9
Sigurður Óli llegó al trabajo tosiendo y sonándose la nariz de manera muy delicada con unos pañuelos de papel que se sacó del bolsillo. Dijo que no le apetecía lo más mínimo seguir en casa sin hacer nada, aunque no estuviera aún completamente curado de la gripe. Llevaba un traje de verano nuevo, de color claro, pese al frío otoñal, y había ido al gimnasio y luego a la peluquería a primerísima hora de la mañana. Cuando se topó con Erlendur, tenía su mejor aspecto, pese a los restos de la infección.
—¿Va todo hunky dory? —preguntó.
—¿Qué tal andas? —preguntó a su vez Erlendur, haciendo caso omiso de aquella ridícula expresión inglesa que Sigurður sabía perfectamente que le ponía de los nervios.
—Pues de aquella manera. ¿Hay algo en marcha?
—Lo habitual. ¿Piensas irte de nuevo a vivir con ella?
Era la misma pregunta que Erlendur le había hecho a Sigurður Óli antes de que este tuviera que encamarse por causa de la gripe. Le caía muy bien Bergþóra, la mujer de Sigurður, y le dolía lo que había pasado con su relación. En su momento hablaron algo de los motivos de su separación, y Erlendur intuyó que su colega aún albergaba esperanzas. Sigurður Óli no dijo nada entonces, ni tampoco lo hizo ahora. No le gustaba nada que Erlendur metiera las narices en sus asuntos.
—He oído por ahí que andas otra vez metido hasta el cuello en desapariciones —dijo al tiempo que desaparecía por la esquina.
Había menos trabajo del habitual, y Erlendur había desempolvado los informes de tres desapariciones que se produjeron con un breve intervalo hacía casi treinta años, y los tenía sobre la mesa. Recordaba bien a los padres de la chica. Fue a visitarles dos meses después de la denuncia por su desaparición, cuando la búsqueda ya se había demostrado estéril. Habían llegado de Akureyri y se alojaban en casa de unos amigos de Reikiavik, que estaban fuera. Erlendur pudo comprobar que sufrían terriblemente por la desaparición de su hija: la mujer tenía el rostro consumido y mostraba signos de cansancio, el marido estaba sin afeitar y con grandes ojeras. Estaban cogidos de la mano. Él sabía que habían acudido a un psicólogo y que se culpaban a sí mismos de lo sucedido, de aquel largo viaje que habían emprendido sin mantener con su hija más que un contacto esporádico. El viaje era la plasmación del viejo sueño de recorrer el Lejano Oriente. Viajaron a China y Japón, e incluso se adentraron en Mongolia. El último contacto que tuvieron con su hija fue una llamada telefónica entrecortada desde un hotel de Pekín. Habían tenido que encargar la llamada con bastante anticipación, y la conexión era muy deficiente. Según les contó la chica, todo iba bien, y ella estaba ya deseosa de oír lo que le contaran de su viaje.
—Esa fue la última vez que supimos de ella —susurró la mujer cuando Erlendur se reunió con ella y su marido—. Volvimos al país al cabo de dos semanas, y para entonces ya había desaparecido. Llamamos por teléfono al llegar a Copenhague y al aterrizar en Keflavík, pero no respondió. Cuando llegamos a su casa, había desaparecido.
—Lo cierto es que no hubo forma de establecer un contacto decente por teléfono hasta que volvimos a Europa —añadió el marido—. Entonces intentamos llamarla, pero no contestó.
Erlendur asintió. La exhaustiva búsqueda de su hija, Guðrún, a quien llamaban Dúna familiarmente, no había tenido ningún éxito. Se habló con sus amigos, con sus compañeros de estudios y con sus parientes, pero nadie pudo proporcionar explicación alguna para su desaparición, ni imaginar siquiera lo que le podía haber pasado. Se peinaron las zonas costeras de Reikiavik y las proximidades. Se utilizaron lanchas zódiac para rastrear las playas, y los buzos realizaron una búsqueda en mar abierto. Nadie parecía haber visto el Austin Mini. Se buscó desde el aire por todos los alrededores de Reikiavik y la ruta habitual hacia Akureyri, en el norte del país, además de las carreteras principales, pero no lo encontraron.
