30

¿Qué sabía del Sandkluftavatn? Había pasado al lado con Eva Lind sin que le llamara especialmente la atención. Estaba a una hora de distancia de Reikiavik, junto a la carretera y a poca distancia al norte de Þingvellir, entre los montes Ármannsfell y Lágafell, antes de empezar la subida al páramo de Bláskógaheiði. Al noreste se alzaba el espléndido volcán Skjaldbreiður.

El buzo se llamaba Þorbergur y conocía bien los lagos del sur del país. Había buceado en ellos durante muchos años. Con anterioridad había trabajado en el cuerpo de bomberos y colaboró con la policía en casos de contrabando, y había buceado en los muelles de todo el país en busca de personas desaparecidas. Estaba siempre disponible cuando se denunciaba una desaparición y se estudiaban palmo a palmo las playas y se hacían inmersiones en el mar y los lagos. Después se retiró de buzo profesional y se dedicó a la mecánica de automóviles, que era ahora su actividad principal, y montó su propio taller mecánico. Erlendur le había llevado unas cuantas veces su Ford para el cambio de aceite. Þorbergur medía casi dos metros de estatura, y a Erlendur le había dado siempre la impresión de que parecía un trol, con pelo y barba rojizos, largos brazos de nadador y fuertes dientes que de vez en cuando asomaban bajo el bigote, pues era una persona muy bienhumorada que nunca escatimaba sonrisas.

—Hay buzos que trabajan para vosotros —dijo Þorbergur—. ¿Por qué no recurres a ellos? Yo lo he dejado, ya lo sabes.

—Sí, lo sé —admitió Erlendur—. Pero se me ocurrió hablar contigo porque… todavía tienes el equipo, ¿verdad?

—Sí, claro.

—¿Y la zódiac?

—Sí. La pequeña.

—Y a veces buceas, aunque ya no trabajes para nosotros, ¿o no?

—No mucho.

—Es que esta no es…, cómo decirlo…, una investigación oficial —dijo Erlendur—. Es más que nada una cuestión particular mía. Te pagaré de mi bolsillo si aceptas el trabajo.

—Erlendur, no puedo aceptar tu dinero.

Þorbergur suspiró. Erlendur sabía por qué había dejado de trabajar para la policía. La gota que colmó el vaso fue una vez que se sumergió para buscar a una mujer en el puerto de Reikiavik. Hacía tres semanas que habían denunciado su desaparición y, cuando Þorbergur dio con ella, su aspecto era espantoso. No quería tener que soportar más visiones como aquella. No quería despertarse con pesadillas porque una mujer como aquella no dejaba tranquilos sus sueños.

—Es una desaparición antigua —dijo Erlendur—. Antiquísima. Unos jóvenes. Probablemente dos. Ayer se produjo un avance en la investigación tras unos decenios sin tener absolutamente nada. Desde luego es cosa de poca enjundia, pero pensé que al menos tenía que hablar contigo. Por apaciguar mi conciencia.

—De modo que lo que quieres es fastidiarme la mía —dijo Þorbergur.

—No se me ocurrió nadie más. No sé de nadie mejor para un trabajo como este.

—Sabes muy bien que me he retirado. Ahora solo me sumerjo por debajo de los coches.

—Te comprendo a la perfección —dijo Erlendur—. Yo también habría dejado este trabajo si supiera hacer alguna otra cosa.

—¿Cuál fue el avance? —preguntó Þorbergur.

—¿En el caso?

—Sí.

