17
Tomé la decisión de escucharle sin anotar lo que me contaba. En realidad su biografía no tenía importancia. Lo relevante era que él siguiera recordando, que sus sentimientos no murieran en aquel lugar. La amistad que surgió aquella mañana en el porche de la casa, frente al gran arce, era la única vía posible para que eso ocurriese, pensé. Desde mi llegada era la primera vez que mi permanencia en aquel pueblo, en aquella casa alejada de la civilización, tenía un sentido, una relevancia que pasaba por encima de todo lo demás, incluso de mi posible regreso. Cuando me hizo partícipe de su vida, de su enfermedad, del sufrimiento que le producía la separación de su hijo y lo culpable que se sentía por ello, conseguir que siguiera recordando, sintiendo, se convirtió en mi única meta. Mientras le escuchaba, en algunos momentos, tuve la sensación de que él y yo habíamos estado juntos desde siempre. Sentí que habíamos caminado a la par pero sin vernos. Supe que de una forma u otra, en un lugar o en otro, habríamos terminado conociéndonos porque algo especial y diferente nos unía.
—¿Dónde está Jacinta? No la he visto desde anoche —le pregunté.
Se levantó y señaló el horizonte.
—Espera. Vuelvo enseguida. Te gustará lo que vas a ver. Ya no te asustará —dijo sonriente y entró en la casa.
De pie en el porche contemplé aquel horizonte, que de nuevo me pareció un trampantojo tan bello como irreal. En aquel momento, a diferencia del día en que llegué, no me impresionó lo que sucedía. Lo contemplé embelesada, perdiéndome en cada detalle; en cada árbol, en cada casa, en el camino, en lo imposible y bello que era todo aquello. No busqué una razón que me explicase por qué la estación volvía a verse, por qué parecía tan cercana a nosotros. No intenté aplicar la lógica, simplemente habité el momento.
—Toma —dijo tendiéndome unos prismáticos—, mira hacia el camino antes de que Jacinta regrese y la estación vuelva a desaparecer. Enfoca la figura que hay en él —y la señaló.
Jacinta transitaba a pie por el camino de tierra que conducía al apeadero. Su vestimenta había cambiado. Era como las que utilizan los aborígenes. Enfoqué sus pies. Calzaba unas sandalias de piel rudimentarias. Todo en ella era tan diferente que solo me resultó familiar su forma de caminar.
—¿Es Jacinta? —le pregunté para confirmar su identidad, ya que la mujer caminaba de espaldas a nosotros.
—Así es. Cuando alguien nuevo llega, ella va en su busca. Tu llegada fue una excepción. Me dijo que no se encontraba bien y me pidió que te recibiera yo. El apeadero había aparecido demasiado lejos para ir caminando. Cuando aparece, no siempre lo hace en el mismo lugar, ni a la misma distancia. Este paisaje es nuevo. Desde que llevo aquí el camino jamás ha atravesado el pueblo dejando las casas a los lados. Si lo ves, si intentas verlo todo sin hacerte preguntas, sentirás que lo que sucede es excepcional. Tan mágico que a veces se te olvida que estás privado de libertad.
Dirigí las lentes hacia el apeadero. Ajusté la distancia acercándolo. Instintivamente busqué los cables del tendido telefónico y aquella cinta americana de color malva que el empleado había utilizado, según me dijo, para arreglar una avería. Sobre los cables había un águila dorada. Tiraba con su pico de la cinta aislante intentando desprenderla. Insistía una y otra vez, empecinada. La imagen me sobrecogió tanto que no pude retirar la vista de la rapaz hasta que ésta, ya cansada, levantó el vuelo dejando un jirón que comenzó a moverse empujado por el viento. Bajé los prismáticos y los dirigí al apeadero. En él estaba el empleado. Parecía esperar la llegada del tren.
—Vayamos a la estación —dije mirando a Santos—. Tal vez sea el momento de regresar. Es posible que podamos subir al tren, volver por donde vinimos. ¡Debemos intentarlo!
Santos me sonrió. Su sonrisa me recordó a la que esbozó Ezequiel aquella noche en el restaurante. Fue triste, sabia y envejecida, como la de él.
—Ojalá pudiéramos, ojalá fuese tan sencillo —dijo poniendo su mano sobre mi hombro derecho—. Todo lo que vemos es inalcanzable para nosotros. Está ahí pero no podemos interactuar con ello. Es un escenario que no nos pertenece. Igual que lo es el pueblo y sus habitantes. Has estado tan sumergida en buscarle sentido a todo lo que te sucedía, en la desconfianza que sentías hacia nosotros, que no te has dado cuenta de que solo te has relacionado con Margaret, con Jacinta y conmigo.
