaba yo por el campo de fútbol del Ferroviário de Malanje cuando reparé en un hombre de cierta edad, calvo y barrigón, chutando con ropa de entrenamiento a la meta defendida por un mulato con raya abierta a navaja en la maraña de rizos de su pelo, y en un grupo de niños negros que por detrás de la red aplaudían con entusiasmo al grito de
—Dale, Barrigana
—Sacúdele, Barrigana
—Mátalo, Barrigana
me acerqué primero incrédulo, después extasiado: era Él. En un campo perdido de África, en medio de los baobabs y mangos plagados de murciélagos, el Mãos de Ferro con silbato al cuello enseñaba fútbol a los chicos de las chabolas poseído de un espíritu misionero y de una devoción pedagógica que me transportaron y enternecieron. A cada chute del genio, los muchachos admirados gritaban
—Dale con todo, Barrigana
con una familiaridad que irritó a mi ídolo. Nadie, desde su punto de vista y desde el mío, Jefe de Estado, mariscal de campo, Papa o dentista, tenía derecho a tutear al divino Frederico Barrigana. Justamente indignado con tamaño ultraje, el Mãos de Ferro inmovilizó con un gesto patricio al mulato con raya a navaja que se cuadró de inmediato, sumiso, avanzó con el índice levantado hacia los niños paralizados del susto y ordenó con una voz terrible de Juicio Final, para hacerles hablar bien enseñándoles la respetuosa cortesía debida a los dioses que muy de vez en cuando la misericordia de Júpiter envía a nuestro encuentro para justificarnos la existencia, conquistadores, santos, geómetras y recaudadores de impuestos.
—Ni Barrigana ni de tú. De usted: señor Barrigana.
Y nunca lo admiré tanto como ese día.