El último rey de Portugal
—¿Y se puede saber por qué ahora no quieres tener el hijo?
preguntó la mujer sentada en el borde de la cama cepillándose el pelo, el hombre estaba de pie con el cuello de la camisa hacia arriba, ajustándose el nudo de la corbata, y encontró el reflejo de ella en el espejo
—Siempre he dicho que quería tener un hijo, pero en este momento no.
La mujer del espejo y la mujer fuera del espejo le parecían diferentes. Sólo una de ellas era zurda, pero ambas daban la impresión de odiarlo y le resultó difícil conversar con dos seres que poseían una única voz, una voz que casualmente lo perseguía
—¿Y por qué motivo en este momento no?
El hombre cerró los ojos: pensó que si cerraba los ojos las mujeres desaparecerían y la voz también. Pero no desaparecieron: seguían cepillándose el pelo sentadas en el borde de la cama, cepillándose el pelo con el mismo movimiento lento, pensativo, repetido, interminable.
Dios mío, no sé qué daría por no estar aquí, pensó el hombre que se bajaba el cuello y retrocedía un poco observando el efecto, intentando ganar tiempo para una disculpa sólida. Disculpa sólida, disculpa sólida. No se acordó de disculpa sólida alguna
—Nos haría falta un piso más grande y aún no hemos terminado de pagar éste. Vivir en tres habitaciones y con niños ni pensarlo.
Se dio la vuelta y la mujer volvió a ser una: Le tengo miedo, qué extraño, pensó el hombre. Un camisón, una cabeza rubia, un cepillo a lo largo del pelo, el vello claro de los brazos
—¿Me acompañas a la partera para hacer el aborto al menos?
preguntó la mujer en el mismo tono casual con el que preguntaría si iban a cenar fuera el sábado
(cenaban siempre fuera el sábado)
o si veían la película que marcaron con un círculo en el periódico. Esa semana habían marcado tres películas y una obra de teatro: era él quien elegía y era raro que no estuvieran de acuerdo. En la mayor parte de las cosas, pensó el hombre, en casi todas las cosas solían estar de acuerdo. Hasta hoy, con aquello en medio, aquel descuido idiota que los separaba. ¿Y qué partera, y dónde, y cómo se hacía? ¿Y si hubiese, yo qué sé, alguna complicación, algún problema?
—Iré contigo a la partera
dijo el hombre
no quiero que vuelvas sola a casa.
Le dieron la dirección de una partera en Campo de Ourique que no lo dejó entrar. Esperó en el coche, en doble fila, pensando Debe de estar furiosa conmigo, pensando Seguro que me lo reprochará, pensando Dentro de un día o dos le regalo un ramo de flores, dentro de un mes o dos se olvidará, no tiene sentido que no se olvide, pensando en la cantidad de episodios malos que él, hombre, había olvidado, la muerte de su madre, la muerte de su hermano, una antigua novia que lo cambió por otro y le dieron ganas de matarse. En el momento en el que la mujer entró en el coche el hombre pensaba que era fantástico cómo todo se olvidaba. Ni siquiera la encontró muy pálida
—¿Y?
preguntó. La mujer no dijo nada. Llevaba una cajita de pastillas en la mano, tomó una pastilla en cuanto entró en casa, tomó una segunda pastilla media hora después y se acostó, el hombre se quedó un rato en la sala sin oír música, sin ver televisión, sin leer. Cuando fue a la habitación la mujer dormía y siguió durmiendo al tumbarse a su lado y al apagar la luz. Salió hacia la empresa y ella seguía durmiendo. Telefoneó antes de comer, telefoneó después de comer y nadie contestó, se preocupó, le pidió al jefe salir más temprano y llegó a las tres y veinte. La mujer hacía las maletas en el rellano
—Me quedo una semana en casa de mis padres y después vuelvo. No te molestes por el transporte que ya he pedido un taxi.
Quiso ayudarla con el equipaje pero ella no le dejó. Las maletas golpeaban en los escalones a medida que bajaba, golpeaban con toda la fuerza en los escalones y sin embargo nada se había alterado en el piso, a no ser el hecho de no haber nadie en el espejo
—Es sólo una semana
se tranquilizó el hombre como si lo creyese
—Dentro de una semana la tengo aquí otra vez.