—Siempre hemos abordado esto como dos desapariciones independientes, pero es posible que estuvieran juntos cuando desaparecieron. Un joven que cursaba el último año de instituto y una mujer un poquito mayor que él, que estudiaba biología en la universidad. En realidad no existe nada que los relacione, pero tampoco conseguimos encontrarles de forma independiente. De ahí que los casos se hubieran pasado varios decenios prácticamente atascados, hasta ayer. Ayer me enteré de que la mujer, llamada Guðrún y a la que todos conocían como Dúna, parece que estuvo en Þingvellir y que se dirigía al Sandkluftavatn. Esta mañana he comprobado las fechas. Desde luego, no coinciden. Al parecer, vieron a la mujer en Þingvellir a fines de otoño. Parecía viajar sola. Los jóvenes no desaparecieron hasta varios meses después. La desaparición del muchacho se denunció a finales de febrero de 1976. La denuncia de la desaparición de la chica nos llegó a mediados de marzo. Desde entonces no hubo la menor noticia de ellos, lo que también es poco habitual: que dos casos separados por un periodo tan breve no dejen absolutamente ninguna huella. Por regla general hay una pista por algún sitio. En estos dos no se ha podido encontrar ninguna.

—No es demasiado habitual que se junten personas en torno a los veinte años con esa diferencia de edad —dijo Þorbergur—. Sobre todo si la mayor es la chica.

Erlendur asintió. Sentía crecer el interés del buzo.

—Justo —dijo—. No había nada que los relacionara.

Estaban sentados en el despacho de Þorbergur en su taller. Otros tres empleados trabajaban con gran denuedo reparando coches, y de vez en cuando miraban de reojo al despacho. Este era poco más que una jaula de cristal, y por supuesto se veía a la perfección desde todo el taller. El teléfono sonaba regularmente e interrumpía la conversación, pero Erlendur no perdió el hilo.

—También he comprobado el tiempo que hacía en esa época —añadió—. Era más frío de lo habitual. La mayoría de los lagos estaban helados.

—Veo que ya te has montado una teoría.

—Sí, pero pende de un hilo finísimo.

—¿Nadie debe enterarse de esto?

—No vale la pena complicar las cosas —dijo Erlendur—. Si encuentras algo, me llamas. Si no, el caso seguirá tan muerto como antes.

—En realidad, nunca he buceado en el Sandkluftavatn —dijo Þorbergur—. Es demasiado poco profundo en verano, y solo aumenta la profundidad con el deshielo. Por allí cerca hay otros lagos: el Litla-Brunnavatn, el Reyðarvatn y el Uxavatn.

—Desde luego.

—¿Cómo se llamaba esa gente?

—Davíð y Guðrún. La llamaban Dúna.

Þorbergur miró el taller. Había un nuevo cliente, que les miraba. Era un cliente habitual. Þorbergur le hizo una señal con la cabeza.

—¿Lo harías por mí? —preguntó Erlendur, y se puso en pie—. La cosa es un poco urgente. Hay un anciano a las puertas de la muerte esperando alguna noticia de su hijo desde que este desapareció. Sería estupendo poder informarle de algo relativo a su hijo antes de que le diga adiós a este mundo. Sé que las probabilidades son escasas, pero esto es lo único que tengo, y querría intentarlo.

Þorbergur le miró un buen rato.

—Oye, un momento, ¿es que pretendes que vaya para allá ahora mismo?

—Quizá puedas esperar hasta el mediodía.

—¿Hoy?

—Yo… Solo si puedes. ¿Crees que podrás hacerme este favor?

—¿Tengo alguna otra opción?

—Muchísimas gracias —dijo Erlendur—. Espero tu llamada.

Le resultó un tanto difícil encontrar el bungaló, y pasó dos veces delante de la desviación. Finalmente vio el cartel, casi devorado por un arbusto: «SÓLVANGUR». Entró por el desvío hacia el lago y aparcó el coche junto al bungaló.

Esta vez sabía lo que estaba buscando. Iba solo y no le había hablado a nadie de su plan. No se lo diría a nadie hasta que el caso estuviera más claro, si es que llegaba ese día. De momento seguía bastante poco claro, necesitaba más pruebas y ni él mismo estaba del todo seguro de si estaba haciendo lo correcto.

