29

A Erlendur no le resultó difícil localizar a la mujer con la que Magnús mantenía una relación cuando este murió. Kristín le había dicho su nombre, y encontró la dirección en el listín telefónico. Habló con ella por teléfono, pero la mujer se negó a seguir hablando con él en cuanto supo de qué se trataba, así que Erlendur lo dejó correr. Más tarde insistió diciendo que habían aparecido nuevos datos sobre lo sucedido en el Þingvallavatn, cuando Magnús perdió la vida.

—¿Con quién has estado hablando? —preguntó la mujer.

—Tu nombre me lo dio Kristín, la hermana de Magnús —respondió Erlendur.

—¿Y qué te dijo de mí?

—En realidad era sobre Magnús y tú —dijo Erlendur.

Un largo silencio siguió a sus palabras.

—Quizá lo mejor sea que vengas por mi casa —dijo finalmente la mujer que estaba al teléfono. Se llamaba Sólveig, estaba casada y tenía dos hijos ya adultos—. Esta semana estoy en casa durante el día —concluyó.

Nada más llegar a casa de Sólveig, Erlendur notó que estaba en guardia y que quería terminar con el asunto lo antes posible. Parecía bastante confusa. Se quedaron en el vestíbulo, pues no le invitó a entrar.

—No sé qué es lo que puedo contarte —dijo la mujer—. No sé por qué has venido. ¿A qué nuevos datos te referías?

—Se refieren a Magnús y a ti.

—Sí, eso ya me lo dijiste por teléfono.

—Y a vuestra relación.

—¿Kristín te habló de eso?

Erlendur asintió.

—La hija de Magnús se suicidó hace poco —dijo.

—Sí, me he enterado.

Sólveig calló. Tenía gesto bondadoso, era agraciada y vestía con gusto. Vivía en un pequeño adosado de Fossvogur. Trabajaba de enfermera y esa semana tenía turno de noche.

—Quizá sería mejor que entraras un momento —dijo Sólveig al poco, y entró en el salón por delante de él. Erlendur se sentó en el sofá sin quitarse el abrigo.

—No sé qué tengo que contarte —dijo la mujer con un hondo suspiro—. En todos estos años, nadie ha preguntado por esas cosas. Y luego la pobre chica hace lo que hizo y tú vienes a hacerme preguntas que nadie me ha hecho nunca y que nadie tendría por qué plantear nunca.

—Quizás haya sido ese el problema —dijo Erlendur—. El problema de María. ¿Has pensado en ello alguna vez?

—Tú mismo puedes imaginar si lo he pensado o no. Leonóra se encargaba de su María. Nadie más podía acercarse a ella.

—Salieron juntos en la barca. Magnús, Leonóra y María.

—De modo que te has enterado…

—Sí.

—Estaban los tres en la barca —dijo Sólveig.

—¿Qué pasó?

—He pensado mucho en estas cosas. En mi relación con Magnús. Pensábamos decírselo a Leonóra en Þingvellir. Pensábamos aproximarnos a ella lo mejor que pudiéramos. Magnús quería que yo estuviese presente, pues Leonóra y yo éramos amigas íntimas, pero no me atreví. Quizá las cosas se habrían podido desarrollar de otra forma si yo también hubiera estado allí.

Sólveig miró a Erlendur.

—Por supuesto, pensarás que soy una persona absolutamente despreciable —dijo.

—Yo no pienso nada.

—Leonóra era muy autoritaria. Siempre. Una auténtica mandona. Tenía a Magnús total y absolutamente dominado. Si había algo que le disgustaba, se lo decía sin esperar un momento, aunque pudieran oírla otras personas. Magnús recurrió a mí. Era un buen hombre. Empezamos a vernos en secreto. No sé qué paso. Nos enamoramos. Quizás al principio solo sentía lástima por él. Queríamos irnos a vivir juntos. Teníamos que hacérselo entender a Leonóra. Yo no quería una relación secreta y engañarla a ella, participar en una especie de conspiración. Yo quería que todo estuviese a la luz. No aguantaba…, no aguantaba las intrigas entre bambalinas. Él quería esperar un poco más antes de decirle la verdad. Yo le empujé. Acordamos que le diría la verdad durante ese fin de semana en el Þingvallavatn.

—¿Leonóra no sospechaba nada?

—No. No tenía la más mínima sospecha. Leonóra era así. Inocente. Confiaba en la gente. Yo quebré su confianza. Magnús también.

—¿Volviste a ver a Leonóra después del accidente?

Sólveig cerró los ojos.

—¿Es que te puede servir de algo saberlo? —dijo Sólveig—. El caso fue investigado en su momento. Todo estaba claro y no hubo ninguna pega. Nadie ha preguntado nada desde entonces. La única que habría podido hacer preguntas era yo, pero no las hice.

—¿Viste a Leonóra?

