26

 

 

Después de que Ezequiel se marchase me enfrenté a la nada, al vacío que habitaba en cada rincón, en cada esquina. Al sonido hueco que producían mis pasos sobre la tarima. Al silencio que parecía comerse la vida de aquella casa y amplificaba su aspecto de mausoleo. Como una autómata fui abriendo todas las ventanas de las estancias para que el aire cálido de aquel mes de agosto entrase. No me importaba que la temperatura subiera, necesitaba que el olor a cerrado desapareciera lo antes posible. Conecté la radio y subí el volumen para que se escuchara en todas las habitaciones. Necesitaba oír voces, me daba igual de quién o qué contasen, solo quería sentirme acompañada; falsear aquella soledad, engañarla para no convertirme en su presa. Me introduje en la ducha y dejé que el agua limpiase el rastro que el hospital había dejado en mi piel. Salí al jardín delantero con el pelo empapado y un desatornillador en la mano. Desprendí la aldaba de la puerta y, al hacerlo, el viento que antecede a las tormentas de verano zarandeó las ramas de los rosales. Tras su paso dejó un rastro de pétalos rojos, rosas y amarillos que se esparcieron por el jardín delantero de la casa. Las ramas del castaño de Indias oscilaron. Se dejaron llevar por las rachas de viento que cada vez eran más fuertes. El aire comenzó a oler a tierra mojada, a madera de pino y a jara. Cuando la luz del sol perdió intensidad y el cielo se encapotó, entré en la casa, apagué la radio y me senté en el salón. No cerré ni una sola ventana. Quería, añoraba escuchar el sonido de la lluvia golpeando el tejado. Necesitaba sentir la humedad del aire, como lo hiciera en el pueblo tarde tras tarde. Y así, con la aldaba en mis manos y los ojos cerrados, permanecí hasta que la lluvia cesó.

La vida, nos guste o no, continua, con o sin nosotros, me dije recordando las palabras de Ezequiel, mientras contemplaba el rastro que el paso de la tormenta había dejado en el jardín. La hojarasca, los pequeños charcos y las gotas de agua que aún se resistían a caer de las hojas del Castaño de Indias, que resbalaban lánguidas, sin ganas, me llevaron al pueblo, a sus cielos malvas y al sonido del agua golpeando los tejados. Esbocé una sonrisa agria pero decidida. Debía seguir adelante, avanzar, me dije y marqué el teléfono para pedir la cena. Cerré las ventanas y volví a conectar la radio para que el vacío, aquella nada destructiva, no volviera.

Me desperté desubicada. Había pasado demasiado tiempo sin dormir en mi cama y aquella ausencia involuntaria hizo que todo, en aquel momento, me resultara ajeno e incómodo. Salí a la pequeña terraza de mi cuarto, que daba al jardín trasero, y miré hacia el porche. Cerré los ojos e imaginé a Santos sentado en uno de los escalones de madera esperándome, como hacía todos los días en el pueblo. ¿Habría llegado a ver la novela sobre el sofá? ¿Qué habría sido de él después de la marcha de Margaret?, me pregunté. ¿Quizá mi novela fuese lo único que aún mantendría sus recuerdos vivos? Si había encontrado a Margaret, él también debía estar esperándome en algún lugar, tal y como vaticinó Jacinta. Ya no me planteaba preguntas insustanciales que no tendrían respuestas lógicas. Sabía que lo que había vivido durante el coma era real, al menos una parte de ello. Y en esa parte estaban ellos; Margaret y Santos.

Con un café en mi mano y el recorte de la oferta de empleo de Santos en la otra, sin dejar de mirarla, me dirigí al despacho con la idea de ponerme en contacto con él. Sabía que no podía perder mucho tiempo en hacerlo. Tenía que encontrarle lo antes posible, me dije. Y, aquello, mi deseo de localizarle, me hizo olvidar la soledad, el vacío de la casa y mi cita con Ezequiel.

Conecté el ordenador, pulsé el espaciador e introduje mi clave. Esperé unos minutos a que cargara por completo y, al hacerlo, el salvapantallas saltó. Dos hojas de arce, rojas, de un rojo aterciopelado y brillante comenzaron a ir y venir en la pantalla. Contemplé, sonriendo, cómo se alejaban y se acercaban. Dejé que su vaivén acompañara los sorbos pausados que le di al café sin preguntarme por qué estaban ahí o quién las había puesto en mi ordenador. Sencillamente estaban, y me gustó que fuera así. Coloqué el cursor sobre la barra y busqué los últimos archivos y páginas web que había visto la última vez que estuve conectada, el día antes del accidente. Todas las direcciones correspondían a la localización de un pueblo rodeado de montañas, aislado y calificado como uno de los mejores destinos para el turismo rural y la meditación. Fui leyendo los artículos que según la selección de mi ordenador ya había visto con anterioridad, hacía nueve meses. En todos ellos hacían hincapié en que la zona disponía de un microclima que propiciaba tardes de lluvia. Ensalzaban sus grandes campos de lavanda en primavera, el tono violeta de los mismos y un bosque de arces asentado en la ladera del monte, que evitaba que las lluvias constantes que sufría la zona provocasen peligrosos desplazamientos de tierra.

