20

 

 

En aquellos momentos, mientras Ezequiel se esmeraba en darme toda la información con la mayor templanza y delicadeza posible, yo, asediada por el dolor que me produjo la noticia de la muerte de Torcuato, apenas le escuchaba. Sus palabras poco a poco fueron perdiendo fuerza y tono ante mí. Solo percibía como movía los labios y me miraba con expresión preocupada. Incluso llegó a pasar su mano delante de mis ojos esperando que parpadease. Pero no lo hice. Por unos momentos me fui de aquel lugar. Mis pensamientos viajaron hasta el pueblo, al instante en que Santos me entregó los folios escritos por Torcuato. Al hacerlo comprendí que Santos tenía razón: Torcuato fue a buscarme. Sabía que aquel era el único sito en el que podía encontrarme. Si no le hubieran despertado del coma inducido lo más probable es que nos hubiésemos encontrado allí, en la casa de Santos, pensé.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —Preguntó el médico acercando una luz a mis ojos—. Hay que extremar la precaución con la información que le vaya facilitando. Es muy importante que lo haga, que actué con cautela.

—Unos minutos. Solo lleva así unos minutos —respondió Ezequiel angustiado, con la voz temblorosa.

—Por eso no recordaba haberme despedido de él, por eso lo fui olvidando sin un motivo aparente. Ahora lo entiendo, ¡Dios mío! —exclamé sollozando.

—Tranquilícese. Debe tranquilizarse. Siga la dirección de mi dedo…

El incidente propició que me pusieran un tranquilizante que me dejó aturdida hasta el atardecer. Ezequiel no se movió del hospital hasta que me despabilé.

—No sabes cuánto siento lo que ha sucedido. No debería haberte dicho nada. El neurólogo tiene razón, no puedo precipitarme, debo ser más cauto —me dijo visiblemente afligido.

—No lo has hecho. Tarde o temprano tenía que saberlo. En un momento o en otro tendrías que haberme hablado de ello. No ha sido la noticia en si lo que ha provocado mi estado. Hay más motivos de los que ahora no puedo hablarte. Sucesos que quizás no entiendas nunca.

—Sabes que puedes contar conmigo para todo. Te quiero Fabiola, te quiero muchísimo y nunca dejaré de estar a tu lado y de apoyarte. El hecho de que llevásemos vidas paralelas, el que nos mintiésemos los dos, solo significa que temíamos perdernos el uno al otro si conocíamos la verdad. Lo comprendí cuando te vi con él. Y supe que tú también lo habías entendido. Hace años que nuestra relación de pareja ha desaparecido, pero siempre nos hemos querido y eso, el cariño que sentimos el uno por el otro, nos frenó. Somos la excepción que confirma la regla.

—Nuestro error fue construir nuestro futuro al revés, Ezequiel. Comenzamos la casa por el tejado —extendí mi mano para que él la agarrase y así lo hizo.

»Es triste que nos hayamos tenido que enfrentar con esto así, en estas circunstancia tan tristes, tan dolorosas. Ahora nuestra vida ya no es la misma. Todo ha cambiado. Tú eres feliz con ella y yo tendré que aprender a ser feliz sin Torcuato. No sé si podré conseguirlo.

—No digas tonterías. No voy a dejarte, no hasta que estés recuperada del todo.

—Deberías perder los papeles en algún momento, a veces es bueno hacerlo —le dije dedicándole una mirada cariñosa—. Nuestra relación seguirá, pero ya no será igual. Los dos lo sabemos. Lo único que hemos ganado con esto es una lección de vida. —Le dije sonriendo. Él apretó mi mano con fuerza…