—Sí, estuve con ella. Una sola vez. Fue horrible. Pavoroso. Fue poco después del entierro de Magnús. Yo no sabía si él le había contado lo nuestro antes de morir, y durante el funeral intenté aparentar que no había pasado nada. Pero enseguida me di cuenta de que Leonóra no me miraba. No me saludó. Hizo como si yo no estuviera allí. Entonces comprendí que Magnús se lo había contado todo.

—¿Fue ella la que quiso verte a ti, o…?

—Sí, me telefoneó y me pidió que fuera a su casa, a Grafarvogur. Me recibió con enorme frialdad.

Sólveig hizo un silencio en su relato. Erlendur esperaba con paciencia. Se daba cuenta de que a la mujer le dolía desenterrar aquel suceso acaecido tanto tiempo atrás.

—Leonóra me dijo que María estaba en la escuela y que deseaba decirme lo que había sucedido exactamente en el lago. Yo le dije que no tenía por qué saber nada, pero ella se rio y dijo que no me escaparía con tanta facilidad. Yo no tenía ni idea de a qué se refería.

—Magnús me contó lo vuestro —dijo Leonóra—. Me dijo que teníais intención de iros a vivir juntos y que quería divorciarse de mí.

—Leonóra —dijo Sólveig—, yo…

—Cállate —dijo Leonóra sin alzar la voz—. Voy a contarte lo que pasó. Hay dos cosas que tienes que comprender muy bien. Tienes que comprender que yo tenía que defender a la chica y tienes que comprender que aquello fue también culpa tuya. Tuya y de Magnús. Vosotros lo provocasteis.

Sólveig calló.

—¿En qué pensabas? —preguntó Leonóra.

—Yo no quería hacerte daño —dijo Sólveig.

—¿Hacerme daño? No tienes ni la menor idea de lo que has hecho.

—Magnús se encontraba mal —dijo Sólveig—. Por eso se acercó a mí. Se sentía mal.

—Eso es mentira. Estaba perfectamente. Tú me lo arrebataste, le sedujiste.

Sólveig calló.

—No quiero discutir contigo —susurró.

—No. A lo hecho, pecho —dijo Leonóra—. Eso no va a cambiar nada. Pero yo no quiero cargar sola con esta responsabilidad. Tú también eres responsable. E incluso Magnús, también él. Los dos.

—Nadie es responsable de un accidente como ese. Se cayó por la borda. Fue un accidente.

Leonóra sonrió con una sonrisa apagada e inescrutable. Parecía encontrarse en un estado bastante extraño. La casa estaba oscura y fría, y Leonóra no parecía plenamente dueña de sus actos. Sólveig pensó si habría estado bebiendo o si tomaba medicamentos muy fuertes.

—No se cayó al agua —dijo Leonóra.

—¿Qué quieres decir?

—No se cayó.

—Pero… en los periódicos leí…

—Sí, eso dijeron los periódicos, pero era mentira.

—¿Que era mentira?

—Sí. Por María.

—No te comprendo.

—¿Por qué tenías que quitármelo? ¿Por qué no pudiste dejarnos en paz?

—Fue él quien acudió a mí, Leonóra. ¿Qué mentira era esa en beneficio de María?

—¿No lo entiendes? Nosotras estábamos con Magnús en la barca. María también.

—Con vosotros… Pero…

Sólveig clavó la mirada en Leonóra.

—Magnús estaba solo en la barca —repuso—. Eso dijeron en todos los noticiarios.

—Una mentira —contestó Leonóra—. Mi mentira. Yo estaba con él, y también María.

—¿Por qué… por qué tenías que mentir…? ¿Por qué…?

—Te lo estoy diciendo. Magnús no se cayó de la barca.

—¿Qué pasó, entonces?

—Yo le empujé —dijo Leonóra—. Le empujé y perdió el equilibrio.

Pasó un buen rato antes de que Sólveig volviera a hablar. Erlendur escuchaba en silencio su relato y percibía lo mal que se sentía aún por lo sucedido.

—Fue Leonóra quien empujó a Magnús, y le hizo caer al agua —dijo Sólveig—. Ellas le vieron ahogarse. Magnús acababa de contarle lo nuestro a Leonóra. Esa mañana tuvieron una discusión muy violenta. María no sabía por qué las invitó a acompañarle en la barca. En esos momentos, Magnús estaba ya realmente furioso. Empezaron a discutir otra vez. Y de pronto se averió el motor. La discusión se volvió aún más violenta. Magnús se puso de pie para mirar el motor. Leonóra le dio un empujón para apartarle de ella y fue visto y no visto… Cayó al agua.

Leonóra miró a Sólveig en silencio.

—¿No pudisteis salvarle? —preguntó Sólveig.

—No pudimos hacer nada. La barca se meneaba sin control, y bastante tuvimos con no caernos al agua nosotras también. La barca se fue alejando de Magnús y, cuando recuperamos el equilibrio, él ya había desaparecido.

—Santo Dios —gimió Sólveig.

—Ya ves lo que has provocado —dijo Leonóra.

—¿Yo?

