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La noche anterior

 

Como si fuese una jugarreta del destino, pudiendo ir a cualquiera de los cientos de bares de copas de que había en la ciudad, los dos fuimos a parar al más alejado del centro, al más popular, al más concurrido, al que jamás habíamos ido juntos. Ellos entraron minutos después de que lo hiciésemos nosotros. Pero, a pesar de estar sentados en mesas relativamente cercanas, no nos vimos. En el escenario sonaba Aquellas pequeñas cosas de Joan Manuel Serrat. Un cantautor joven, desgreñado y tan atractivo como anárquico, la interpretaba en acústico mientras el cigarrillo se le consumía sujeto entre las cuerdas y el clavijero de la guitarra.

Al final de la canción una pareja abrió la puerta de salida y una ráfaga de viento frío se coló en el local. Lo hizo con fuerza, con una naturaleza extraña. Como si estuviera esperando ahí, afuera, en los escalones, a que alguien abriese para entrar de golpe, sin pedir permiso; avasallando. El sonido que produjo fue como el final inesperado y apabullante de una ópera y enmudeció a todos los que allí nos encontrábamos. Incluso los camareros que se hallaban al fondo, en la barra, se giraron en dirección a la puerta. Con él, arrastró dentro un puñado de hojas de arce que recorrieron las mesas como lo hiciera una bandada de pájaros en espantada. Varias se esparcieron por el suelo, en los escalones de la entrada y en los espacios libres que había entre las sillas. Dos se elevaron sobre nuestras cabezas. Eran rojas, de un rojo brillante, tan bello como infrecuente. Casi juntas, rozándose de vez en cuando, se movían en el aire acompasadas. El aforo del local permanecía en silencio. Miraban hacia arriba ensimismados. Aquello parecía ser parte de una realidad mágica que nos envolvió a todos y provocó un silencio inusitado. Tras unos minutos, aún en el aire, llevadas por un movimiento tan rítmico como surrealista, giraron como si estuvieran dentro de un remolino y, de repente, como si hubiesen sido escupidas por él, se apartaron una de la otra en direcciones opuestas. Flotaron unos segundos y cayeron perdiendo, de forma súbita, la magia que las movía. Una se desplomó sobre la copa de él y otra sobre la mía. Fue entonces cuando nuestras miradas se cruzaron, cuando nos hallamos el uno al otro. Él, sin dejar de mirarme, soltó su mano de la de ella y yo retiré la mía de la de mi acompañante.

La gente seguía absorta en lo que terminaba de suceder. Unos miraban hacia mi mesa y otros a la de ellos. La mayoría reía y comentaba lo sucedido. Lo anecdótico, lo surrealista de aquel episodio, tan bello como extraño. Nosotros permanecíamos en silencio, mirándonos fijamente. Él sonrió. Fue una sonrisa triste, sabia y envejecida. Retiró la hoja y levantó la copa volviendo a mirarme. Yo dejé que Torcuato retirase la que había caído sobre la superficie de la mía. Y fue él, Torcuato, mi acompañante, quien llevó mi mano a la copa y, levantando mi brazo, me ayudó a devolver el gesto de brindis con el que mi marido me obsequiaba desde la otra mesa, junto a una acompañante femenina que, embelesada, le acariciaba el cuello.

Aquel día, aquella noche, mi marido debía estar en Calgary, Canadá, en un congreso. Eso me dijo la semana anterior. Yo con mi madre. Quería despedirme de ella antes de marcharme por un tiempo indefinido a escribir la biografía de un hombre del que no sabía apenas nada, le dije días antes. Pero ambos estábamos en aquel restaurante cenando con nuestros respectivos amantes. Los dos habíamos mentido. Los dos éramos igual de cobardes y cínicos.

«Lo siento», me escribió a través del WhatsApp. Desde el baño. No le respondí. Se había levantado unos minutos después de brindar. Cuando los aplausos espontáneos de la gente ante lo que terminábamos de presenciar cesaron. Pasó a mi lado sin mirarme y yo agaché la cabeza en un ademán embustero de buscar algo en mi bolso. Torcuato, ignorante, ausente de la situación, sin imaginarse que él era mi marido, le saludó con un gesto varonil de complicidad que me pareció estúpido sin serlo. ¡Qué sabía él! , ni en una de sus mejores obras se le habría ocurrido narrar tal situación, me dije, y al instante recriminé mi forma enrabietada y egoísta de pensar.