—Era un trasto medio roto que compró en el norte —dijo el padre—. Solo se podía entrar por el lado del conductor, era imposible abrir la otra puerta, las manivelas para bajar los cristales no funcionaban y el maletero no se abría, pero ella estaba encantada con su coche y lo usaba mucho.
Los padres le hablaron de los intereses de su hija. Uno de ellos era la observación de lagos. Estudiaba biología, y lo que más le interesaba eran los lagos y la vida que había en ellos. Se amplió la búsqueda teniendo en cuenta esa información, y se sondearon los lagos próximos a Reikiavik y Akureyri, así como en los existentes en la ruta hacia el norte, pero sin resultados.
Erlendur levantó la vista de los informes. No sabía lo que había sido de aquella gente. Probablemente seguirían viviendo en Akureyri, serían casi octogenarios, estarían jubilados y ojalá estuvieran disfrutando sus últimos años. Se mantuvieron en contacto con él de forma esporádica durante los primeros años, pero hacía mucho tiempo que no sabía nada de ellos.
Cogió otra carpeta. La desaparición de un joven de la ciudad de Njarðvík no parecía contar con informes mucho más precisos. No se había vestido de la manera adecuada para efectuar un recorrido al aire libre y, aunque la distancia no era larga, cayó una ventisca muy fuerte que debió de ser la causa última de su muerte. Probablemente se acercó demasiado al mar y alguna ola grande lo arrastró. La borrachera que, según dijeron, era monumental, debió de arrebatarle el instinto de supervivencia, la racionalidad, la energía y la voluntad. Los equipos de búsqueda de la región, así como parientes y amigos del desaparecido, recorrieron todas las playas desde Garðskagaviti hasta Álftanes en los primeros días. No se halló ninguna huella del hombre y se aplazó la búsqueda por la llegada de otro temporal. Todo resultó inútil.
Erlendur se puso en contacto con Karen, la amiga de María, y le dijo que había escuchado la cinta que le había dejado en el despacho. Estuvieron charlando un buen rato y Karen le dio los nombres de varias personas relacionadas con María. No le preguntó a Erlendur por qué quería estudiar el asunto con más detenimiento, aunque parecía muy contenta de su reacción.
Uno de los mencionados por Karen era un hombre llamado Ingvar, y Erlendur decidió ir a verle. Recibió amablemente a Erlendur y no hizo comentario alguno a su explicación de las razones que le llevaban a preguntar por María. Se reunieron por la tarde, mientras la ciudad era azotada por chubascos gélidos. Erlendur dijo que la policía participaba en una amplísima investigación sobre suicidios, que se estaba llevando a cabo en cooperación con el resto de los países nórdicos. No era del todo mentira. Se estaba trabajando en esa investigación por encargo de las autoridades de asuntos sociales de dichos países, y la policía colaboraba proporcionando información. El objetivo era intentar identificar las raíces del problema, como se exponía en el informe sueco, estudiar los motivos de los suicidios, cómo se distribuían en grupos de edad y género y estatus social, y cuáles eran sus rasgos diferenciadores, si es que existían.
Esto es lo que explicó Erlendur, e Ingvar escuchó con atención. Tenía casi setenta años, y era un viejo amigo de la familia y colega de Magnús, el padre de María. A Erlendur le pareció un hombre más bien pasivo y tranquilo. Como es lógico, estaba traumatizado por lo sucedido y asistió al funeral de María, que calificó de hermoso. No alcanzaba a comprender que la chica hubiera recurrido a una medida tan desesperada.
—Aunque yo sabía que tenía serios problemas.
Erlendur bebió un sorbo del café que Ingvar le había ofrecido.
—Tengo entendido que la muerte de su padre la afectó muchísimo —dijo al tiempo que dejaba la taza en la mesa.
—Terriblemente —corroboró Ingvar—. Terriblemente, sin paliativos. Que una niña tuviera que ver algo así… Lo presenció todo.
Erlendur asintió.
