7

 

 

La lluvia seguía arreciando. Los goterones que caían del tejado golpeaban con fuerza las losetas de barro cocido de la entrada, se estrellaban contra ellas deshaciéndose y formando pequeños charcos. A los lados, bajo los canalones de bajada, había dos aguazales que amenazaban con invadir la entrada de la casa.

—Llueve con demasiada fuerza y constancia—dije abstraída, mirando por uno de los ventanales del salón—.Esta lluvia, su persistencia, me produce una impresión extraña. Cada vez que miro por la ventana tengo la sensación de que sufro un deja vu.

—Suele llover así todas las tardes. No es un clima tropical, pero lo parece —respondió y sonriendo se dirigió al mueble donde estaban los licores—. Hay Ginebra, Whisky… —hizo una pausa y me miró fijamente, como si intentase adivinar mis pensamientos, robármelos—. Creo que lo más adecuado es un Limoncello. Después de una cena tan copiosa hay que tomar algo que ayude a hacer la digestión, con más motivo a estas horas tardías.

Sus ojos regresaron a aquella expresión tan especial, tan cercana que me desconcertaba y, al tiempo, me recorría por dentro como si fuese un recuerdo impreciso y borroso, como si hubiera formado parte de mi vida en algún momento que no era capaz de recordar pero que estaba segura había existido.

—Gracias —le respondí.

Y volví la mirada hacia el ventanal, a las gotas de agua sobre el suelo, a los aguazales. Mis pensamientos regresaron junto a Ezequiel. Se detuvieron en la hoja de arce y volví a preguntarme, una vez más, qué hacía allí, por qué me había dejado llevar por la ira, por la rabia. ¿Qué derecho tenía a sentirme dolida cuando le vi con otra mujer? ¿Por qué me lastimaba tanto saber que otra persona había ocupado mi lugar, si sabía, desde hacía tiempo, que tarde o temprano aquello iba a suceder?

El sonido del licor amarillo cayendo en los vasos acompañó bajito y temeroso a la voz de Cat Stevens que sonaba en el tocadiscos, al ruido de la lluvia golpeando con fuerza el tejado y a mi corazón que en aquellos momentos latía desacompasado.

—Es usted una mujer muy valiente Fabiola —dijo dándome el vaso y levantando el suyo para brindar—. ¡Por su valentía!

—No entiendo —dije.

—Aceptar este trabajo sin conocer el lugar, sin saber nada de mí, es toda una muestra de valor. Incluso, me atrevería a decir, de coraje. Imagino que antes de venir lo habrá comentado y le habrán dicho que era un riesgo. Estoy seguro de ello. Yo mismo se lo habría dicho.

—¡Vaya! —exclamé—. Qué tranquilizador. Si usted piensa que estoy corriendo un riesgo al aceptar su trabajo, es para no preocuparse —le respondí en tono sarcástico, aunque con un cierto temor que intenté ocultar.

»Sí, me lo advirtieron.

—¿Y lo sopesó? —preguntó con expresión divertida y una media sonrisa que iluminó sus ojos.

—No, para qué hacerlo. Mi vida tiene varios rotos imposibles de remendar y antes de decidirme a venir ya me había colado por uno de ellos —expuse recordando a mi marido. Nuestra vida en común. Nuestro distanciamiento—. Si le soy sincera me siento como si estuviera en la cima del Salto del Ángel. Extasiada por todo lo que me rodea, pero con miedo a precipitarme por la catarata en cualquier momento.

—No crea que es la única que tiene la sensación de estar suspendida en el vacío o a punto de caer por él, yo llevo así bastante tiempo —dio un trago largo y volvió a llenarse el vaso.

Levantó la botella ofreciéndome más licor. Negué con un movimiento de cabeza y le enseñé mi vaso que aún estaba casi lleno.

Él permanecía de pie, yo sentada en uno de los sofás. Era marrón oscuro y tan duro e incómodo que me obligaba a mantenerme medianamente erguida. Bonito y decorativo, pero solo eso, decorativo y caro. Demasiado caro, como muchas de las cosas de las que nos rodeamos, pensé revolviéndome incómoda en él, intentando, sin conseguirlo, adaptarme a su diseño elitista y, como tal, encorsetado.

Caminó hasta el ventanal y me dio la espalda. Permaneció con la mirada fija en el exterior, perdido en algún pensamiento. Ensimismado. Como si estuviera solo en aquel gran salón, como si para él lo habitual fuese no tener compañía. Fue tal su abstracción que, durante aquellos minutos de silencio en los que solo se escuchaba el sonido de la lluvia y la voz de Cat Stevens, estoy segura de que si me hubiese marchado, Santos, no se habría percatado de mi ausencia.

—El amor es lo único que hace que este mundo siga existiendo, ¿no cree? —dijo dándose la vuelta. Me miró con expresión relajada, como si llevásemos hablando horas sobre ello. Como si pensara que yo era partícipe de los pensamientos que lo habían acompañado frente a la ventana, o él hubiese estado reflexionando en voz alta.

—Bueno…, creo que la avaricia está ahí, en un ten con ten. El amor a veces nos detiene, nos hace frenar nuestros pasos en la vida. La avaricia no, la avaricia es capaz de llevarse todo por delante, incluso el amor—respondí.

Se puso en cuclillas a mi lado, apoyó una de sus manos en el reposabrazos del sofá en el que yo estaba sentada y dijo:

—Me gustaría comenzar mañana con el trabajo —y se acercó a mí como si entre él y yo hubiese confianza, como si fuésemos viejos amigos.

