Las personas mayores

Fui conociendo a las personas mayores de abajo hacia arriba a medida que mi edad iba creciendo en centímetros, marcados en la pared por el lápiz de mi madre. Primero eran sólo zapatos, a veces descubiertos bajo la cama, enormes, sin pies dentro, y que me ponía enseguida para caminar por la casa, moviendo las piernas como un buzo, con un estruendo inmenso de suelas. Después tomé conocimiento de las rodillas cubiertas de tela o de medias de cristal, formando alrededor de la mesa bajo la cual yo gateaba una empalizada que me impedía huir. A continuación vinieron las barrigas desde donde salían la voz, la tos y la autoridad a pesar del inútil esfuerzo de tirantes y de cinturones.

Al llegar a la altura del mantel aprendí a distinguir a unos adultos de otros por las medicinas entre la servilleta y el vaso: las gotas de la abuela, los jarabes del abuelo, los variados colores de los comprimidos de las tías, las cajitas de plata de las pastillas de los primos, el vaporizador del asma del padrino que él recibía abriendo las mandíbulas con una ansiedad de mero. Comprendí en esa época que tenían la risa desmontable: se quitaban los chistes de la boca y los lavaban, después de comer, con un cepillito especial. Me ocurrió encontrarlos bajo la forma de gargantillas de dientes en un estuche de encías rosadas escondidas detrás del despertador los domingos por la mañana, burlándose de los rostros que sin ellas envejecían mil años de arrugas mustias como flores de herbario que devoraran los labios con sus pliegues concéntricos.

Ya capaz por mi tamaño de mirarlos a la cara, lo que más me sorprendía en ellos era su extraña indiferencia antes las dos únicas cosas verdaderamente importantes del mundo: los gusanos de seda y los paraguas de chocolate. Tampoco les gustaba coleccionar saltamontes, masticar estearina ni darse tijeretazos en el pelo, pero en compensación tenían la manía incomprensible de los baños y de los dentífricos y cuando se referían delante de mí a una pariente rubia, muy simpática, muy pintada, muy fragante y más guapa que todos ellos, se ponían a hablar en francés mirándome de reojo con desconfianza y aprensión.

Nunca me di cuenta de cuándo se deja de ser pequeño para convertirse en mayor. Probablemente cuando la pariente rubia comienza a ser mencionada, en portugués, como la desvergonzada de Luísa. Probablemente cuando sustituimos los paraguas de chocolate por bistecs tártaros. Probablemente cuando nos empieza a gustar ducharnos. Probablemente cuando nos ponemos tristes. Pero no estoy seguro: no sé si soy mayor.

Claro que acabé el instituto, he ido a la facultad, me tratan de doctor y hace siglos que nadie se acuerda de mandarme lavar los dientes. Debo de haber crecido, creo yo, porque la pariente rubia dejó de sentarme en su regazo y de acariciarme el pelo provocando en mí una comezón en la nariz que me ponía lánguido y que, según aprendí más tarde, es el equivalente de lo que llaman placer. El placer de ellos, claro, mucho menor que el de masticar estearina o dar tijeretazos al flequillo. O rasgar papel por la línea de puntos. O mostrar un sapo a la cocinera y verla caerse de espaldas, con los ojos revirados, derribando las latas que anuncian Alubias, Harina y Arroz y que en realidad contienen pasta, azúcar y café.

Debo de haber crecido. Seguramente he crecido. Pero lo que en realidad me apetece es invitar a la pariente rubia a cenar conmigo en el Gambrinus. Le pido al camarero que nos traiga dos raciones de paraguas de chocolate y mientras chupamos el bastoncito de plástico le muestro mi colección de saltamontes en una caja de cartón. Puedo equivocarme, pero por la manera como me hacía caricias en el pelo, con ojos tan jóvenes como los míos, estoy casi seguro de que le va a gustar.