—Magnús y Leonóra compraron la casa de verano al poco de casarse —prosiguió Ingvar—. Nos invitaron a mi mujer, Jóna, que en paz descanse, y a mí, muchas veces, a acompañarles los fines de semana. A Magnús le encantaban las barcas. Pescar le volvía loco y se podía pasar días enteros pescando. Le acompañé algunas veces. Intentaba despertar el interés de la pequeña María por ese deporte, pero ella no quería salir con él a pescar. Lo mismo puede decirse de Leonóra. Jamás participó de la afición de Magnús a la pesca.
—¿De modo que no iban con él en la barca?
—No, qué va. Magnús estaba solo, puedes verlo claramente en vuestros informes policiales. En esos días no era demasiado habitual ponerse chalecos salvavidas, ni siquiera tenerlos a mano. Magnús no llevaba ninguno cuando salía al lago. Si no recuerdo mal, en la barca había dos chalecos, pero Magnús decía siempre que no le hacían ninguna falta y los dejaba en el almacén donde guardaba la barca. Por lo general, apenas se adentraba en el lago, se solía quedar a muy poca distancia de la orilla.
—¿Pero en esa última ocasión fue un poco más lejos?
—Eso es lo que hizo, sí, según tengo entendido. Ese día hacía mucho más frío de lo habitual. Era en esta misma estación, en otoño.
Ingvar calló.
—Perdí a uno de mis mejores amigos —añadió pensativo.
—Es duro —dijo Erlendur.
—Su barca tenía un motor fueraborda, y la policía nos informó posteriormente de que se había soltado la hélice y la barca se hizo ingobernable y se detuvo. Magnús no llevaba remos y, cuando se puso a hacer algo con el motor, cayó por la borda. Era más bien grueso y fumaba mucho, y era sedentario. Probablemente ninguna de esas cosas le ayudó lo más mínimo. Leonóra dijo que desde el monte Skjaldbreiður llegaba un fuerte viento frío y el agua estaba agitada, y Magnús se ahogó en poquísimo tiempo. El Þingvallavatn está gélido en esa época del año. Nadie puede vivir en sus aguas más que unos minutos.
—No, claro —dijo Erlendur.
—Leonóra me dijo que la barca no estaría a más de ciento cincuenta metros de la orilla. Ni ella ni María vieron lo que pasó. Solo le vieron a él en el agua y oyeron sus gritos, que cesaron enseguida.
Erlendur miró por la ventana del salón. Las luces de la ciudad parpadeaban en la lluvia. El tráfico era cada vez más denso. Hasta ellos llegaba el ruido de los vehículos.
—Por supuesto, su muerte afectó muchísimo a su mujer y a su hija —prosiguió Ingvar—. Leonóra no volvió a casarse y vivió con María todo el tiempo, incluso después de que la chica se casara. Su marido, el médico, se fue a vivir a casa de ellas.
—¿Leonóra y María eran creyentes? ¿Sabías algo al respecto?
—Sé que Leonóra halló cierto consuelo en la religión después de lo sucedido en Þingvellir. La ayudó a ella, y sin duda también a la chica. María era una niña muy obediente, no se puede decir lo contrario. Leonóra no tuvo jamás dificultad alguna con ella. Luego, María conoció al médico, que creo que es un tipo estupendo. En realidad yo no le conocía apenas, pero hablé con él después del fallecimiento de María y, como es natural, estaba destrozado, como lo estamos todos cuantos la conocíamos.
—María había estudiado Historia —dijo Erlendur.
—Sí, le interesaba mucho el pasado, era una auténtica ratita de biblioteca, igual que su madre.
—¿Sabes cuál era su área de especialidad en Historia?
—No, eso no lo sé —respondió Ingvar.
—¿Quizá temas religiosos?
—Bueno, creo que después de la muerte de su madre empezó a interesarse mucho por la vida eterna. Se enfrascó en el espiritismo, en las ideas sobre la vida después de la muerte y ese género de cosas.
—¿Sabes si María visitó médiums o videntes?
—No, de eso no tengo ni idea. No me habló de ello. ¿Has preguntado a su marido?
—No —dijo Erlendur—. Se me acaba de ocurrir la idea. ¿Notaste que ella estuviera muy deprimida? ¿No se te ocurrió pensar que pudiera hacer lo que hizo?