Aquello, su aparente pasividad, su excesiva compostura, fue lo que, en parte, también contribuyó a matar nuestra relación. La fue marchitando día tras día. Cuando las cosas comenzaron a funcionar mal, cuando mi trabajo nos alejó, no existió un portazo o un grito a deshoras que me hiciera pensar que aún había algo vivo dentro de él que me necesitaba por encima de todo. Sencillamente me dejó ir para luego marcharse él. Nunca renunciamos a seguir queriéndonos, pero era un querer marchito. Ya no quedaban pétalos a los que preguntarles por un sí o un no. Ezequiel se fue yendo de mí, como era habitual en él, sin tan siquiera rechistar. Pero yo sentí sus siseos al teléfono, su caminar descalzo algunas madrugadas y como en nuestros encuentros ya no se acomodaba a mis caderas. No me hizo falta buscar un rastro de perfume o un cabello chivato en su ropa. Tampoco necesité mirar su agenda o las llamadas perdidas de su móvil. Sencillamente lo supe, lo sentí y, extrañamente, no me dolió. Me molestó que no me lo contase, que no me hiciera participe de lo que estaba sucediendo, que siguiera siendo tan correcto, tan de plástico. Cuando Torcuato apareció en mi vida, en el desierto en el que me encontraba perdida y sola, tuve miedo, y actué como él. No se lo conté. No tuve valor para decírselo.

»Esa cartera…, —hice una pausa y la señalé—, ¿es la de Torcuato? —le pregunté haciendo un esfuerzo enorme para no llorar.

—Sí —afirmó con la voz temblorosa—.Había pensado dártela, pero ahora tengo mis dudas. Después de lo que te ha pasado y lo que ha dicho tu médico, no sé qué hacer…

 

******

—Cómo me gusta la pinta que tienes con esa cartera— solía decirle cuando llegaba a recogerme—. Pareces un maestro de El Bronx de Nueva York que viene de apoyar a sus grafiteros o de dar una clase de rap urbano con ellos en plena calle. ¡Eres tan atractivo!

Él sonreía y movía su cabeza un tanto avergonzado, como un chiquillo. Me besaba y pasaba su brazo por mis hombros orgulloso. Luego acercaba sus labios a mi oreja y decía, bajito, casi en un susurro:

—He vuelto a pecar. La culpa la tiene esta cartera en la que cabe un edificio entero —metía la mano dentro y sacaba un nuevo disco de Jazz—, lo escucharemos cenando —me guiñaba un ojo, besaba mi mejilla, suspiraba emocionado y caminábamos hacia su apartamento contándonos cómo había sido el día.

Vivía en un ático. La terraza duplicaba la extensión de la zona habitable de la casa. Era diáfano en su totalidad. Los únicos tabiques eran los del baño. Aquel apartamento era tan humilde como cálido y acogedor. Sus paredes estaban repletas de estanterías con vinilos, CD´s y decenas de libros que también se apilaban en el suelo. Su biblioteca recorría toda la superficie de la casa en montones distribuidos por géneros y temáticas como si fuese el mismísimo rodapié. En los pocos huecos que había en las paredes sin estantes estaban los cuadros que iba adquiriendo en mercadillos callejeros. Tenía debilidad por los pintores desconocidos.

—Asómate —me dijo el primer día—. Mira lo diferente que es todo visto desde aquí. Los seres humanos tenemos la estúpida costumbre de mirar solo en una dirección. Eso, el ser como borricos con orejeras, nos lleva a perdernos demasiadas cosas y a caminar siempre en la misma dirección. Y, ya sabes, caminando en línea recta, uno no puede llegar muy lejos…

—No puedo hacerlo —le dije sintiendo como mis piernas comenzaban a flojearme, como se resistían a sostenerme—. Tengo vértigo, lo tengo desde que de pequeña me caí de un balcón. Permanecí inconsciente varios días. No me hice nada, ni un solo rasguño. Lo único que me quedó de aquella caída fue el vértigo y, como decía mi madre, unos recuerdos que no me pertenecían. Como si hubiese estado en otro lugar durante mi convalecencia, viviendo otra vida…

 

******

Estuve varios minutos con la cartera entre mis manos, sin poder abrirla. Bajo la mirada preocupada de Ezequiel, recordé la sensación que sentí cuando entré por primera vez en el apartamento de Torcuato. Fue como si siempre hubiera estado allí, nada me era ajeno. Sentí que aquel lugar me pertenecía del mismo modo que yo a él. Al acariciar la cartera recordé la música, las velas, el vino, sus caricias y aquellas confesiones a media voz, entre risas y susurros. Las palomas al amanecer en la terraza, el olor de los geranios recién regados y el color vivo de sus flores. El jazmín que, me confesó, había robado de un vivero. Aquel arbusto, de flores blancas que desprendían un olor fascinante al atardecer, crecía sin control. Como si fuese azuzado por una fuerza extraña, amenazaba con dejar chica la gran maceta en la que Torcuato lo había trasplantado por cuarta vez. Recordé cada sonido, cada olor, cada sombra, cada instante y a él; sobre todo a él. Acariciando el cuero marrón, sintiéndolo como si fuese su piel, supe que no volvería a tenerle cerca, a sentirle, a quererle y que él me quisiera, porque se había ido para siempre. Se había ido para no volver.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó Ezequiel que permanecía inquieto mirándome en silencio. Sentado en el butacón de las visitas.

