10
Bajé las escaleras acompañada del sonido que el arrastre de las ruedas del trolley producía sobre el piso de madera. Con los golpes secos que daba la maleta al resbalar por cada uno de los escalones y que retumbaban en el piso inferior. Jacinta no se despidió de mí. Era evidente que no estaría para decirme adiós o pronunciar aquel, según ella, premonitorio hasta luego. Sentí el ruido de los cacharros en la cocina, el sonido del agua corriendo en el fregadero y vi la luz que salía de la estancia alumbrando parte del pasillo. Santos entró en la casa y, sin mirarme, me quitó el equipaje de las manos. La voz de Miranda Lambert sonaba dentro del vehículo. Interpretaba Vice. Sus vocablos limpios y melancólicos atenuaban el sonido que producían las hojas del bosque de arces al ser empujadas por el viento. Olía a tierra mojada, a aire limpio. El cielo comenzaba a cubrirse de nubes, a teñirse de aquel malva encerado e irreal.
—Si lo desea puede conducir usted —me dijo Santos extendiendo su brazo derecho, señalando el coche.
—No entiendo —me encogí de hombros y expresé con un gesto de mi rostro el desconcierto que me produjo su ofrecimiento—, sabe de sobra que no tengo ni idea de a dónde debo dirigirme —hice una pausa y le miré—. Ya está bien, es suficiente. Dejen de tomarme por idiota —exclamé molesta, y sin mirarle me senté en los asientos traseros del automóvil. Abrí mi agenda e ignorándole comencé a recolocar las hojas descolgadas de su lomo.
—No hay mucho recorrido por el que transitar —dijo mirándome a través del espejo retrovisor—. El camino ya no está. Fue desapareciendo a medida que lo recorríamos ayer, cuando llegó aquí. Sé que se percató de ello y que lo recuerda. No vaya a decirme ahora que no lo pensó, que no le asustó ver como el polvo lo cubría todo, como el horizonte desaparecía tras él. —Me miró a través del espejo retrovisor. Fijó el gris de su mirada en mis ojos y, por unos instantes, tuve la sensación de que estaba leyendo mis pensamientos.
Agaché la cabeza para evitar su mirada que parecía buscar en mí algo que le pertenecía desde siempre, algo que, presentí, solo podía darle yo. Fue una sensación inquietante que me puso aún más nerviosa de lo que ya estaba.
—¡Haga el favor de sacarme de aquí ahora mismo! —Le grité visiblemente alterada, nerviosa. Bajé la mirada evitando volver a encontrarme con sus ojos grises, profundos y deshabitados en aquellos momentos—. Si no quiere llevarme, haré el camino andando. ¡Quiero irme de aquí ahora mismo!, ¿entiende? —dije hojeando la agenda, intentando aparentar una seguridad que no sentía.
—Está bien. Tranquilícese. En ningún momento me he negado a llevarla. Lo único que quiero es que entienda que su regreso no depende de mí, y mucho menos de lo que yo haga o deje de hacer. Le pido, por favor, que durante el recorrido mire hacia la carretera. No quiero que piense que estoy tomando un atajo o desviándome. Necesito que sea consciente de todo lo que sucede.
Hice un gesto afirmativo con mi cabeza y levanté mi mano derecha indicándole con desdén que arrancase, que pusiese el coche en movimiento. Cerré la agenda, me abroché el cinturón y miré al frente. En aquellos momentos me sentía aterrada, pero puse todo mi empeño en aparentar calma y seguridad.
Rodeamos el bosque de arces cada vez más agitado por el viento que arrastraba hacia nosotros la tormenta, que empujaba los nubarrones y encogía el horizonte poco a poco. Lo hicimos varias veces, por vías diferentes. Una y otra vez. Daba igual el camino que tomáramos porque éste siempre nos concluía al mismo lugar: a la casa de Santos.
Inquieta y ya visiblemente alterada, le pedí que parase, que detuviese el vehículo. Me bajé del automóvil y miré alrededor buscando una salida, un sendero por el que alejarme de allí. La lluvia comenzó a caer, fina y racheada. Caminé hacia los árboles dejando mi bolso y mi equipaje en el coche, obsesionada con salir de aquel lugar fuera como fuese. Me introduje en aquel inmenso boscaje sin mirar hacia atrás. No recuerdo cuanto tiempo anduve, solo como la lluvia arreció y poco a poco me empapé. Mis huesos se entumecieron y los tiritones dificultaron mis pasos, ralentizándolos, haciéndolos inestables. Tampoco sé cuándo, cómo y por dónde salí de allí. Sí que al hacerlo vi el coche de Santos con las cuatro puertas abiertas y cómo él se aproximaba a mí con un gran paraguas rojo. Me cobijó bajo él y, sin decir una sola palabra, me condujo hasta el coche. Por unos momentos tuve la sensación de que aquello ya había sucedido, que la escena se había repetido más veces, que ya había estado en aquella situación anteriormente.