Fue difícil mantener la compostura, que aquella situación imprevista no me superara. Me costó aguantar el tipo, no fingir una repentina e incipiente jaqueca que me permitiera abandonar el lugar; huir del escenario. Me costó disimular ante él y ante Torcuato que, ignorante, leía, con avidez y entusiasmo, la carta buscando el carpaccio de atún que tanto nos gustaba a los dos y que allí, nos habían comentado, era excepcional. Fue extenuante para mí y creo que también para él, para mi marido.

Después de todo ella era guapa, guapa y joven, me dije mientras la miraba de soslayo.

«Si algún día me engañas, al menos hazlo con alguien que sea más atractiva y joven que yo. De lo contrario, te correré a tortas por imbécil», solía decirle cuando nuestra relación aún funcionaba. Él, entonces, reía y me daba a entender con gestos y palabras que aquello no sucedería jamás. Jamás, qué palabra más mentirosa.

Torcuato y yo apenas llevábamos viéndonos unos meses, cinco. Lo hacíamos a saltos, como si jugásemos a la comba, con cuidado de nos trastabillarnos porque los dos éramos conscientes de la situación. La primera vez que nos acostamos, nos dijimos que aquello era circunstancial, que ninguno era culpable, que todo venía dado por nuestro aislamiento.

Nos atenaza la soledad del corredor de fondo, como a la mayoría de los escritores, comentamos por el chat. Incluso nos convencimos mutuamente de que aquello, nuestras escapadas, nuestros encuentros furtivos, no eran una traición sino supervivencia y necesidad. Tal vez estuviéramos acertados. Quizás.

Comenzamos como dos colegas que se conocen a través de una red social. Hablando de esto y de aquello, de lo otro y de lo de más allá. De las listas de ventas, de las editoriales, de los personajes de la prensa amarilla que publicaban sus biografías como churros y las venden del mismo modo. De los que nacen con estrella y de los que, como nosotros, lo habían hecho estrellados. Nos leímos parte de nuestras obras, compartimos la trama y los personajes, hasta que una noche cualquiera de un día cualquiera, de cualquier mes, nos supimos y nos habitamos el uno al otro. Una noche cualquiera como aquella en la que todo se hizo añicos de golpe. En la que parte de nosotros dejó de ser lo que era, lo que había sido hasta entonces. En la que el futuro se nos fue.

Quise esperar a que ellos salieran antes que nosotros. No tenía fuerzas para levantarme antes, para aguantar su mirada tras mis pasos mientras salíamos del local. Por eso le sugerí a Torcuato, después de terminar la cena, tomar una copa allí en vez de, como era nuestra costumbre, hacerlo en su apartamento. Los vi salir. Presencié como él le ponía el abrigo negro de paño sobre los hombros. Lo hizo con la misma delicadeza que tiempo atrás lo hiciera conmigo. Cómo me miró y, al hacerlo, se despidió sin voz y sin gestos. Se despidió, sin más. Hacía tiempo que el tiempo nos había separado. Pero, a pesar de ello, de nuestro distanciamiento, de nuestras ausencias, no sabía bien por qué, me dolía verle con otra mujer.

«Después de esto he decidido aceptar el trabajo. Escribiré la biografía. Creo que será bueno para los dos que hablemos más adelante, cuando nuestras emociones se hayan enfriado un poco. Salgo de madrugada. ¡Cuídate!, y descuida, yo también lo haré.»

Le escribí desde el baño del restaurante, mientras Torcuato recogía mi chaquetón del ropero. Ajeno a lo que realmente había sucedido, cogió mi mano derecha, la abrió y depositó en ella la hoja de arce roja que había bailado en el aire con la de mi marido y que, finalmente, cayó sobre mi copa:

—Guárdala, estoy seguro de que todo esto tiene un significado. Nada sucede por casualidad, tú y yo lo sabemos... —sonrió, hizo una pausa y, mirándome fijamente, dijo: —, aquí no hay arces. No sé desde dónde han venido estas hojas, pero estoy seguro que vienen desde muy lejos. Todo ha sido demasiado extraño y especial. Si incluyésemos lo que nos ha ocurrido esta noche en la trama de una de nuestras novelas los lectores pensarían que tenemos demasiada imaginación…