Soy seis meses más joven que su padre
Siempre que pienso en Montijo, Joana, me acuerdo de ti. Yo acababa de llegar de África, el sueldo entero apenas alcanzaba para la gasolina, tu hermana había nacido dos años antes, los botes de comida para niños eran caros y como me hacía falta dinero iba después de comer, tres veces por semana, a pasar consulta a la Caixa do Montijo. Sitio siniestro la Caixa do Montijo: una multitud de infelices a la espera en bancos largos, cabecitas en la jaula de las taquillas y el director con gafas preguntándome el nombre y recostándose en la silla en meditaciones profundas, de la que se incorporaba para informar con pompa
—Su padre es de mi promoción. Soy seis meses más joven que él.
Después eran aflicciones, quejas, lamentos, yo, aún en Angola, auscultando y recetando pastillas, la puerta que se abría, la enfermera, respetuosa, cuadrándose, y el director a mí con un gesto indulgente
—Quédese tranquilo. Soy seis meses más joven que su padre, ¿sabía?
Al final de la consulta, al entregar los papeles en el despacho, una de las oficinistas me gritaba desde el fondo
– El señor director lo ha llamado a su despacho
yo pensaba camino del piso de abajo
—Tal vez piensan que pido análisis de más
giraba el picaporte y desde la otra punta de la mesa un par de gafas victoriosas me medían desde la coronilla a los pies con un júbilo sin nombre
—Hijo de Lobo Antunes, ¿eh? Enseguida me di cuenta de que se parece mucho a su padre. Ahora aprovecho para decirle que soy seis meses más joven que él.
Montijo era también el doctor Reis, cuya cultura médica consistía en los telefilmes del doctor Kildare. Hombre grande, ya anciano, frente a cualquier enfermo retrocedía un paso con una arruga de concentración en la frente y ordenaba estirando el índice definitivo
—Pónganle suero
tuviese el desgraciado lo que tuviese, gripe, estrabismo, uñero, cáncer, el doctor Reis, resoplando en el chaleco como una paloma hinchada, se dirigía hacia la víctima que intentaba escaparse con gruñidos de pánico, la sujetaba por las muñecas con una compresión firme, la miraba bien a los ojos y gritaba a la familia aterrada
—Soy yo el que entiende de enfermedades. Él asegura que es una muela, pero esto es mucho más grave que las muelas. Soy yo el que entiende de enfermedades. Pónganle suero
y mientras Montijo se convertía en una tierra de pobres diablos atados a la cama, con la tortura de una bolsa que les goteaba en el brazo, el director corría detrás de mí hasta el automóvil haciéndome señas con el estetoscopio entre gestos frenéticos
—Soy seis meses más joven que su padre
Estaba también el río, los pantanos del río, barcos muertos en la superficie, con la barriga hacia arriba como peces difuntos, estaba la enfermera de los rayos X, una gorda descomunal que me atraía a su cubículo de tinieblas, con una bombilla roja en el techo y fotografías de huesos en cubas de metal para aplastarme contra la pared murmurando pasiones con sus senos inmensos, y yo ahogado bajo las glándulas escuchaba antes de que me sumergiesen en una montaña de gasas al doctor Reis que aumentaba su población de agonizantes
—Pónganle suero
y por detrás del doctor Reis monótono, insistente, vengativo, el director que me buscaba afanosamente de sala en sala con su graznido eterno
—¿Lobo Antunes? ¿Hijo de Lobo Antunes? Soy seis meses más joven que su padre.
Una tarde, en el café donde me preparaba para el regreso a Lisboa con naranjadas y pasteles de arroz, deslizando el ojito vagabundo por las profesoras del instituto, el director apareció con su bata al viento, agitando el vademécum, y yo, poseso, con la boca llena de migas
—Ya lo sé, ya lo sé: es seis meses más joven que mi padre
y él, radiante
—Así es. Acaban de telefonear de su casa para anunciar que su mujer ha tenido una hija.
Eras tú. Me puse tan contento que le eché las manos al cuello en un impulso agradecido
—He torturado a mi padre y él confiesa que no son seis meses. Mi padre admitió al décimo choque eléctrico que es seis meses y medio mayor que usted.
Fue horrible: el director comenzó a ponerse pálido, a ponerse pálido, a ponerse pálido, los camareros se precipitaron con vasos de agua, le ofrecieron una silla, le daban palmadas en las mejillas, le aflojaban el cuello, y yo fui a la maternidad a conocerte y eras guapa.
Al día siguiente supe que el doctor Reis lo había puesto a suero. Nadie comprendió el sentido de sus últimas palabras piadosamente recogidas por la gorda en un intermedio del coma terminal.
—¡Caramba! Soy seis meses y medio más joven que su padre.
Nadie comprendió pero el doctor Reis advirtió que la incoherencia es frecuente en los pacientes a suero, y como sigue más episodios del doctor Kildare que cualquier otra persona no me cuesta creer que pueda tener razón.