—No, en absoluto. La vi varias veces y hablé con ella por teléfono, pero no noté nada que pudiera indicar que… En realidad, sucedió justo lo contrario: me pareció que se iba recuperando. La última conversación telefónica que mantuve con ella fue pocos días antes de…, antes de que hiciera lo que hizo. Y entonces me pareció más decidida que antes, más optimista, si se puede decir así. Tuve la sensación de que se notaban ya claras señales de recuperación. Pero luego he entendido que quizás a veces es lo que pasa.
—¿Qué quieres decir?
—Que quienes son como ella parecen encontrarse mucho mejor una vez han tomado esa decisión.
—¿Puedes hacerte una idea precisa de hasta qué punto la afectó el haber presenciado el accidente de Þingvellir?
—Bueno, claro, es imposible ponerse en su lugar. Lo que le sucedió a María es que reforzó el vínculo con su madre y buscó fuerzas y consuelo en ella, a partir del accidente y hasta el último momento de su vida. Leonóra no podía estar sin la niña durante los años inmediatamente posteriores al accidente. Por supuesto, esos acontecimientos ejercen una influencia muy profunda de la que no te puedes librar jamás.
—Sí —dijo Erlendur—. Le lloraron las dos juntas.
Ingvar guardó silencio.
—¿Sabes por qué se averió el motor? —preguntó Erlendur.
—No. Dicen que se le soltó la hélice. Eso fue lo único que supimos.
—¿Magnús estuvo manipulando el motor?
—¿Magnús? No. De ninguna manera. Nunca se acercaba a las máquinas, que yo sepa. Si quieres saber algo más sobre Magnús puedes hablar con su hermana Kristín. Quizás ella pueda ayudarte. Habla con ella.
Ese mismo día, Erlendur visitó a un antiguo compañero de estudios de María. Se llamaba Jónas y era director financiero de una empresa farmacéutica. Jónas tenía un amplio despacho, y vestía un impecable traje hecho a medida, con corbata amarilla brillante. Era alto y delgado, con barba de tres días. Le recordó un poco a Sigurður Óli. Erlendur había telefoneado a Jónas, que se mostró un tanto extrañado por la investigación del suicidio de su compañera de estudios y por su propia relación con el asunto, aunque no preguntó nada que pudiera poner a Erlendur en un aprieto.
Esperó a que Jónas concluyera una conversación telefónica que dijo era ineludible y, por lo que Erlendur pudo colegir, un asunto urgente del exterior. Vio una foto que mostraba a una mujer y tres niños, e imaginó que se trataría de la familia del director financiero.
—Bueno, es por lo de María, ¿no? ¿Es cierto lo que cuentan? —preguntó Jónas cuando por fin colgó el teléfono—. ¿Se suicidó?
—Así es —respondió Erlendur.
—No podía creérmelo —dijo Jónas.
—La conociste en el instituto, ¿no es así?
—Estuvimos juntos tres años: dos en el instituto y uno en la universidad. Ella estudió Historia, como seguramente sabrás. Era una empollona.
—¿Vivisteis juntos o…?
—El último año. Luego me harté.
Jónas calló. Erlendur esperó.
—No, bueno, es que, su madre era… una metomentodo, si quieres que sea sincero —dijo Jónas—. Y lo más asombroso era que María no veía en eso el más mínimo problema. Me fui a vivir a su casa de Grafarvogur, pero enseguida me harté de todo aquello. Leonóra estaba constantemente vigilándolo todo y nunca tuve un momento de tranquilidad con María. Lo hablé con ella, pero María no veía que hubiera nada malo, quería tener a su madre cerca y punto. Discutimos por esos motivos y le dije que ya no me quedaban ganas de aguantar viviendo así, y me fui. No sé si María me echó de menos. Desde entonces no la he visto apenas.
—Más tarde se casó —dijo Erlendur.
—Sí. ¿El marido no era médico o algo así?
—De modo que no rompiste del todo las relaciones, ¿verdad?
—Sí que las rompí, sí, pero me enteré y me llamó la atención.
—¿La viste alguna vez después de romper?
—Quizá dos o tres veces, por casualidad, en fiestas o reuniones por el estilo. No había problema, María era una chica estupenda. Es absolutamente lamentable que decidiera marcharse así.