—La niña está inconsolable. Cree que ella tiene la culpa de lo que le sucedió a su padre. De la discusión. De todo. Se culpa a sí misma de todo. Piensa que es culpable en parte por la muerte de su padre. ¿Cómo crees que se puede sentir con todo eso encima? ¿Cómo crees que se siente? ¿Cómo crees que me siento yo?

—Tienes que hablar con un médico, con un psicólogo. Hay que conseguirle ayuda a la pobre niña.

—De María me encargo yo. Y si tú intentas contar lo que te he dicho, lo negaré todo.

—Entonces, ¿por qué me lo cuentas?

—Porque no vas a salir de rositas. Quiero que lo sepas. ¡Eres tan responsable como yo!

Erlendur miró a Sólveig largo rato, en silencio, cuando esta acabó su relato.

—¿Por qué no acudiste a la policía? —preguntó Erlendur para romper el largo silencio—. ¿Qué te lo impidió?

—Tenía la idea… Tenía la idea de que en parte yo también era culpable, como había dicho Leonóra. Culpable de lo sucedido. No tardó ni un segundo en restregármelo por la cara. Yo estaba loca de miedo y pena, y sentía una extraña deferencia hacia Leonóra. Todo se me había hecho un mundo, un mundo inmenso. Fue un shock enorme para mí. Estaba completamente perdida. Y además estaba la pobre María. No podía ni imaginarme la posibilidad de decir la verdad sobre su madre. No podía. Ella…

—¿Qué?

—Aquello era tan absurdo que yo casi ni me lo podía creer. No me podía creer que hubiera sucedido.

—¿Querías proteger a la niña? —preguntó Erlendur.

—Espero que comprendas mi situación. Yo no quería castigar a nadie. Aquello había sido un accidente, se mirase como se mirase. Nunca se me ocurrió dudar de las palabras de Leonóra. Ella me dijo que no se separaría de María ni un instante, excepto el tiempo que la niña tuviera que pasar en el colegio.

—No debió de ser nada agradable vivir con esto, supongo —dijo Erlendur.

—No, no ha sido nada agradable, en eso tienes razón. Imagínate cómo tuvo que ser para ellas, sobre todo para María. Cuando me enteré de que se había suicidado, pues… bueno, no fue una sorpresa absoluta para mí. Yo… yo me he culpado a mí misma por dejar que pasara. Por permitir que Leonóra se saliera con la suya pese a lo que hizo. Que se saliera con la suya y nadie se enterase de nada.

—¿De qué discutieron en la barca?

—Magnús le dijo que pensaba abandonarla por mucho que chillase y patalease. Era lo mismo que me había dicho a mí. Que ya no pensaba aguantar su afán de mando, que ya no la soportaba, dijo que lo único que tenían que hacer era un acuerdo sobre la patria potestad de María. Leonóra dijo que bajo ningún concepto le permitiría que volviera a ver a la niña. Que podía irse olvidando de eso. Discutieron por ella, pero María estaba allí, escuchándoles. Quizá fue completamente lógico que pensara que todo era culpa suya.

—¿Volviste a ver a Leonóra o a María?

—No. Nunca. A ninguna de las dos.

—¿Y no hubo testigos?

—No. Estaban completamente solos en el lago.

—¿No tenían invitados a dormir en la casa?

—No.

—¿Ni excursionistas?

—No. No había excursionistas. La semana anterior sí que pasó alguno. Magnús y yo estábamos solos en el bungaló. Lo utilizamos dos veces, creo recordar, para vernos a escondidas. Y él se encontró a una mujer de la que me habló muchísimo, porque estaba visitando lagos en los alrededores de la capital. Tenía pasión por los lagos. Fue justo allí, al lado del bungaló. Estaba mirando un mapa porque quería ir a Sandkluftavatn. Lo recuerdo muy bien aunque por entonces yo nunca había oído ese nombre.

—¿Iba en coche esa excursionista? —preguntó Erlendur.

—Sí, creo que sí.

—¿Qué clase de coche?

—Era amarillo.

—¿Amarillo? ¿Estás segura?

—Sí. Cómo se llaman esos… ¿Mini, o algo así? La vi cuando se marchaba entre los matorrales.

—¿Crees que esa era la mujer que se encontró con Magnús? —preguntó Erlendur, mientras se sentaba en el borde delantero de la silla—. La de ese coche, me refiero.

—Creo que sí. Era justo al lado del bungaló.

—¿Mini? ¿Te refieres a un Austin Mini?

—Sí, eso creo. Unos coches muy pequeños.

—¿Un Austin Mini amarillo?

—Sí, ¿por qué?

Erlendur se había levantado.

—¿Se dirigía a Sandkluftavatn?

—Dios mío, sí. ¿Qué pasa?

—¿Había alguien con ella?

—No lo sé. ¿Qué sucede? ¿Qué he dicho?

—¿Es posible que con ella fuera un hombre joven?

—No lo sé. ¿De quiénes se trata? ¿Lo sabes tú? ¿Sabes tú quiénes eran?

—No —dijo Erlendur—. Es posible. No, no creo. ¿El Sandkluftavatn, dijiste?

—Sí, el Sandkluftavatn.