Ayer, a las tres de la tarde
Conozco a Pedro desde que me conozco. Vivíamos ambos en la Travessa dos Arneiros, en Benfica, yo abajo entre el taller de calzado del señor Florindo y la carbonería que vendía briquetas y vino tinto habitada por un cuervo con las alas cortadas que insultaba al mundo desde el serrín del suelo, y él con su abuela, cerca del cementerio, en una casita con bambis de cerámica en los estantes y un patio con un níspero silvestre pegado al muro.
Íbamos juntos a la escuela del señor André, coleccionábamos a medias los muñecos de los caramelos y las fotografías de artistas de cine de los chicles, pedíamos para San Antonio en el Largo Ernesto da Silva y leíamos el Ecos de Pombal del que su abuela era suscriptora, sobre todo la necrológica llena de esquelas sorprendentes. Recuerdo que una de ellas anunciaba que había fallecido oportunamente en Brasil el comendador Ernesto da Conceição Borges, tío de nuestro estimado colaborador Carlos Alberto Borges. Por mi parte, espero no morir nunca oportunamente para ningún sobrino.
Después, como mi padre era médico, fui al Liceo Camões. Como la abuela de Pedro estaba suscrita al Ecos de Pombal, él fue a la Escuela Veiga Beirão. Pero a pesar de esta diferencia de destinos derivada del hecho de que yo tuviese doce habitaciones y él sólo dos, seguimos siendo amigos. Nos iniciamos el mismo sábado por la tarde en los misterios de la carne, en un primer piso de la Rua do Mundo, sala llena de espejos y de terciopelos rasgados con beneméritas en bata haciendo un ganchillo de tías en sillas trémulas. Una dama en pantuflas que arrastraba las varices como un plantígrado inválido nos ofreció una cerveza a la entrada y nos vació los bolsillos a la salida y, mientras bajábamos las escaleras con un estado de ánimo próximo a la levitación, yo pensaba en la mujer que me había concedido por primera vez en mi existencia el don de volar: se llamaba Arlete, había sido educada en un colegio de monjas en Penafiel y trabajaba en el Bairro Alto para mantener a su madre ciega.
(Aún hoy, cuando me acuerdo de ella, espero que sea suscriptora del Ecos de Pombal para poder leer la noticia de que se le murió un tío comendador en Brasil, con el fin de dar a su madre el bienestar que la digna señora merece y llegar a completar su educación religiosa.)
Después de la guerra, Pedro y yo seguimos viéndonos. Había dejado Benfica, había alquilado una casa en Amora, trabajaba como contable en una fábrica de neumáticos y yo escribía novelas que discutíamos frase a frase, sentados en sillas de lona, bajo el manzano del jardín. Hice de él un personaje de uno de mis libros, hice de su abuela un personaje de otro. Lo visitaba los sábados y hablábamos horas y horas de la Benfica perdida y de lo que, sin embargo, no habíamos ganado. Yo me había divorciado hacía poco tiempo, Pedro nunca se casó.
Ayer, como de costumbre, fui a encontrarme con él en Amora. Eran las tres de la tarde. Al parar el coche, lo vi caminar hacia el manzano sin reparar en mí, con una bufanda de seda al cuello. Trepó al árbol y ató la bufanda a una rama alta, llena de manzanas muy pequeñas. Después dio un salto y acabó colgado en el vacío.