En el bolsillo de Erlendur se puso a sonar el móvil. Se excusó y respondió.
—Está dispuesta a hacerlo —oyó decir a Eva Lind en el teléfono.
—¿Qué?
—Verse contigo.
—¿Quién?
—Mamá. Está dispuesta a hacerlo. Está de acuerdo en verse contigo.
—Estoy reunido —dijo Erlendur mirando a Jónas, que se acariciaba la corbata amarilla con paciencia.
—¿Tú no quieres? —preguntó Eva Lind.
—¿Puedo hablar contigo más tarde? —le preguntó Erlendur—. Ahora estoy en una reunión.
—Tú solo dime sí o no.
—Te llamaré luego —dijo Erlendur.
Y cortó la comunicación.
—¿La muerte tenía especial importancia para María? —preguntó Erlendur—. ¿Recuerdas que fuera algo en lo que pensase mucho?
—No especialmente, creo. No hablábamos en absoluto de la muerte: éramos unos chiquillos. En cambio, ella siempre le tuvo mucho miedo a la oscuridad. Es casi lo que mejor recuerdo de nuestra relación, tenía auténtico pánico a la oscuridad. No podía quedarse sola en casa si había empezado a oscurecer. Por eso creo también que quería vivir con Leonóra. Y con todo…
—¿Qué?
—Pese a todo ese miedo a la oscuridad, o quizá precisamente por ese miedo, estaba metidísima en historias de fantasmas, en todos esos libros, los Cuentos populares de Jón Árnason y cosas por el estilo. Sus películas favoritas eran las de terror, con aparecidos y todo eso. Se tomaba todas esas cosas tan a pecho que luego le costaba muchísimo dormirse por las noches. Era incapaz de estar sola. Siempre tenía que haber alguien con ella.
—¿Y de qué tenía miedo?
—Nunca lo supe muy bien, porque todas esas cosas me importan un pito, nunca he tenido miedo a la oscuridad. Quizá no la escuché con la suficiente atención.
—Pero ella cultivaba ese miedo, ¿no es así?
—Eso parecía.
—¿Era sensible al entorno, veía u oía cosas? ¿Ese miedo a la oscuridad procedía de algo que vivió o conoció?
—No creo. Pero sí recuerdo que a veces se despertaba y se quedaba mirando fijamente la puerta del dormitorio, como si viera algo. Luego se le pasaba. Creo que se trataba de algo que la perseguía desde el país de los sueños. Ella no tenía ninguna explicación para lo que pasaba. A veces me parecía como si viera seres humanos. Siempre era cuando estaba aún a medio despertar, y sencillamente era algo que albergaba en su propia cabeza.
—¿Hablaban con ella?
—No, de ninguna manera. Eran sueños, como te digo.
—¿Podría hablarse del padre de ella en ese contexto?
—Sí, claro. Él era una de esas personas.
—¿De las que veía?
—Sí.
—Mientras estuviste con ella, ¿asistió a alguna sesión de espiritismo?
—No.
—De haberlo hecho, ¿te habrías enterado?
—Sí. No hacía ninguna de esas cosas.
—El miedo a la oscuridad, ¿cómo se manifestaba?
—De la forma más cotidiana, creo. No se atrevía a bajar sola al lavadero. Rara vez entraba sola en la cocina. Siempre tenía que haber luz encendida donde ella estuviera. Necesitaba que le hablara si por la noche se movía algo en la casa, sobre todo si era muy tarde. Se sentía fatal si yo no estaba, si no podía estar de noche con ella.
—¿Alguna vez se trató por estas cuestiones?
—¿Que si se trató? No. ¿No es una cosa que…? ¿Se puede tratar el miedo a la oscuridad?
Erlendur no lo sabía.
—Quizá. Psiquiatras o así —aventuró.
—No, nada de eso, desde luego que no mientras yo estuve con ella. Quizá puedas preguntarle a su marido.
Erlendur asintió.
—Muchas gracias por tu ayuda —dijo al levantarse.
—De nada —respondió Jónas, y se pasó otra vez su pequeña mano por la corbata amarilla.