Habló con el forense que le hizo la autopsia a María, y le preguntó si había señales de que hubiera utilizado algún somnífero poco antes de su muerte. El forense dijo que lo había encontrado, en efecto, pero en tan pequeña cantidad que no podía explicar la muerte. Erlendur preguntó si era posible calcular cuánto tiempo había pasado desde que María tomó el somnífero hasta su muerte, pero la respuesta no fue demasiado útil: probablemente el mismo día.

—¿Crees que se puede haber cometido algún delito? —preguntó el forense.

—En realidad, no —respondió Erlendur.

—¿En realidad?

—¿Encontraste huellas de quemaduras en el tórax de la difunta? —preguntó Erlendur, titubeante.

El médico forense tenía delante el informe de autopsia, abierto. Estaban en su despacho. Levantó la vista, que tenía fija en el informe.

—¿Quemaduras?

—O algo por el estilo —se apresuró a añadir Erlendur.

—¿Qué estás buscando?

—No lo sé muy bien.

—Si hubiéramos encontrado quemaduras, lo habrías sabido —dijo el forense, indignado.

Erlendur no tenía llave de la casa de verano; pero daba igual: su interés se centraba en el porche y la bañera de agua termal, así como su distancia del lago. Una fina capa de hielo lo cubría, y el hielo medio derretido chapoteaba con los guijarros de la orilla, cubiertos de escarcha. A escasa distancia había un banco de arena cortado por un arroyo que ahora estaba congelado. Erlendur sacó un tubito para muestras que le había prestado Valgerður y lo llenó con agua del Þingvallavatn. Midió la distancia que había desde el borde del agua hasta el porche elevado, cinco pasos, y desde este hasta la bañera termal, seis pasos. La bañera estaba cubierta por una tapa de aluminio y plexiglás, y cerrada con un candado pequeño y corriente. Fue al Ford a buscar la llave de desatornillar las ruedas y trasteó con el candado hasta que lo abrió. Luego levantó la tapa. Era pesadísima. Se mantenía levantada mediante un gancho sujeto a la pared del porche. Erlendur no sabía mucho de bañeras termales. Nunca se había metido en ninguna, ni tenía el más mínimo interés por hacerlo. Supuso que no habían vuelto a usarla desde que María se quitara la vida.

Antes de salir de la ciudad visitó una tienda de materiales de construcción, donde habló con un empleado al que consideraban buen especialista en el tema. El interés de Erlendur se centraba en el desagüe y en el sistema utilizado para llenar la bañera. «Vaciar y llenar», dijo. El empleado se mostró un tanto agobiante al principio, pero en cuanto se dio cuenta de que Erlendur no tenía ninguna intención de comprar nada, abandonó rápidamente sus artes de vendedor y a partir de ese momento resultó bastante tolerable. Le mostró a Erlendur un gráfico comercial con llenado y desagüe controlados por ordenador. Dijo que era el no va más. Erlendur gruñó.

—¿Es este el mejor sistema? —preguntó.

El empleado hizo una mueca.

—Hay muchos que prefieren controlarlo manually —dijo.

¿Manually? —repitió Erlendur, mirando al vendedor, quien parecía recién salido de la adolescencia, con un fino bozo en el rostro.

—Sí, prefieren abrir los grifos y luego cerrarlos en cuanto la bañera está llena. Es igual que llenar una bañera corriente. La temperatura se controla mediante los grifos habituales de agua caliente y fría.

—¿Y si no es manually?

—Entonces se utiliza un centro de control, habitualmente en el váter. Se aprieta un botón y el baño empieza a llenarse de agua caliente a una temperatura predeterminada. Luego se aprieta otro botón y se vacía.

—¿De modo que hay una tubería para la entrada del agua en la bañera, y otra para la salida de la bañera?

—No, es la misma tubería. El agua se extrae por una rejilla que hay en el fondo, y cuando se tiene que llenar, el agua sube por esa misma rejilla.

—Pero ¿no será la misma agua?

