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Permanecí con Margaret hasta que el sol comenzó a caer y las nubes, como ocurría cada día, fueron cubriendo el cielo, lo tiñeron de aquel malva encerado, tan hermoso como intranquilizador. Los fogones de la cocina de carbón dejaban ver el rojo incandescente del mineral que ardía bajo ellos. La luz interior de la estancia se acomodó a la caída del sol y las hojas de las plantas tomaron un tono más oscuro, apagado, sin brillo. El ambiente se caldeó y acomodó a la falta progresiva de luz solar. Fue como si la habitación y todo lo que había en ella tuviera conciencia propia.

—No me di cuenta de lo mucho que les quería hasta llegar aquí —me dijo—. Vivía demasiado deprisa, como si quisiera ganarle tiempo al tiempo, ¡qué idiotez! El tiempo no espera a nadie y no se deja gobernar, nos gobierna. Pero da igual que sepamos que es así, que nos lo digan o nos lo demuestren cientos de veces, siempre se nos olvida. La memoria del ser humano es convenida y anárquica.

»¿Está bien así o te pongo un pedazo más grande? —me preguntó con el cuchillo sobre el bollo.

—Sí, así está bien —le respondí—. ¿Por qué estás tan segura de que no estamos todos muertos? Es la única explicación razonable a lo que nos sucede.

Partió la ración y la depositó en mi plato. Se sentó y me miró fijamente. Mientras me miraba, su expresión, su actitud en apariencia relajada, me recordó a la que adquieren algunas madres cuando intentan explicarles a sus hijos, de la mejor manera posible, algo que ni ellas mismas entienden.

—No me has escuchado, no has prestado atención a lo que te estaba diciendo. He aprendido que la vida, la que llevamos en estos momentos, o la que, si Dios quiere, llevaremos al regresar hay que vivirla sin angustia, sin prisas, sin dejar escapar un solo instante. No pierdas el tiempo haciéndote preguntas que no tendrán una respuesta. Te lo digo por experiencia. Lo que tenga que suceder lo hará, independientemente de lo que tú quieras o creas. ¿No se te ha ocurrido pensar que estás aquí por algo? ¿Qué nada sucede sin un motivo? No estoy segura de que no estemos muertos, por supuesto que no, solo me limito a creer que no lo estamos. Tal vez ni la muerte ni la vida sean como pensamos que son. La única explicación que se me ocurre a mí es que el lugar en el que estamos forma parte de otra realidad…

De repente sus labios se paralizaron y su voz dejó de sonar. Pareció quedarse detenida en el tiempo y el espacio. Fue como si por unos momentos hubiera dejado de existir. La luz en la estancia se atenuó de golpe, como si hubiera una caída de tensión. La cocina se sumergió en una semioscuridad que le robó el color a los objetos, convirtiendo la estancia en una especie de fotografía en blanco y negro. Después, su figura se desdibujó ante mis ojos hasta convertirse en una especie de boceto, en una imagen incompleta y sin vida. Intenté levantarme, hablar, pero no puede. Mi cuerpo estaba paralizado, pareciera que no me pertenecía. Quise tocarla, rozar aquella efigie en blanco y negro en la que se había convertido Margaret, pero al intentarlo un dolor penetrante me sobrevino. Fue una punzada aguda y seca que recorrió todo mi organismo una sola vez y al mismo tiempo. Como si la sangre de mis venas se helase para después licuarse de golpe. Sentí que me fragmentaba por dentro, que todas mis articulaciones se deshacían para después volver a su estado original. Continuamos en aquella fase, en aquel limbo, hasta que escuché la voz de Ezequiel. Cantaba bajito Moonshadow de Cat Stevens. En ese instante mis dedos comenzaron a moverse, lentos y sin fuerza. Quise girar el cuello para verle, pero no pude. Solo alcancé a ver la Luna a través del gran ventanal que tenía frente a mí. Inmensa, blanca y brillante. Después volví a escuchar la voz de Ezequiel tarareando el estribillo de la canción. Uno de los ventanales se abrió empujado por una racha de viento y la contraventana golpeó contra la pared. La luz y los colores volvieron a tomar la estancia. Margaret recobró el movimiento, la vida que parecía haber perdido, en el mismo instante en que la madera pegó contra el tabique. Sonriente, como si nada de aquello hubiera sucedido, inclinó la cafetera y dejó que el café caliente cayese humeante en la taza.

