27
Erlendur llamó a su hija el domingo por la mañana y le preguntó si quería ir a dar un paseo en coche con él. Le apetecía aprovechar el día para recorrer las proximidades de Reikiavik y ver lagos. Despertó a Eva Lind, que necesitó cierto tiempo para darse cuenta de qué se trataba. Estuvo un poco difícil, pero Erlendur no se rindió. Ese domingo, como cualquier otro, difícilmente tendría demasiado que hacer. No tenía costumbre de ir a misa. Al final cedió. Erlendur intentó localizar a Sindri Snær, pero solo oyó el mensaje de que su móvil estaba apagado o fuera de cobertura. Valgerður trabajaba todo el día.
En condiciones normales habría hecho la excursión él solo sin problema, pero esta vez quería que lo acompañase Eva, pues ya estaba más que aburrido de sí mismo, como le dijo ella por teléfono. Él sonrió. Eva Lind estaba de mejor humor de lo habitual, aunque su plan de volver a unirle a Halldóra de alguna forma no había servido de nada y con ello pareció desaparecer su última esperanza de conseguir que existiera una relación normal entre sus padres.
No dijeron ni palabra sobre el asunto cuando Erlendur salió de la ciudad con su hija. Ese domingo hacía un hermoso tiempo otoñal. El sol brillaba a baja altura sobre las montañas de Bláfjöll, y la temperatura era fría aunque no mucho. Llegaron a un pequeño supermercado y Erlendur compró cigarrillos y unos tentempiés. En casa había hecho café y lo había metido en un termo. Llevaba una manta en el maletero, y al salir de la tienda pensó que nunca había hecho una excursión dominical con Eva Lind.
Empezaron a circular trazando un pequeño círculo en torno a la ciudad. Había estado mirando un mapa de pequeña escala de las cercanías de Reikiavik, y quedó sorprendido al comprobar la gran cantidad de lagos que se encontraban en un territorio relativamente pequeño. Eran casi incontables. Erlendur y Eva Lind comenzaron por el Elliðavatn, donde había surgido un nuevo barrio, dieron la vuelta al Rauðavatn por una carretera bastante decente, y al Reynisvatn, oculto tras las casas del barrio de Grafarholt. Luego siguieron rodeando el Langavatn y vieron gran cantidad de lagunas en el páramo de Miðdalsheiði, antes de continuar hacia el páramo de Mosfellsheiði. Contemplaron el Leirvogsvatn justo al lado de la carretera de Þingvellir, así como el Stíflisdalsvatn y el Mjóavatn. Era ya avanzado el día cuando llegaron a Þingvellir, torcieron al norte y pasaron junto al Sandkluftavatn, que estaba junto a la carretera al norte de Hofmannaflöt, en la carretera que atravesaba los altos de Uxahryggir y bajaba al lago de Lundarreykjadalur. Merendaron junto al Litla-Brunnavatn, justo al lado de la carretera de Biskupsbrekka.
Erlendur extendió la manta en el suelo y estiraron las piernas mientras devoraban los sándwiches del supermercado. Erlendur sacó unas galletas de chocolate y llenó dos tazas con el café que había preparado. Miró hacia Þingvellir y Hofmannaflöt, por debajo del monte Ármannsfell, donde en tiempos paganos la gente se entretenía presenciando peleas de caballos. Había estado visitando librerías con la esperanza de encontrar el libro de lagos que Davíð pretendía comprar. El único libro que podía coincidir era uno que acababa de publicarse cuando él desapareció, y que se llamaba simplemente Lagos de los alrededores de Reikiavik. Era una bonita edición con gran cantidad de fotografías de lagos y su entorno, tomadas en diferentes épocas del año. Eva Lind hojeó el libro y miró las fotos.
—Si crees que la chica fue a alguno de todos estos lagos, solo puedo desearte que tengas mucha suerte en la búsqueda —dijo Eva Lind, y tomó un sorbo de café.
Erlendur le había hablado de Guðrún, Dúna para los amigos, quien había desaparecido hacía treinta años sin que nadie supiera exactamente cuándo. Le habló de su interés por los lagos, y que él pensaba que no era del todo absurdo relacionar su desaparición con otra, la de un hombre joven llamado Davíð. A Eva Lind le parecía curioso que Davíð hubiera conocido a la chica poco antes de desaparecer. Erlendur imaginaba que el libro podría haber estado destinado a Guðrún. Acababan de conocerse, en realidad hacía tan poco tiempo que nadie, excepto Gilbert, un amigo de Davíð, había tenido la más mínima noticia al respecto. La información sobre el inicio de su relación no llegó hasta muchos años después, cuando Gilbert regresó a Islandia tras una larga estancia en Dinamarca.