Mientras hablaba, sus ojos recorrieron mi rostro despacio, con detenimiento. Me pareció que buscaba algo, como si la piel de mi cara fuese un mapa y él anduviese por ella en busca del lugar donde se ocultaba el tesoro. Le miré sin articular palabra, algo confusa y bastante incómoda. Tras unos instantes de silencio en los que no dejó de mirarme fijamente, se levantó y volvió al ventanal. Continuó hablándome como si nunca hubiera abandonado su posición junto a él:

 »Si está de acuerdo nos vemos mañana por la tarde. Espero que para entonces le haya dado tiempo a revisar lo escrito por Torcuato. No quiero que se demore mucho más la biografía. Dispongo de poco tiempo —dijo frotándose las muñecas con fuerza, como si le doliesen. Incluso me pareció adivinar cierto gesto de dolor en su rostro—. Buenas noches, querida Fabiola —concluyó encaminándose hacia la puerta y salió del salón dejándome a solas en la estancia, sin esperar mi respuesta.

Se marchó sin tan siquiera mirarme. Fue tal su indiferencia hacia mí que el acercamiento anterior me pareció un artificio, una manera burda de contentarme para luego mandarme a paseo, para recordarme que yo estaba allí a su servicio.

Por unos momentos me sentí una estúpida poseída por su soledad, por el caos que reinaba en mi vida. Había aceptado aquel trabajo para escapar, para evadirme, para sentirme un poco más segura, para reflexionar sobre mi futuro y el de Ezequiel junto a mí, pero el comportamiento de Santos, tan soberbio e indiferente, consiguió lo contrario. Hizo que me sintiese más sola e inestable que nunca.

Me sentí ridícula sentada en aquel sofá que parecía de cartón piedra, con el coxis a punto de reventarme y las dorsales como las piezas de un lego desmontado por las manos de un niño. Mientras el recuerdo de mi vida, hecha añicos, seguía destrozándose aún más. Perdida en un lugar absurdo con un hombre atractivo pero frío como el mármol, raro como un perro verde y soberbio, demasiado altivo y soberbio, me dije dando un trago largo de la botella de Limoncello. Creo que me bebí más de media botella porque subí las escaleras que conducían a los dormitorios casi a gatas, me faltó maullar, aunque tal vez lo hice. Aún tengo serias dudas sobre ello.

Cuando Jacinta, en la mañana, tocó la puerta para despertarme, sobresaltada por los golpes de sus nudillos en la madera, di un brincó en la cama. El ordenador portátil cayó sobre mi maleta, que permanecía abierta en el suelo. El golpe produjo un ruido seco. Me incorporé y contemplé, perpleja, la habitación. Mi ropa estaba esparcida por el suelo. Confusa, me levanté y recogí el portátil. Lo miré con detenimiento e intenté arrancarlo para comprobar que era mi ordenador. Estaba apagado, sin batería. Rebusqué entre las prendas que había por el suelo y encontré el cargador. Lo enchufé y me dirigí al baño a lavarme la cara con agua fría. Aquello no podía ser cierto, pensé. Sin salir del baño, con el agua fría chorreando por mis párpados y mejillas, me asomé apoyada en el quicio de la puerta para comprobar si todo seguía igual; si el ordenador estaba allí, conectado a la luz. Volví al baño, abrí la ducha y me metí dentro sin desprenderme de la ropa interior. Aquello no podía estar pasando, me repetí, una y otra vez, mientras el agua caliente caía sobre mí.

Recordaba con claridad absoluta que había olvidado el ordenador y la maleta en casa, también cómo me recriminé el despiste en la estación, en aquella estación arcaica y solitaria. La demasía de trabajo que me supondría realizar la biografía a mano y la esperanza de que Santos tuviera uno para dejarme. No había llevado el ordenador ni la maleta, estaba segura de ello, sin embargo, inexplicablemente, todo estaba allí.

El agua resbalaba caliente sobre mi cuerpo entumecido. Olía a limón, como si en vez de agua fuese la colonia que Ezequiel utilizaba después del baño. La sensación fue tan fuerte que, con los ojos cerrados, le llamé, grité su nombre. O eso creí que estaba haciendo. Deseé que todo aquello formase parte de una pesadilla, que nada fuese real. Ansié retroceder, volver al pasado. Cerré con fuerza los ojos y escuché la voz de Ezequiel, mi marido:

—Tranquila pequeña, estoy aquí. No debes preocuparte por nada. Descansa, ahora debes descansar.

Pequeña, me llamó pequeña, como solía llamarme cuando nuestra relación funcionaba, cuando el deseo aún nos asaltaba en cualquier momento y lugar, cuando el mundo era nuestro. Cuando los dos aún estábamos por habitarnos el uno al otro. Incluso sentí sus manos acariciar las mías, como cogió una de ellas y la arropó entre las suyas. Abrí los ojos esperando encontrarle a mi lado. Pero él no estaba allí.

Jacinta golpeaba con sus nudillos la puerta preguntando con insistencia si me encontraba bien. Yo, sin responder, lloraba. Mis lágrimas se mezclaban con el agua que resbalaba por mi cara y caía sobre el suelo de la ducha, cubierto de hojas de arce de plástico antideslizantes. Eran rojas, de un rojo inusual, bello y extraño al tiempo. Tan extraño como todo lo que me estaba sucediendo desde que llegué a aquel lugar.