—Sí, sí. Aunque preferiría abrirla a solas —dije sin mirarle.

—Lo entiendo. Nos vemos mañana —me dio un beso en la frente. Abrió la puerta y se marchó.

 

 

Escuché su nombre cuando pasaron cerca de mi habitación:

—Margaret, hija, ya te he dicho que aquí no se debe alzar el tono de voz. Lo sabes de sobra, no debería tener que repetírtelo. Estamos en un hospital. Me has prometido que te comportarías. Si no lo haces, no podrás volver a venir conmigo.

—Pero, papi, si no hacemos ruido, mamá no va a despertarse nunca. Yo quiero que se despierte. No creo que sea como tú me has dicho, no es la bella durmiente, ¡no lo es! Rita me ha dicho que me has mentido, que mamá está enferma y que no va a despertarse nunca —dijo sollozando—. Voy a gritar todo lo que haga falta para que me escuche, para que me oiga.

Me levanté de la cama y, con dificultad, alcancé la silla de ruedas, me senté en ella y me dirigí a la puerta. Bajo el quicio, casi en la entrada, los contemplé. Él se paró, se puso en cuclillas, sujetó a la pequeña por los hombros y mirándola a los ojos, lleno de pena y comprensión al tiempo, le dijo:

—Rita es una mentirosa. Mamá se va a despertar. Lo hará, te prometo que lo hará. No debes creer lo que te dicen tus amiguitas, debes creerme a mí.

»Ahora quiero que esboces una sonrisa. Pondremos las flores en agua y le dirás que la esperamos, que siempre vamos a estar esperándola. Estoy seguro que le gustará saberlo. Ella nos escucha. Si nos siente cerca, si no se olvida de nosotros ni nosotros de ella, despertará. Da igual si tarda unos días más, vamos a esperarla todo lo que haga falta. ¿Sí? —Le preguntó con la voz ligeramente temblorosa y los ojos reteniendo las lágrimas.              

La niña asintió con un movimiento de su cabeza y los ojos tan brillantes como los de su padre. Pero ella, la pequeña, no supo ni pudo retener las lágrimas que su progenitor se apresuró a limpiar con sus dedos. Luego la abrazó. Los dos quedaron frente a mí, en silencio, unidos por el abrazo y la inmensa pena que sentían.

Él estaba igual que en la foto que Margaret me había enseñado, con algunos mechones blancos en sus sienes, pero tenía la misma pose, la misma expresión. La niña había crecido, tenía el pelo cobrizo y ensortijado. Se parecía a Margaret tantísimo que me estremecí al verla. Como si me hubiera presentido, se separó de su padre, me sonrió y, viniéndose hacia mí, levantó el ramo de flores y me dijo:

—Son para mi mamá. Ahora duerme, pero se va a despertar muy pronto. ¿Crees que la gustarán?

La miré emocionada y recordé el primer verso del poema de Rafael Alberti, De los álamos y los sauces, que siempre recitaba Margaret mirando la foto de su marido y sus hijos:

 

Dejadme llorar a mares,

largamente como los sauces.

Largamente y sin consuelo.

Podéis doleros...

Pero dejadme.

 

 

Margaret estaba allí, en una de aquellas habitaciones, pensé emocionada, llorando sin poder contralar la congoja. La niña me abrazó y me dijo al oído:

—No llores. Tú ya no duermes, tienes que estar contenta, no triste. ¿Podrías ayudar a que mi mamá también se despierte? Tú sabes cómo hacerlo, ¿verdad? —y cogiendo mi mano tiró de ella hacia sí, intentando que la siguiera hacia la habitación de su madre…