—No, claro que no. Por la rejilla sale agua limpia, aunque a algunos esto les parece un fallo del sistema. Yo no me compraría uno de esos.

—¿Por qué? ¿Cuál es el fallo?

—Que el agua de entrada y salida pasen por el mismo tubo.

—¿Por qué?

—Se supone que el tubo se limpia solo, pero en ocasiones quedan pequeñas impurezas del último vaciado. Algo que se ha quedado atascado en el tubo, ¿entiendes? Por eso la gente prefiere hacerlo manually. A lo mejor es pura y simple majadería. Otros afirman que este es el mejor sistema que hay.

Después de hablar con el empleado, hizo una breve llamada telefónica a un técnico de la policía de investigación que había llevado a cabo la inspección de la casa de verano. Dijo que le parecía recordar un pequeño sistema de control en el retrete, para llenar y vaciar el baño termal.

—¿De modo que la bañera está controlada por ordenador? —preguntó Erlendur.

—Eso me pareció —respondió el técnico—. Claro que tendría que comprobarlo.

—¿Cuál es la ventaja del control por ordenador?

—Bueno, que no hay que llenar la bañera manually —dijo el técnico, que se sobresaltó al notar que Erlendur colgaba el teléfono con un profundísimo suspiro.

Erlendur estuvo un buen rato mirando el interior de la bañera. Buscó grifos pero no vio ninguno. El vendedor le había dicho que podían estar en cualquier lugar cerca del baño; por lo general, debajo de la plataforma del porche. Erlendur no vio en la plataforma la puerta de ningún cajetín que pudiera esconder los grifos. Supuso que el llenado se haría electrónicamente, como había dicho el técnico. Se metió a cuatro patas en la bañera redonda. Se agachó sobre la rejilla y consiguió soltarla. Había empezado a oscurecer, pero llevaba una linterna con la que iluminó la rejilla. En el tubo había un poco de agua helada. Erlendur cogió otro tubo y metió el hielo que había sacado de la tubería.

Volvió a cerrar la bañera con la pesada tapa de plexiglás y puso en su sitio el candado roto.

Dio una vuelta alrededor de la casa hasta que encontró un almacén en la parte de atrás. Supuso que lo usarían para guardar la barca. Acercó la cara a una ventanita, y vio una barca allí dentro. Especuló acerca de si se trataría de la misma en la que estuvieron Magnús y Leonóra aquel día fatal, tanto tiempo atrás. Al lado de la caseta había leña amontonada.

La caseta donde guardaban la barca estaba cerrada con un candado que Erlendur abrió con tan pocas dificultades como el primero. Iluminó el interior del almacén. La barca era vieja y estaba casi rota, como si llevara mucho tiempo sin utilizarse. A los dos lados había mesas de trabajo, y en la pared trasera unas estanterías que llegaban del suelo al techo. En una de ellas, cerca del suelo, vio un viejo motor fueraborda marca Husqvarna.

Erlendur fue pasando despacio la luz de la linterna por los estantes y por el suelo. La caseta guardaba los aparejos propios de una casa de verano: herramientas de jardinería como carretillas y palas, una bombona de gas y una barbacoa, latas de pintura y otras con barnices para madera así como gran variedad de herramientas de bricolaje. Erlendur no sabía exactamente qué estaba buscando, y tuvo que pasarse casi un cuarto de hora inspeccionando el almacén e iluminando cada cachivache que había por allí antes de que se le encendiera una lucecita.

Porque estaba perfectamente guardado. No es que hubieran intentado ocultar el aparato, todo lo contrario, pero no llamaba en absoluto la atención. Era una parte más del mobiliario, pero le llamó la atención en cuanto supo qué estaba buscando. Lo iluminó con la linterna. Era una caja cuadrada que parecía un portafolio grande y grueso. El aparato no era nada especial, pero despertó extrañamente un viejo pavor de cuando Erlendur casi murió congelado en los páramos del este.