En opinión de Eva Lind, todo lo que planteaba su padre era demasiado rebuscado, y así se lo dijo. Erlendur asintió, pero indicó también que un detalle importante que conectaba los dos casos era precisamente que apenas se disponía de dato alguno sobre ninguno de los dos. De Davíð no se supo nada. Lo único que se supo de Guðrún era que su coche desapareció a la vez que ella y que no volvieron a verlo.
—¿Y si se conocían? —dijo Erlendur mirando el Litla-Brunnavatn—. ¿Y si Davíð compró el libro de lagos para ella? ¿Y si los dos hicieron juntos la última excursión en el coche? Sabemos cuándo desapareció Davíð. La denuncia de la desaparición de Guðrún se produjo unas dos semanas después. Por eso nunca relacionamos sus desapariciones, pero ella podría haber desaparecido al mismo tiempo que él.
—Pues que tengas mucha suerte en la búsqueda —repitió Eva Lind—. Seguramente habrá como mil lagos posibles, si crees que se fueron a visitar lagos. Esto es como la Finlandia esa de las narices. ¿No es más fácil pensar que se cayeron al mar desde algún muelle?
—Buscamos el coche de la chica en todos los puertos importantes —dijo Erlendur.
—¿No habrían podido suicidarse cada uno por su lado?
—Sí, claro que sí. Eso es lo que habíamos pensado hasta ahora. Yo… El relacionarlos es una idea completamente nueva. Estoy bastante entusiasmado con ella. Durante decenios no ha habido ni una sola novedad en estos casos, y de pronto nos enteramos de que a ella le interesaban los lagos y él quería comprar un libro sobre lagos, algo por lo que nunca había mostrado el menor interés.
Erlendur tomó un sorbo de café.
—Y encima, el padre del chico está muriéndose y ya no tendrá respuesta a sus preguntas. Igual que la madre, que ya está muerta. También pienso en eso. Respuestas. Que la gente encuentre respuestas. La gente no sale de su casa tranquilamente y luego desaparece. Siempre existe alguna huella. Excepto aquí. Estos dos casos tienen eso en común. No existen huellas. No tenemos nada en las manos. En ninguno de los dos casos.
—La abuela nunca tuvo respuestas —dijo Eva Lind tumbándose de espaldas y mirando el cielo.
—No, ella no tuvo respuestas.
—Pero tú no te rindes —dijo Eva—. Tú sigues buscando. Vas al este a buscar.
—Sí, efectivamente. Voy al este. Subo al Harðskafi y me adentro por el páramo de Eskifjarðarheiði. A veces acampo allí.
—Pero nunca encuentras nada.
—No. Nada, excepto recuerdos.
—¿Los recuerdos no bastan?
—No lo sé.
—¿Dijiste el Harðskafi? ¿Qué es eso?
—Tu abuela creía que Bergur había perecido en esa montaña. No sé por qué lo pensaba. Era como un presentimiento. Bergur tendría que haberse desviado bastante del camino, pero el viento soplaba hacia allí y, como es lógico, los dos intentábamos protegernos poniéndonos a favor del viento. La abuela subió allí muchas veces, hasta que nos marchamos de la comarca.
—¿Has subido a esa montaña?
—Sí. Es fácil de escalar aunque el nombre significa «mal paso».
—¿Ya no vas?
—Apenas subo hasta allí, excepto con la mirada.
Eva Lind reflexionó sobre sus palabras.
—Claro, ya eres todo un carcamal.
Erlendur sonrió.
—¿Así que ya te has rendido? —preguntó Eva Lind.
—Lo último que preguntó tu abuela fue si ya había encontrado a mi hermano. Fue lo último que le pasó por la mente antes de morir. A veces me he puesto a pensar si le habrá encontrado…, si le habrá encontrado al otro lado. Yo no creo en vidas después de la muerte, no creo ni en Dios ni en el infierno, pero tu abuela creía en todo eso. Lo absorbió en su educación y estaba convencida de que la lucha por la vida en la tierra no era ni el principio ni el fin de nada. Por eso aceptaba la muerte y decía que Bergur estaría sin duda en buenas manos. Con su gente.
—Así hablan los mayores —dijo Eva Lind.
—Ella no era tan mayor. Murió relativamente joven.
—¿No dicen que los dioses aman a los que mueren jóvenes?
Erlendur miró a su hija.
—No creo que los dioses me hayan amado nunca a mí —dijo Eva Lind—. O por lo menos, no puedo imaginármelo. Tampoco sé por qué iban a amarme.