—Sé que es difícil de comprender, que esta situación, lo que está viviendo, se escapa de toda lógica. Es lo más parecido a un mal sueño, pero…, se habituará. Lo hará por puro instinto de supervivencia; como lo hemos hecho todos. Debe ser paciente y confiar en Jacinta y en mí. Llegado el momento le explicaremos todo lo que necesita saber, al menos, lo que nosotros conocemos de este lugar.
»Mi oferta sigue en pie, puede conducir usted y tomar el camino que quiera —dijo señalando el asiento del conductor—, pero si lo hace, tenga en cuenta que ya no disponemos del mismo tiempo —señaló una vez más el horizonte cada vez más breve, tan pequeño que se me antojó que era un trampantojo.
A pesar de mi estado de ánimo, de lo desorientada que me sentía, de mi situación decrépita, de estar empapada y entumecida, me senté y tomé el volante. Me costaba creer en las palabras de Jacinta y en las de él. Era imposible que no pudiese salir de allí, pensé arrancando el coche y dejando a Santos en tierra. Quedó allí, mirándome, impasible bajo aquel gran paraguas tan rojo como las hojas de los arces que rodeaban la casa. Aceleré y tomé uno de los caminos a toda velocidad. Fui y vine varias veces, en todas las direcciones, tomando todas y cada una de las vías. Pero una y otra vez volvía al mismo lugar.
—¡Quiero ir a la estación! ¡Quiero marcharme de aquí! —vociferé desde el coche, sin bajarme—. ¡Lléveme inmediatamente a ese maldito apeadero! —le ordené—. Si no lo hace tendré que denunciarle por haberme retenido contra mi voluntad. ¡Juro que lo haré!
—No puedo. No sé cómo llegar al apeadero. Ni tan siquiera sé dónde puede estar ahora. No sé qué dirección tomar. Usted lo ha comprobado, no hay camino, no hay nada más allá de este pueblo. Sería estupendo que me denunciase, eso significaría que hemos salido de aquí. No vaya a pensar que es usted la única que quiere escapar, yo llevo intentándolo muchos meses. Como ve, aún no lo he conseguido.
»Debemos volver. Está oscureciendo —dijo señalando el cielo. Frunció el ceño y su mirada tomó una expresión de súplica—, por favor, confíe en mí. Debemos volver ya. Mañana le explicaré todo lo que quiera saber. Le doy mi palabra de que así será, pero ahora le ruego que me haga caso. Tenemos que regresar a la casa antes de que caiga la noche, es necesario que lo hagamos por nuestra propia seguridad. ¡Por favor! —suplicó.
—¡Miente! Lo hace usted y su ama de llaves. Los dos están mintiéndome. Algo se me escapa. Estoy segura —vociferé alterada, histérica, sin atender a lo que me decía.
—Jacinta no es mi ama de llaves. Ella ya estaba en aquí cuando yo llegué. Fue quien me condujo desde el apeadero a la casa, como hice yo con usted. Le debo mi estabilidad emocional en este sitio, creo que si ella no hubiera estado a mi lado, no habría soportado seguir aquí más tiempo. Es posible que me hubiese vuelto loco. Por ello le pido respeto. No vuelva a llamarla mentirosa, al menos delante de mí —dijo levemente ofuscado.
»No se merece que me arriesgue por usted, pero no puedo dejarla sola, soy incapaz —abrió la puerta del copiloto y se sentó—. Adelante, como usted quiera. Vuelva a intentarlo, pero no olvide que la noche aquí, fuera de las casas, no es como usted cree, como las noches que ha vivido antes de llegar a este lugar.
Fueron unos minutos, quizá unos segundos, tal vez instantes de segundos, o milésimas de los mismos lo que tardó en oscurecer. Lo hizo de forma súbita y fulminante. Como si la luz del cielo hubiera sido apagada por el soplido de un dios menor inconsciente y malévolo. La oscuridad que sobrevino no era como la que yo conocía. Aquella era espesa y penetrante, tan intensa que parecía formar parte de mi cuerpo y de mi alma. O, tal vez, yo había pasado a formar parte de ella sin ser consciente, pensé y me estremecí al hacerlo.
El sonido de la lluvia cesó de golpe y dio paso a un ruido metálico, un chirrido constante y anómalo, similar al que escuché en el vagón del tren. Iba y venía, se alejaba y se acercaba. No sentía nada, ni tan siquiera tenía consciencia de mi cuerpo, de estar allí o en cualquier otro lugar. Intenté hablar, pero no pude. Quise moverme, pero mi cuerpo parecía no estar unido a mis pensamientos y, por unos instantes, sentí que había dejado de existir. Solo percibía aquel chirrido metálico que iba y venía de un lado a otro dentro de aquella demoledora opacidad. Permanecí en aquel estado catatónico hasta que un olor fuerte a cascara de limón me hizo abrir los ojos. O eso creí, que estaba abriendo los ojos, que cuando se hizo la noche los tenía cerrados.