La Praia das Maçãs

Y entonces a principios de agosto nos íbamos a la Praia das Maçãs. Todo comenzaba como la partida, en sobresalto de fuga, de aristócratas rusos después de la revolución del diecisiete: se quitaban los tapices y las cortinas, se enrollaban las alfombras, se cubrían los sofás con sábanas blancas, se descolgaban los cuadros de las paredes que mostraban rectángulos más claros colgados de ganchos, se envolvían los candelabros, los cubiertos, las teteras y las bandejas de plata con periódicos, la casa aumentaba de tamaño y los sonidos ganaban la amplitud de retumbo de pasos en un garaje por la noche, llegaba una camioneta para cargar el frigorífico, el equipaje y a las criadas que salían por la mañana temprano, antes de nosotros, hacia el exilio de las vacaciones, y por la tarde mis padres embarcaban a los críos que luchaban en el asiento trasero por un lugar junto a la ventanilla, entre lágrimas, puntapiés y gimoteos, excepto mi hermano menor que, de pie en el asiento con el babero al cuello y un Pluto de goma apretado al pecho, hacía señas de adiós, de Benfica a Sintra, a los automóviles que nos seguían.

Después de Colares los adioses se hacían imposibles por culpa de la neblina: se distinguían a duras penas tejados de chalés y vagas copas de pinos en medio de una bruma difusa, el mar invisible chirriaba con un mecanismo oxidado de cuna, llegábamos al anochecer a una vivienda desconocida y húmeda, rodeada de arbustos horriblemente tristes que las olas se habían olvidado de llevar, dormíamos en mantas mojadas con el rumor del faro que nos barajaba los sueños, y al día siguiente, a las nueve de la mañana, nuestra madre, en bata, llegaba a la cubierta del jardín a observar la neblina con ceño de almirante, afirmaba

—Después de la una despeja

y nosotros, sus hijos, con panamá en la cabeza, sumergidos en cáscaras concéntricas de chaquetas de punto, parecidos a los automovilistas vestidos de oso de principios del siglo pasado, desfilábamos tiritando, en fila india, guiados por la criada, con la nariz morada por el frío, hasta la playa en la que se distinguían los iglúes de uno o dos toldos imprecisos, icebergs a la deriva y los niños-pingüinos de una colonia de vacaciones chillando como lechones y pataleando de susto, a quienes bañeros-esquimales agarraban a la fuerza para zambullirlos de golpe, en un clima de aurora boreal, entre guijarros de hielo y esqueletos de exploradores polares.

Sentados en la arena, entre escalofríos de gripe, con palas, cubos de plástico y moldes de tarta inútiles, nos reconocíamos los unos a los otros por el ímpetu de la tos y por la tonalidad de los estornudos, y en el Instituto de Socorro a Náufragos se acumulaban, en las mesas de piedra de los ahogados, moribundos de neumonía con tantas chaquetas de lana y tantos panamás como nosotros.

A las once, cuando por los lados de la sierra embozada en películas grises crecía un trozo de castillo, nuestra madre bajaba a la playa, se descalzaba junto a la estaca de toldo donde se amontonaba un rimero de sandalias, abría el Paris-Match y preguntaba radiante, señalando satisfecha una franja pequeña de almenas

—¿No dije que dentro de poco despejaría?

a la vez que distribuía a cada uno tabletas de aspirina.

Nunca más volví a la Praia das Maçãs. Algunos de mis hermanos siguen insistiendo en esas exploraciones árticas y me sorprende siempre que utilicen un automóvil en lugar de trineos tirados por renos para atravesar Colares. Supongo que se alimentan, en septiembre, de aceite de foca y carne salada, con estalactitas de hielo suspendidas de las orejas, y embeben pabilos en grasa de ballena para alumbrarse por la noche. Los reencuentro en octubre, aún vivos, abrazándome, entre gruñidos, con una efusividad de aletas de morsa. En esta Navidad pueden vernos equilibrando bolas en la punta del hocico en el circo de Damaia. Es fácil reconocerme: soy el que saca los pececitos del bolsillo al final de cada número.