Cuando Ezequiel pasó a recogerme aún seguía sumergida en la información que había ido recopilando del lugar al que correspondía el teléfono de Santos. Terminaba de cargar el Google Earth para visionarlo cuando su voz me sobresaltó:

—No puedo creer que aún estés sin vestirte; en pijama. ¡Por Dios!, Fabiola, son más de las tres de la tarde. Llegaremos tardísimo a la residencia y yo a la reunión.

»Imagino que habrás almorzado, no vayas a decirme que aún estás sin comer, que solo has tomado café —me recriminó señalando la taza—. Y tu medicación, ¿has tomado la medicación? No puedes saltarte ni una de las cinco comidas que te han pautado, es importantísimo…

Apagué el ordenador y bajé la tapa casi en el mismo instante en que él cruzó la puerta de mi despachó. No quería que viera las páginas que tenía cargadas, que supiera lo que estaba buscando. Le sonreí mientras deslizaba con disimulo el recorte del periódico dentro de mi agenda y señalé el vaso de agua y la medicación que tenía sobre la mesa, también el recipiente vacío de una lasaña.

—¡Vaya! ¿A dónde ha ido a parar esa flema inglesa? Creo que ahora nos vamos a llevar mucho mejor que en todos los años que hemos permanecido juntos, como pareja —le dije irónica.

»Voy a vestirme, no tardo ni un minuto.

—¿Por qué has quitado la aldaba? —me preguntó con ella en la mano, levantándola frente a mí—. Te dije que la colocaría en cuanto tuviera un momento.

—Es lo único que me voy a llevar. Imagino que habrás sopesado la posibilidad de vender la casa —asintió con un movimiento de cabeza—. Pues es lo único que quiero, nada más. No quiero dejarla ahí, no vaya a ser que se le antoje a alguien cuando la pongamos en venta...

 

 

Cuando llegué a la residencia mi madre estaba sentada en el jardín. En el banco de siempre. Tenía la mirada fija en una rosa que alguien le había cortado. Le gustaban las rosas rojas, rojas como el carmín, solía decir. Me senté a su lado y durante unos minutos la miré en silencio. Ella siguió ensimismada, sin percatarse de mi presencia.

—¡Hola mamá! ¿Cómo estás? —le pregunté con la voz ahogada—. No he podido venir a verte antes —y le di un beso en la mejilla.

Se giró y me miró. Sus ojos seguían teniendo aquella expresión de niña perdida que poco a poco, días tras día, fue otorgándoles el paso de la enfermedad. Me sonrió y volvió a su rosa, a su contemplación. Regresó al olvido, al suyo y al mío, a aquella maldita falta de recuerdos que tanto daño me hacía. La abracé y lloré. Lo hice por dentro, no fuera a ser que ella sintiera mi dolor.

»Tengo tantas cosas que contarte —dije en un susurro ahogado, quebrado y lleno de dolor—. Me gustaría que estuvieras aquí, que volvieses. ¡Te necesito tanto!

Se acomodó a mi abrazo y reposó su cabeza en mi hombro. Acaricié su pelo y le canté la nana. La canción de cuna que ella tantas veces me cantó y que desde hacía unos años le cantaba yo.

—Has vuelto, pececillo, has vuelto, ¡gracias a Dios! —exclamó sonriendo y su mirada recobró el brillo de antaño—. Fui a buscarte. Te echaba en falta, muchísimo. Aquí nadie sabe cantar esa nana como tú, como mi pececillo de agua dulce.

»Sabes, el pueblo en el que has estado es maravilloso. ¡Qué bonito! Sus cielos violetas me recordaron a los campos de lavanda. ¿Recuerdas los campos de lavanda en primavera? Eran igual que el cielo de ese pueblo. Aunque si te digo la verdad, lo que más me gustó fueron sus arces. Esas ramas repletas de hojas rojas. Tan rojas como la sangre, como la vida, como el color del amor. Quise quedarme más tiempo contigo. Estabas tan asustada. Pero Jacinta me dijo que aquel no era mi lugar y me obligó a marcharme.

»Pero…, qué te pasa pececillo, ¿por qué has dejado de cantar? —Me preguntó acariciando mis mejillas al ver que yo no respondía, que impresionada por sus palabras había palidecido—. ¡Anda!, vuelve a cantarme la nana, no dejes de hacerlo. Me hace tanto bien escucharte… —Agachó la cabeza y volvió a su flor.

Y como vino retornó. Regresó al olvido, al suyo y al mío, a esa falta de recuerdos que tanto me lastimaba. Al mirarla, al ver como había vuelto a irse, comprendí que la vida estaba hecha solo de sentimientos y recuerdos, y, al hacerlo, recé para que ya no fuera demasiado tarde.