23
Pasó una semana, una larga y monótona semana, hasta que pude visitar a Margaret. A pesar de la insistencia de su hija en que lo hiciera casi de inmediato y del deseo que yo sentía por abrazarla y hablar con ella, esperé a que su marido me indicara cuál era el momento más apropiado. Durante aquellos días el miedo a que no me reconociese estuvo presente en cada minuto, en cada hora; como un lobo hambriento y solitario abría sus fauces ante mí. Me amenazaba e intentaba paralizarme, acobardarme. Pero ya no era el mismo temor que sentí días atrás. La necesidad de encontrar respuestas a lo que me había sucedido era más débil y menos importante. Nada podía eclipsar la recuperación de Margaret. El resto carecía de relevancia. Eran sombras, sombras de un pasado que tal vez solo había existido en mi subconsciente. Y aunque aquella posibilidad me hacía daño, me dolía y atemorizaba, había dejado de ser tan relevante como lo fue al despertar del coma y comprobar que me hallaba perdida en un lugar en el que siempre había estado. Parte de mí se había quedado en aquel pueblo para siempre.
Llegué de la mano de su hija, que, entusiasmada, ejerció de Cicerone conmigo.
—Mami, esta es mi amiga Fabiola —dijo sonriente—. Su hoja de arce te ayudó a despertar…
Margaret estaba visiblemente recuperada. Su piel había abandonado aquel color enlechado que, junto a su inmovilidad, hacían que su imagen me recordara a las estatuas; de una belleza tan marmórea como dolorosa. Sentada en la cama, ya sin viales y con su pelo recogido en un moño alto, con algunos mechones cayendo desordenados por su frente y cuello, al verla, al perderme en el maravilloso ámbar de sus ojos, me emocioné.
Esperé a que ella se dirigiera a mí. Busqué un gesto, una expresión involuntaria que me indicase que me había reconocido, que sabía quién era yo.
—Tenía ganas de conocerte. Me han hablado tanto de ti —dijo con voz cansada, mirando a su hija que, sentada a su lado en la cama, sonrió orgullosa—. Gracias por todo lo que has hecho por ella y por mi marido, también por mí. ¡Muchas gracias por acompañarlos! Mi marido me ha comentado como has llenado de esperanza sus días y los de mi hija. ¡Muchísimas gracias, Fabiola!
—No tienes por qué dármelas. Ha sido un privilegio tenerlos cerca. Tu hija es una niña muy especial. Tienes una familia maravillosa —le dije con la voz entrecortada, intentando disimular la tristeza y el desconcierto que me produjo el que no me reconociera.
—Mi esposo me ha dicho que también has estado en coma. Espero que te encuentres bien del todo, que puedas regresar pronto a tu casa. Soy de la opinión de volver a casa lo antes posible, nos recuperamos antes en nuestros hogares —hizo una pausa y miró hacia la ventana—. Somos privilegiadas, de nuevo estamos aquí.
Su voz, en aquella última frase, adquirió un tono nostálgico y añejo, como si hubiera venido de lejos, de muy lejos. Su mirada se quedó quieta, perdida en algún lugar.
—Mami, ahora vengo —dijo la niña levantándose de la cama y salió corriendo de la habitación.
—Me alegra verte tan recuperada, Margaret. Me alegra mucho —le dije emocionada.
—Aún me queda mucho para estar como tú. Me siento como si una apisonadora me hubiera pasado por encima. Me cuesta hablar. Tengo que concentrarme mucho para expresar bien lo que quiero decir. Hay muchas cosas que no recuerdo. Es como si parte de mí se hubiera quedado en algún lugar. Me siento…, cómo explicarlo, incompleta. No sé si a ti te habrá pasado —sonreí—. Imagino que será, como han dicho los médicos, cuestión de tiempo. Todo es cuestión de tiempo —dijo arqueando levemente las cejas—. Lo importante es que… ¡hemos vuelto! —exclamó mirándome fijamente y volvió a sonreír casi sin fuerzas.
—Se nos olvidó traerte la hoja de arce —dijo la niña poniendo mi agenda sobre la cama, al lado de las manos de su madre. La abrió y se la mostró—. Ves, es casi del mismo color que tu pelo. Tócala, verás como sientes su magia.
—Pero hija, no deberías haber cogido la agenda de Fabiola. Tendrías que haberle pedido permiso a ella. No está bien lo que has hecho. Pídele disculpas ahora mismo.
