Era una niña pequeña y estaba sola, sentada en la playita del lago, y oía el murmullo del agua.

Era una mujer joven y miraba el lago y contemplaba su belleza y el resplandor que irradiaba.

Era una anciana y estaba en cuclillas al lado de la niña, y era una niña pequeña otra vez y oía el susurro de unas palabras y oía el perdón en las palabras y el susurro brotaba del lago y el susurro decía: «Tú eres mi niña».

Tardó un buen rato en recuperar la conciencia, estaba tan inmensamente cansada y aturdida que apenas conseguía abrir los ojos.

—Bald… vin —suspiró—. Fue un accidente. Lo que sucedió, cuando murió papá… fue un accidente.

No veía a Baldvin, pero sentía su presencia.

Ya no tenía frío y era como si hubiese desaparecido una pesada carga que la oprimía.

Sabía lo que tenía que hacer a continuación. Iba a contarlo. Todo.

Todo lo que sucedió junto al lago. Todos los que quisieran escucharla sabrían lo que había sucedido.

Iba a llamar a Baldvin cuando sintió que no podía respirar. Había algo que le oprimía la garganta.

Abrió los ojos y buscó a Baldvin, pero no le vio.

Se echó las manos al cuello, desfallecida.

—No es justo —dijo en un leve susurro—. No es justo…