La tercera guerra mundial

Los problemas comenzaron cuando compramos la casa en Rebelva. Tú querías ponerle en la fachada un cuadrado de azulejos que dijese Villa Natércia, que es tu nombre, y yo otro que dijese Villa Lopes, que es el mío. Argumentaste

—Si no es Natércia, no me tendrás ahí

argumenté

—Si no es Lopes, no pagaré la hipoteca al banco

y para demostrar mi firmeza esa noche, en lugar de dormir en la cama, dormí en el sofá de la sala y desperté con tortícolis, mientras que tú dormiste en tu almohada y en nuestro colchón y te despertaste tan fresca. Con la cabeza inclinada como un papagayo llegué a Rebelva con los azulejos de la Villa Lopes justo cuando el albañil colocaba la Villa Natércia al lado del porche mientras tú le indicabas

—Un poco más arriba, señor Fernando

yo todo torcido sujetando el mentón y extendiendo el Lopes

—Quite esa porquería de color rosa y ponga este letrero, señor Fernando

el albañil mirando ora a mí ora a ti sin saber qué hacer, con la llana en el aire, sugiriendo con miedo

—Si pusiese Natércia de un lado y Lopes del otro ¿no quedaría bonito?

de manera que los problemas comenzaron con la maldita vivienda. Hasta entonces las cosas no iban tan mal: una discusión de vez en cuando por culpa del borracho de tu hermano que se nos aparecía los domingos a la hora de la cena, se sentaba en mi sillón con un suspiro prolongado

—Hoy ceno con vosotros

oliendo a cerveza, me daba una palmada en la rodilla

—Gran Lopes

y devoraba en un santiamén, sin pedir permiso, la mayor parte del cocido, dejándome de herencia una patatita viuda y una gota de salsa. Pero quitando a tu hermano las cosas no iban tan mal, sobre todo a partir del momento en el que bajó al cementerio San José con cirrosis, dejó de tratarme de

—Gran Lopes

y yo comencé a mojar en paz mi pan en la fuente: tenía de nuevo el sillón para mí, no había aliento a cerveza flotando a mi alrededor, apareció la casa en Rebelva por una ganga, cinco habitaciones y una palmera en el patio sin hablar del porche que imitaba el estilo etrusco, de la chimenea del Algarve y del hogar que humeaba más hacia dentro que hacia fuera pero hasta quedaba bonito con leños eléctricos dentro y no nos llenaba las paredes de hollín. Estuvimos de acuerdo en decorar el jardín con enanitos encima de las columnas del portón, e íbamos a comenzar la mudanza cuando surgió la cuestión del nombre y el albañil se puso a quitar azulejos y a pegar azulejos, los tuyos de color rosa y los míos verde lechuga, lo que a dos mil escudos la hora nos dejó sin dinero para los muebles nuevos y el acuario con pececillos bajo la palmera, lo que, a dos mil escudos la hora, nos acabó dejando sin dinero para azulejos. Nos queda en la fachada la palabra villa escrita con aerosol y después de la palabra Villa las palabras Natércia y Lopes alternadas, color rosa y verde lechuga, escritas por ti y por mí a lo largo de la pared todo alrededor de la vivienda, nos queda ahora la vivienda desierta, habitada por cucarachas y telas de araña y nosotros en el piso de São Domingos de Rana a la espera, mirándonos en silencio, cada cual empuñando su bote de aerosol, tú tan fresca de haber dormido en la cama y yo con la cabeza torcida por el sofá, deseándonos mutuamente la muerte con una rabia feroz. Cuando acabemos de pagar los plazos al banco, dentro de veinte años, tal vez aún exista la palmera, intacta, entre ruinas de ladrillos y tal vez el que sobreviva de nosotros pueda pegarle en el tronco un cuadrado de azulejos victoriosos, Villa Natércia o Villa Lopes, sentado en una silla coja bajo la ruina del porche.