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Quizás si Santos me hubiera entregado los escritos más tarde en lugar de hacerlo el mismo día que llegué, no me habría sentido tan desamparada, con aquella sensación de impotencia e inseguridad; como si me hubieran apuñalado por la espalda. La tristeza que me produjo tener conocimiento de su engaño me hizo sentir estúpida y un tanto ridícula. Al ver su letra sobre las planas apunto estuve de marcharme. Sentí un deseo casi irrefrenable de abandonar, de salir corriendo de allí inmediatamente. Pero no lo hice. Tragué saliva, controlé mis emociones y cogí la carpeta que Santos me tendía.

Jacinta descorrió las cortinas de algodón azul añil de la ventana de mi habitación. Eran demasiado largas por lo que arrastraban unos centímetros sobre el suelo de madera vieja y deslucida. Tupidas y pesadas no dejaban que ni un solo rayo de sol entrase en la habitación. Tras ellas había unos visillos finos y blancos, de un blanco lechoso que se me antojó inusual, como lo eran todos los colores en aquella zona. Al mirarlos sonreí porque recordé la afirmación que Santos había hecho hacía apenas unos minutos: «ya se acostumbrará», dijo. Pero yo no estaba segura de ello, de acostumbrarme, pensé. Jamás había conseguido acostumbrarme a nada. Iba y venía por la vida como un cometa errante, sin destino, sin horizonte, sencillamente me dejaba llevar. Me gustaba no acomodarme a nada porque había comprobado que hacerlo lo convertía todo en rutina, en cotidianeidad. Aquella gama de colores no se merecía que me acostumbrase a ella, eran demasiado hermosos. No podían convertirse en algo cotidiano. «Santos se equivocaba», pensé sonriendo.

Llovía, con fuerza, como si el cielo fuera a romperse, a partirse en mil pedazos. Los goterones, arrastrados por el viento fuerte y racheado, golpeaban los cristales. Mis pensamientos, anárquicos y doloridos, iban y venían con ellos. Se estrellaban contra las planas, sobre sus letras, de igual forma que lo hacían las gotas de agua al pegar contra el ventanal. De vez en cuando un relámpago iluminaba el horizonte que seguía pareciéndome demasiado breve. Delimitado por aquel bosque de arces que ahora, con sus hojas empapadas, aparentaban llorar ante mí, unirse a la sensación de soledad y desamparo que sentía en aquel momento.

Jacinta me dejó sentada sobre la gran cama de madera, coronada por un dosel tan enorme como espantoso. Me quedé allí, ensimismada, con la mirada perdida en el ventanal. Los folios manuscritos permanecían sobre la colcha de algodón azul añil, como las cortinas. Resplandecían como si fuesen fluorescentes sobre aquel azulón casi eléctrico.

—Nos vemos en tres horas para la cena—dijo pensativa, mirando mis manos que no paraban de extender los folios sobre la cama sin control, como si estuviera formando con ellos un rompecabezas y cada plana fuese una pieza de él.

Cerró la gran puerta de madera con cuidado, como si le diese apuro sacarme del ensimismamiento en el que me encontraba, como si me supiese o adivinara mi incomodidad ante su presencia. Escuché el sonido de sus pasos alejarse por el pasillo e instintivamente volví a mi teléfono móvil, a buscar cobertura, a intentar ponerme en contacto con él, pero, una vez más fue inútil, no lo conseguí. Miré los folios y recordé las palabras de Santos unos minutos antes, cuando me los entregó:

—Creo que pueden servirle de ayuda antes de empezar el trabajo —dijo al entrar en la casa y cogiendo una carpeta que tenía sobre la consola de la entrada—. Estos folios son lo único que dejó el biógrafo que contraté. Era escritor profesional, como usted —sonrió y extendiendo su mano me los entregó—. Era bueno redactando. Me gustaba. Sentí que se marchase sin avisar. No dejó ni una nota de despedida o explicación…

Reconocí la letra al instante. La T estirada, altiva, fina y esbelta, como él. Incluso, al cogerlos, percibí el rastro que su perfume había dejado en las planas. Evoqué su sonrisa cuando le enseñé el recorte del periódico con el anuncio. Como lo leyó en voz alta ante mí:

—Es una oportunidad. Sí, estoy seguro de que lo es. Yo en tu lugar no me lo pensaría dos veces. La única pega puede estar en que tienes que ceñirte a lo que él te vaya narrando y a su conformidad con lo que escribas y, ya sabes; te puedes encerrar en una jaula de oro.

»Por mi parte, y si me permites ser egoísta, me gustaría que no lo aceptases. Si te vas, voy a estar demasiado tiempo sin verte. Te voy a echar en falta mucho. Aunque, lo mismo me lío la manta a la cabeza y hago una escapada para verte…

 

 

—¿Está bien? —preguntó Santos preocupado al ver que no articulaba palabra, que permanecía en silencio con los folios que él me había dado en la mano.

—Sí, sí…—dije con dificultad, con la voz entrecortada. Hice una pausa y, sin dejar de hojear los folios, evitando mirarle, le pregunté—, ¿cómo me dijo que se llama el escritor?

— Se llama Torcuato Aguilar, pero no se lo dije—respondió—. Quizá lo conozca.

—No, no he leído nada de él —dije.

Mentí. Intenté disimular la angustia que me hizo sentir la confirmación de que él, Torcuato, me había pisado el trabajo, que había estado allí antes que yo, que me había engañado.

Santos, como si se hubiera percatado de mi mentira, frunció el ceño, permaneció pensativo unos segundos y dijo:

—Mejor. Estimo que es una ventaja el hecho de que no le conozca. He valorado la posibilidad de utilizar su material. Considero que si usted lo lee, evitaré tener que volver a relatarle todo de nuevo. ¿Le parece bien?

Asentí con un movimiento afirmativo de mi cabeza. Cerré la carpeta y seguí a Jacinta que, sin dejar de observarme de soslayo, me condujo hasta mi habitación.

Durante las tres horas siguientes permanecí sentada sobre la cama con los folios cubriendo casi la totalidad de su superficie. No leí nada de lo que había escrito en ellos. Fui incapaz. Mis pensamientos iban y venían. Buscaba una respuesta coherente a la extraña actitud de Torcuato, a lo que había hecho. No entendía por qué no me había dicho que había estado allí, que había aceptado aquel trabajo antes que yo. «Tal vez», pensé, «por ello no se despidió de mí.» Rabiosa revolví los folios, los aplasté con la palma de mis manos, como si con ello fuera a borrar sus letras. Algunos cayeron al suelo, otros se esparcieron del revés y del derecho sobre la colcha. Uno de ellos fue a parar a la mesilla de noche. Quedó sujeto solo por una de sus esquinas, como si estuviera prendido a ella, adherido. Me acerqué y lo cogí. En él Torcuato había escrito:

«No puedo seguir aquí más tiempo, no puedo. ¡No lo soporto más!»