—No tiene importancia —respondí acariciando la cabeza de la niña—, la magia de mi hoja de arce se la ha dado ella, tiene permiso para verla y cogerla tantas veces como quiera.
—Tócala mami, por favor, tócala —insistió la niña llevando la mano de Margaret a la agenda.
Margaret pasó sus dedos por la superficie de la hoja y durante unos minutos permaneció en silencio, ensimismada, inmóvil, como si estuviera a miles de kilómetros de allí. Como si hubiera vuelto a irse de nosotros. Después levantó los dedos de ella y me miró fijamente.
—Desde que has entrado en la habitación he tenido la sensación de que nos hemos visto antes, en otro lugar, pero no consigo recordar dónde ni en qué momento. ¡Es extraño! Ahora, al tocar la hoja, la sensación ha sido aún más fuerte.
Sus ojos adquirieron un brillo diferente. Sentí que tras ellos, tras aquel iris ámbar, me miraba otra persona. Una Margaret diferente a la que estaba allí, postrada en aquella cama de hospital.
—Es posible —sonreí—, poco a poco irás recordando, a mí me sucedió lo mismo —le dije con la esperanza de que así fuese, de que en algún momento me reconociera.
—Incluso tu voz me resulta familiar —dijo aún sumergida en sus pensamientos, intentando hilvanar aquella sensación que decía sentir respecto a mí.
—Ha venido a verte todos los días. Es lógico que su voz te resulte conocida —dijo su marido que entraba en esos momentos por la puerta con un café en un vaso de plástico y un bollo que la niña se apresuró a coger—. Te estamos muy agradecidos, no sabes cuantísimo, Fabiola…
Tardé una semana más en que me dieran el alta. Fui a verla todas las tardes acompañada de su hija y conocí a su bebé, que ya andaba por la habitación con la inestabilidad maravillosa que poseen los primeros pasos. Compartí su alegría y la de su marido, que había rejuvenecido visiblemente tras la recuperación de Margaret. Hablamos de su vida antes de entrar en coma y de la mía. Volvimos a conversar sobre lo que ya habíamos hablado en el pueblo. Le repetí mis anhelos, mis planes y ella compartió conmigo los suyos. Yo los conocía, pero no me importó volver a escucharla, porque aunque yo lo recordase todo, ella no.
—Espero que nos volvamos a ver —me dijo cuando pasé a despedirme—, que todo te vaya bien. Te lo mereces, las dos nos lo merecemos. Deseo que arregles la situación con tu marido. Es un buen hombre y te quiere muchísimo. Tal vez merezca la pena que os deis una segunda oportunidad.
—Ezequiel y yo hace tiempo que no tenemos la misma vida. Nos queremos, pero no como pareja. Esa vía es ya imposible de retomar —le dije convencida de ello.
—Sea como fuere procura vivir al límite. El tiempo es demasiado valioso y frágil. Se va tan rápido como viene. Nosotras, desgraciadamente, lo hemos comprobado. Ve a ver a tu madre lo antes posible. Estoy segura de que ella te lo agradecerá. Aunque pienses que no te recuerda, sopesa la posibilidad de que estés equivocada, de que la realidad no sea la que creemos que es. Mira lo que nos ha sucedido a nosotras —me dijo mirándome de una forma tan especial que me sobrecogió. Fue como si estuviera mandándome un mensaje cifrado que no se refería solo a mi madre, también a ella, a nuestra convivencia en el pueblo.
»Sigue escribiendo, no dejes de hacerlo, eso sí —se sonrió—, yo que tú me lo plantearía y pasaría de la literatura para adultos a la infantil. Se te dan demasiado bien las historias de fantasía para niños.
—¿Tú crees? —le cuestioné sonriendo abiertamente, aunque con pena y añoranza.
—¡Por supuesto! Tu pueblo de nubes malvas no solo ha cautivado a mi hija, también lo ha hecho conmigo. Sabes, he tenido sueños con ese lugar y tú estabas en todos. —Nos abrazamos. Yo invadida por la pena y la nostalgia. Ella, tal vez, recordando aquellas tardes de café, bollos recién horneados y cielos que al atardecer se cubrían de nubes malvas.
»Confío en que nos volvamos a ver fuera de aquí. Me gustaría mucho.
—No tengas dudas de que así será. Tengo que probar tu repostería recién hecha. No me la perdería por nada del mundo —sonreímos—. En cuanto me ponga al día te llamo y quedamos para tomar un café. Antes, como tú bien dices, viviré al límite. Voy a buscar a un amigo que hace tiempo que no veo —le dije pensando en Santos…