12

 

 

Antes de que Margaret me enseñara la fotografía y a pesar de la noche que había pasado sumergida en aquella nada oscura y penetrante, en aquel espacio indefinido, seguía pensando que era objeto de un plan perfectamente trazado con un propósito tan desconcertante como malvado. Incluso, llegué a especular sobre la posibilidad de haber perdido la razón y que aquel lugar fuese una especie de clínica psiquiátrica alejada de la ciudad. Sin embargo, cuando la escuché hablar de su marido y de sus hijos, cuando dejó escapar su pena ante mí y se acongojó al recordarlos, supe que no mentía, que me estaba diciendo la verdad y que ella, como yo, estaba atrapada en aquel lugar.

—Me gustaría enseñarte mi casa. Allí podemos charlar con calma. ¿Te parece bien? —me preguntó al tiempo que guardaba la foto de sus hijos.

Asentí con un movimiento de mi cabeza y busqué a Santos con la mirada. Él me sonrió y se dirigió al coche dejándome allí, junto a Margaret. Ella, entonces, me indicó que la siguiera.

Mientras caminábamos hacia su casa cerré los ojos e intenté recordar el rostro de Ezequiel, mi marido. No lo conseguí. Sin embargo, el tono de su voz, el olor de su colonia, o la sensación cálida que producían en mí sus caricias, permanecía fuerte, tan fresca como si terminara de vivirlo todo, como si acabara de estar con él. Llevada por la ansiedad que me produjo comprobar que Margaret me había contado la verdad, y que ésta era desconcertante y aún más intranquilizadora que todo lo que había vivido hasta aquel momento, pensé en mi madre. Quise recordarla, volver a su sonrisa, al brillo que tomaban sus ojos cuando le cantaba, al oído y bajito, la nana que tanto le gustaba, pero sucedió lo mismo. No conseguí recordar su rostro, ni tan siquiera el color de sus ojos, su pelo o la forma de sus labios. Después pensé en Torcuato. Por alguna extraña razón no le había echado en falta desde que llegué. Al intentar recordar su rostro tuve la premonición de que se había ido de mí para siempre. Sentí que había desaparecido de mi vida.

La casa de Margaret parecía estar flotando sobre aquella pradera verde y llana. Era de estilo colonial. Las escaleras que daban acceso a la puerta principal de la vivienda; la fachada de un blanco lechoso, los ventanucos de la buhardilla con sus contraventanas pintadas de violeta y abiertas de par en par, incluso el jardín que la circundaba parecían ser parte de una ficción cinematográfica, de un cuento en el que los escenarios son tan hermosos que parecen irreales, como si hubiesen sido creados con un programa informático. Del techo del porche colgaban varios móviles hechos con cristales de colores que resplandecían cuando los rayos del sol incidían sobre ellos. Su luminosidad y colorido les hacían parecer piedras preciosas. Los vidrios oscilaban al unísono a pesar de estar separados entre sí, de recibir el viento de manera, forma y tiempo diferente. Emitían un sonido pausado y constante. Junto a ellos había varias macetas con buganvillas que dejaban caer sus flores moradas recién abiertas. Las paredes interiores de la vivienda estaban pintadas de un lila pastel, apagado y cálido.

—Toda mi vida quise tener una casa como esta. No sabes cuantísimas veces hablamos mi marido y yo sobre ello. Soñar es gratis, solíamos decir y reíamos al hacerlo. Nos gustaba planear, hacernos ilusiones. Y ahora, ahora que la tengo, ellos no están conmigo. Todo esto ya no me sirve de nada. No lo necesito. Es irónico, ¿verdad? Parece una burla del destino —dijo indicándome que la siguiera por el pasillo que distribuía las estancias de la casa.

Me condujo hasta la cocina y me indicó que tomara asiento. Encendió los fogones, abrió el grifo, llenó el depósito de la cafetera de agua y la puso a calentar. Yo, en silencio, miraba el centenar de plantas que tenía sobre los estantes, en la encimera de piedra, en los alfeizares de los ventanales y en el suelo. En el centro de la gran mesa de madera había varias cestas con violetas africanas en flor. Aquello parecía más un invernadero que una cocina, pensé contemplando la gran variedad de especies que tenía ante mí.

—Son preciosas —dije—, no sé cómo consigues que todas estén en estas condiciones tan extraordinarias. Debe ser muy difícil mantener el riego, el abono y la luz que cada una necesita.

—No creas, prácticamente no hago nada. El sol aquí es regular hasta la tarde y la temperatura muy templada, eso facilita que crezcan sin dificultad. Tampoco tenemos plagas de insectos. De todas formas creo que esta cocina tiene un microclima. Nunca hace frío, ni calor y la humedad es la justa. La temperatura siempre es perfecta —se sonrió—. Aquí todo es sencillo, quizá demasiado. Parece mágico, ¿verdad?, todo menos la soledad que nos acompaña desde que llegamos. —Su mirada se apagó y sus labios abandonaron aquella sonrisa que me había parecido permanente, como si fuese un rasgo más de su rostro.

