9

 

 

La imagen de mi madre junto al gran arce se paseaba entre mis pensamientos y las palabras que Jacinta pronunciaba. Los labios de la mujer se movían, pero yo no escuchaba su voz. Su mirada violeta permanecía fija en mis ojos; parecía buscarme. Pero yo no estaba allí. Me había ido en el mismo instante en que mis manos, al ver a mi madre, dejaron caer la agenda por el balcón. Me fui con su gesto, con aquel adiós mudo, con el revoloteo de la hoja de arce que se deslizó desde mi agenda a mis pies. Que se asió a ellos como si quisiera impedir que cayera, que me precipitase al vacio.

Sin saber bien por qué rompí a llorar. Jacinta permanecía sentada a mi lado, en la cama. Pareciera que adivinase mis pensamientos, que anduviese con ellos, que los sintiese suyos. Con la cabeza gacha, la hoja de arce en su mano izquierda y la derecha sobre mis hombros, casi abrazándome, permaneció en silencio hasta que mi llanto fue disminuyendo de intensidad. Hasta que pasó a ser un quejido nimio e inconstante al que acompañaba un movimiento rítmico de mi torso, como si intentase mecerme a mí misma.

—Debo marcharme. Me he precipitado. He sido una egoísta. He olvidado a mi madre, la he dejado sola a cientos de kilómetros. Me necesita, sé que necesita que esté a su lado.

—Lo sé. Es lógico que esté contrariada, pero debe tranquilizarse antes de tomar una decisión de la que pueda arrepentirse.

—Me marcho Jacinta. La decisión está tomada. Me disculparé con Santos y me iré hoy mismo.

—Me temo que eso no va a ser posible, Fabiola. Aún no puede salir de aquí, al menos por el momento —aseveró.

—No entiendo, ¿a qué se refiere? —le pregunté contrariada.

—No puede abandonar este lugar cuando usted quiera. Nadie de los que están aquí puede hacerlo por voluntad propia. Incluso, algunos, desgraciadamente, no lo dejan jamás.

—Pero qué dice, ¿se ha vuelto usted loca? —dije con expresión de incredulidad y desconcierto—. Me iré cuando me venga en gana.

—Puede intentarlo. Nosotros no se lo impediremos. Si lo consigue será estupendo, una gran noticia. Pero, lamentablemente, no será así y volveremos a vernos en menos de lo que usted piensa. Hemos intentado que todo esto fuese lo menos traumático para usted. Que su adaptación y permanencia fuese apacible y serena. Pero es un alma insurrecta, demasiado rebelde. Mucho. Eso le hará sufrir más de lo necesario —se dirigió al armario y lo abrió.

Dentro no había ni una sola prenda colgando de las perchas. Solo estaba mi maleta y el trolley. Sobré él la agenda con sus hojas sujetas por una goma. Era evidente que Jacinta lo había ido guardado todo sin que yo me percatase de lo que hacía, pensé.

Sin mirarme ni prestar atención a mi desconcierto, se dirigió hacia el escritorio y apagó el ordenador portátil. Desenchufó el cargador, lo cerró e impertérrita me lo entregó.

»Santos la espera abajo. La llevará dónde usted quiera en cuanto esté dispuesta. Eso sí, procure que sea antes del atardecer, ya sabe, suele llover mucho en cuanto el sol cae y no es seguro andar fuera de las casas a esas horas tardías, al menos no lo es en este lugar —concluyó abriendo la puerta y marchándose.

Me levanté de la cama y contemplé como se perdía por el gran pasillo de la planta superior de la casa. Supe que sintió mi mirada en su espalda, incluso me pareció verla sonreír. Esperé a que se diera la vuelta, a que me mirase desafiándome, pero no lo hizo. Cuando el ruido de sus pasos se perdió en las escaleras de bajada escuché un cuchicheo, mezclado con él reconocí la voz de Santos. Instantes después el sonido seco, fuerte y perturbador de la puerta de la calle al cerrarse. Me vestí rápido, decidida a abandonar aquel lugar inmediatamente. Cuando estaba guardando la agenda sentí el arranque del motor de un coche. Descorrí las cortinas y me asomé al balcón. Santos estaba apoyado en el capó del vehículo. El motor permanecía al ralentí. El humo que salía por el tubo de escape era violeta, casi malva, como las nubes que delimitaban el horizonte. Miró hacía arriba y me sonrió.

—Debe darse prisa —apuntó señalando el cielo—, o nos pillará la tormenta a mitad de camino. Si eso sucede, créame, lo pasaremos mal. No es aconsejable, ni bueno, estar fuera de la casa cuando llueve y ha caído el sol. Debe darnos tiempo a ir y a volver —concluyó seguro de que así sería, de que regresaríamos los dos al caserón.