Le miré fijamente, perdiéndome en el gris de sus ojos y repasé todo lo que había ocurrido desde que llegué. Mis días habían pasado en aquel lugar tal y como Santos terminaba de relatarme; solo me había relacionado con Margaret, con Jacinta y con él. Sin embargo, recordaba días en los que paseaba por el pueblo. Me vi caminando por sus calles, entrando en sus tiendas, contemplando sus casas de madera y a sus habitantes, pero no tenía ni un solo recuerdo de haber hablado con nadie. Mis pasos por aquel pueblo se me antojaron iguales a los de un fantasma.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —le pregunté confusa.
—Más de lo que crees. Has ido y venido al pueblo, te has ausentado algunos días. Imagino que ahora lo has recordado. El tiempo aquí no se mide de igual forma, eso ya lo sabes. Nada es lo que parece ser. No sé los días que llevas aquí. Tampoco los que llevo yo —y se encogió de hombros.
Dejé los prismáticos sobre la mesita de madera y avancé decidida. Solo pensaba en llegar al camino, tomarlo y alcanzar la estación. Cuando, ya fuera de la casa, puse mis pies sobre la arena el suelo oscureció. Tuve la sensación de estar cayendo sin control. Fue como si me precipitase por un acantilado y segundos después, de golpe, algo a o alguien me impulsara de nuevo hacia arriba. Asustada, sin moverme, como si estuviera clavada al suelo, giré la cabeza buscando a Santos. Él permanecía en el porche, seguía sentado en el mismo lugar en el que le había dejado. Me observaba impasible. Me sonrió y señaló el gran arce. Yo estaba junto al tronco del árbol, ni tan siquiera había llegado a salir del jardín de la casa.
—Este lugar seguirá sorprendiéndote. Lo hará días tras día, créeme. Es maravilloso. Es casi perfecto. Lo sería si los nuestros pudieran estar aquí, con nosotros. Pero nada es perfecto. Ni aquí ni en ningún sitio. En eso, en su imperfección, este lugar, es exacto a nuestra vida anterior —esbozó una sonrisa entristecida y melancólica.
»¿Sabes? luché, como lo hacemos todos, para vivir en una casa como ésta. Soñé con un lugar así. Y ahora me sucede lo que a Margaret, esta perfección me sobra. Daría todo lo que he sido y soy por superar mi enfermedad, por regresar con los míos aunque tuviese que vivir el resto de mis días en una choza...
El tiempo fue pasando sin tenernos en cuenta, dejándonos abandonados en el camino, en una esquina de su transcurrir, de su anarquía tan inconcebible como egoísta. Sin darme cuenta, sin proponérmelo, fui olvidándome de él, de sus estúpidos minutos, de sus horas, de los días y los meses que habían condicionado y matado mi vida antes de llegar a aquel lugar; de aquellos proyectos de futuro tan materiales como estúpidos, sin razón de ser, que envenenaron mi presente. Santos siguió relatándome detalles de su vida, pensamientos e ilusiones que no había compartido con nadie. Y con cada nuevo dato, con cada anécdota o sentimiento, fue rejuveneciendo ante mí. Sus ojeras se desdibujaron y el gris de sus ojos se aclaró. Margaret endulzó con su repostería las tardes en las que nos reuníamos los tres en su casa. Nos instruyó en el mantenimiento y cultivo de la gran variedad de plantas que tenía en su cocina, y yo, mientras tanto, fui escribiendo la vida de Santos sin que él tuviera conocimiento de lo que estaba haciendo.
Jacinta se ausentó de nuestro diario. Se marchó el día que, vestida como una indígena, fue a recibir a un nuevo morador. Desapareció de nuestra vida sin que Santos ni Margaret notaran su ausencia. Solo lo hice yo, pero callé. No fuera a ser que mis palabras rompieran la magia que se había creado a nuestro alrededor. Que, al mencionarla, Santos o Margaret volvieran a hacerse preguntas que de seguro no obtendrían respuestas. Que, de nuevo, se sumergieran en la desesperación por regresar, por salir de aquel lugar.
En aquellos momentos yo había comprendido que para salir de allí lo único que debíamos hacer era no olvidar y..., esperar.