»¿Te gustan los bizcochos? —Me preguntó enseñándome un molde de metal que metió en el horno.

—Sí. Aunque no creas que tengo mucho hambre.

—La repostería no necesita apetito —dijo volviendo a sonreír—. Jacinta me comentó que eres escritora. Tengo un amigo escritor que solía bromear sobre lo mucho que os gusta a los escritores el dulce. Decía que tenéis dos estómagos, uno para el dulce y otro para el resto de alimentos. Tiene razón, los intelectuales quemáis muchos carbohidratos, o sea que te serviré un buen pedazo. Cuando tu cerebro esté bien alimentado te sentirás mejor.

Conectó el horno, tomó el tiempo y retiró la cafetera que ya dejaba salir el vapor por el pitorro. Después, tras llevar la cafetera a la mesa y las tazas, se sentó frente a mí.

—¿Cómo llegaste aquí? —le pregunté.

—En tren. En el mismo que tú.

—Yo vine a escribir la biografía de Santos, ¿tú para qué viniste?

—No lo sé. Fabiola, tú eres afortunada, sabías a lo que venías. No te sentiste tan perdida. Fuiste tomando conciencia de tu situación poco a poco. Yo solo recuerdo que me acosté y desperté en ese tren, en el apeadero. Cuando paró, tras aquel frenazo tan brusco como un movimiento de tierra, abrí los ojos sobresaltada. Jacinta estaba sentada frente a mí. Me miró y dijo que habíamos llegado al final del trayecto. Puedes imaginar mi desconcierto. Me hallé en un tren vacío, en una estación solitaria y con una mujer que no conocía de nada. No sabía qué había pasado, por qué estaba en aquel lugar, ni cómo había llegado. Me senté en uno de los bancos del apeadero y me negué a moverme. Antes lo había recorrido buscando un teléfono, a alguien que pudiera explicarme dónde estaba. Mi móvil, como le sucedió al tuyo, no tenía cobertura. Allí no había nada ni nadie, todo estaba diáfano y deshabitado. Cuando salí de las instalaciones, el tren había desaparecido y con él las vías por donde se desplazaba. En su lugar había una densa vegetación. Mi desconcierto y mi miedo eran indescriptibles. Creo que grité de la desesperación que sentí. Jacinta esperó paciente a que me tranquilizase. Dejó que me desahogara, que hiciese y deshiciese a mi antojo, hasta que la noche sobrevino sobre nosotras. El día que llegué viví lo que viviste tú anoche. Mi desconcierto fue mayor que el tuyo y créeme si te digo que mi desesperación también. Por la mañana, ya agotada, seguí a Jacinta sin decir palabra. Caminamos hasta el pueblo y luego hasta mi casa, hasta esta casa, la casa que había imaginado tendría algún día. Todo en ella, incluso el color de sus paredes o sus contraventanas son tal y como mi marido y yo los imaginamos. Al verla me tranquilicé. Pensé que mi marido y mis hijos estarían esperándome dentro. Creí que todo lo anterior formaba parte de una maldita pesadilla, pero la casa estaba deshabitada. Tuve la extraña sensación de que ella, la casa, solo me esperaba a mí. Como así fue.

—¿Caminasteis? —Le pregunté—. La estación está muy alejada de aquí. Es imposible hacer ese trayecto a pie.

—¡Imposible! —Exclamó sonriendo—, que palabra más mentirosa —dijo, y al decirlo me recordó a mí—. Aquí no hay nada imposible, sino todo lo contrario. Fabiola, aquí todo es posible, absolutamente todo, créeme.

»La estación desaparece cuando la abandonamos. Tú lo has visto, no te estoy contando nada nuevo. La distancia también es relativa, como el tiempo. En este lugar no hay reglas, no existen las pautas. La única que rige nuestra vida es la noche, esa oscuridad que parece ahogarnos a todos y la ausencia de los nuestros. El resto no tiene nada que ver con lo que has vivido anteriormente.

Sirvió el café y se levantó a apagar el horno. Contemplé su figura esbelta, sus movimientos pausados y aquella calma que aparentaba tener. Todo era tan perfecto y al tiempo tan incompleto, pensé. Depositó el recipiente con el bizcocho sobre la mesa, encima de un tapete de esparto, me miró fijamente con aquellos ojos de ámbar y dijo:

—Sé lo que estás pensando y no, no estamos muertas. Santos tampoco lo está, aunque sobre Jacinta tengo mis dudas. Lleva aquí más tiempo que ninguno de nosotros; tal vez una eternidad —dijo irónica.