—¿Recuerdas que te dije que a veces escuchaba la voz de mi marido? —me preguntó con los ojos brillantes, reteniendo las lágrimas. Asentí con un movimiento de mi cabeza— .Hace unos minutos ha vuelto a suceder —sonrió emocionada—. Le he escuchado. Me decía que iba a traer a mi pequeña para que hablase conmigo.

—Margaret —le dije vocalizando con dificultad—, yo también he escuchado la voz de mi marido. Me cantaba, tarareaba una de mis canciones preferidas. Intenté verle, girar la cabeza, pero no podía moverme. Tú estabas como yo, inmóvil. Tu imagen era como un dibujo. Parecías formar parte de un cuadro en blanco y negro. Todo parecía formar parte de un decorado, incluso yo misma. Tuve la sensación de que el tiempo se había detenido. ¿Sabes lo que nos ha sucedido?

—Es muy extraño que me hayas visto y al tiempo, sin perder la noción de lo que sucedía, escucharas a tu marido. Eso no nos ha ocurrido a ninguno. Jacinta no se equivoca, eres diferente a nosotros y también has llegado a este lugar por motivos distintos a los nuestros.

—¿A qué te refieres? —pregunté contrariada.

—Jacinta nos avisó días antes a Santos y a mí de tu llegada. Nos dijo que debíamos cuidarte. Que eres muy importante para nosotros y diferente al resto de habitantes del pueblo. Afirmó que eres la única persona que tiene la capacidad de sacar a Santos de aquí y que ese es tu cometido, que por eso has llegado. También que puedes ayudar a más personas a salir de aquí. Espero que una de ellas sea yo —dijo con los ojos llorosos.

»No debería hablar contigo sobre esto, creo que me he precipitado. Tal vez sea demasiada información y muy pronto para que la recibas. Lo último que querría sería desestabilizarte de nuevo.

—Margaret —dije cogiendo una de sus manos y mirándola a los ojos—, la desinformación es lo que me altera, lo que realmente me produce desasosiego. Por favor, te pido que me cuentes todo lo que sepas. Lo necesito.

—Vivimos en otra realidad. No hay forma de entender lo que sucede si no es agarrándose a esa definición. No le des más vueltas, no llegarás a ningún lugar, créeme. No debes comentarle nada a nadie de lo que hemos hablado. Jacinta no quería que lo supieras, insistió mucho en ello —dijo nerviosa, mirando hacia la puerta de la cocina.

Juraría que apenas llevaba con Margaret unas horas, sin embargo el sol ya comenzaba a caer sobre el horizonte. Atardecía, y lo había hecho de golpe, de repente. Como si las horas allí fuesen ficticias y anárquicas, guiadas por una mano invisible y antojadiza.

—El sol ha caído y la tormenta se aproxima, hay que aligerar —dijo Santos apoyado en el quicio de la puerta—. Nos queda poco tiempo para regresar a la casa. Está anocheciendo e imagino que no querrá vivir de nuevo la experiencia de anoche, ¿o sí? —preguntó irónico.

Margaret soltó sus manos de las mías. Se levantó, cogió una tartera de plástico, partió un trozo de bizcocho y lo depositó dentro.

—Para el desayuno de mañana —me dijo sonriendo al tiempo que me dedicaba una mirada cómplice que entendí. Me suplicaba que guardase silencio, que no comentase ningún detalle de nuestra conversación, que no hablase sobre ello con nadie.

—No creo que llegue a mañana. Ya sabes, tenemos dos estómagos —la respondí sonriendo…