—No estoy seguro de que la gente tenga que poner su destino en manos de los dioses, sean los que sean —dijo Erlendur—. Uno construye su propio destino.
—Decirlo es muy bonito. ¿Quién construyó tu destino? ¿No te llevó tu padre a las montañas con un tiempo horroroso? ¿Qué hacía él allí arriba con sus hijos? ¿Nunca te lo has preguntado? ¿Nunca te enfadas al pensarlo?
—Él no podía saber lo que iba a pasar. Él no organizó la subida para que nos perdiéramos.
—Pero podría haber actuado de otra forma. Si hubiera pensado en sus hijos.
—Siempre nos cuidó perfectamente a mi hermano y a mí.
Guardaron silencio. Erlendur observó un coche que iba hacia el este, por Uxahryggir, y giraba hacia Þingvellir.
—Yo siempre me odiaba a mí misma —dijo Eva Lind entonces—. Y estaba furiosa. A veces me ponía tan furiosa que estaba a punto de estallar. Furiosa con mamá y furiosa contigo y con toda la chusma que me acosaba. Quería librarme de mí misma. No quería ser yo. Sentía repugnancia por mí misma. Me insultaba a mí misma y dejaba que los demás también lo hicieran.
—Eva…
Eva Lind tenía los ojos fijos en el cielo azul.
—No, de verdad que era así —prosiguió—. Furia y repugnancia. No es una buena combinación. He pensado en ello desde que me di cuenta de que lo que estaba haciendo no era más que la consecuencia natural de algo que empezó antes de que yo naciera. Algo sobre lo que yo no tenía el más mínimo control. Lo que más me enfurecía erais mamá y tú. ¿Por qué me tuvisteis? ¿En qué estabais pensando? ¿Qué traje conmigo a este mundo? ¿Qué iba a poder tener conmigo? Nada. Errores de personas que nunca llegaron a conocerse ni quisieron conocerse.
Erlendur hizo una mueca.
—No se trae nada al mundo, Eva —dijo Erlendur.
—No, quizá no.
Callaron.
—¿No está siendo un estupendísimo paseo de domingo? —preguntó Eva Lind al fin, mientras miraba a su padre.
Otro coche llegó a poca velocidad por la carretera de Biskupsbrekka y torció en dirección a Lundarreykjadalur. Eran una pareja con dos niños, y la niña, morena, les saludó con la mano desde su asiento infantil en la parte de atrás. Ninguno de los dos devolvió el saludo y la niña se les quedó mirando, decepcionada, hasta que se perdió de vista.
—¿Crees que conseguirás perdonarme algún día? —preguntó Erlendur mirando a su hija.
Eva no respondió, siguió con la mirada fija en el cielo, la cabeza apoyada en las manos, y las piernas cruzadas.
—Ya sé que la gente crea su propio destino —dijo por fin—. Alguien más lista y más fuerte que yo se habría creado otro destino. Alguien habría decidido que vosotros dos no le importabais una mierda. Creo que esa es la única respuesta, en lugar de sentir repugnancia por mí misma.
—Yo nunca pretendí que acabaras odiándote a ti misma. No lo sabía.
—Seguramente, tu padre tampoco pretendió jamás perder a su hijo.
—No. Nunca lo pretendió.
Se marcharon, cruzaron Uxahryggir y bajaron a Lundarreykjadalur y a Borgarfjörður cuando ya estaba oscureciendo. No se detuvieron en ningún otro lago a tomar nada, y la mayor parte del camino la hicieron en silencio. Pasaron por el túnel de Hvalfjörður y bordearon la península de Kjalarnes. Erlendur llevó a su hija hasta la puerta de su casa y se despidieron en la oscuridad.
Había sido un agradable día de lagos, y así se lo dijo Erlendur a Eva. Ella asintió y dijo que tenían que salir más a menudo.
—Si fueron por los lagos cercanos, tienes las mismas posibilidades de encontrarles que de ganar a la lotería.
—Eso me temo —respondió Erlendur.
Estuvieron un rato en silencio. Erlendur pasó la mano por el volante del Ford.
—Somos demasiado iguales, Eva —dijo, escuchando el suave runrún del motor—. Tú y yo. Estamos hechos con el mismo molde.
—¿Eso crees? —preguntó Eva al salir del coche.
—Sí, eso me temo —respondió Erlendur.
Se marchó entonces calle abajo, hacia su casa, pensando en cuántas cosas estaban aún sin resolver entre ellos. Se quedó dormido pensando en que Eva no había respondido a su pregunta de si querría perdonarle. También aquello quedó en silencio aquel día en que fueron de lago en lago en busca de huellas perdidas.