35
Camino de Uxavatn, Erlendur telefoneó a la residencia en la que el anciano esperaba la muerte. No pudo ponerse en contacto con él. Dijeron que era bastante improbable que sobreviviese a la noche y que su fallecimiento ya era solo cuestión de tiempo. Erlendur pidió hablar con el médico de guardia, quien dijo que el anciano podría vivir solo muy pocas horas, incluso unos minutos nada más. Era imposible afirmarlo con exactitud, pero el tiempo se le acababa muy deprisa.
Había empezado a oscurecer cuando Erlendur recorrió en su Ford el Hofmannaflöt y pasó el monte Meyjarsæti, bordeó el Sandkluftavatn y tomó la desviación hacia la izquierda, en dirección al valle de Lundarreykjadalur. Vio un pequeño camión grúa que hacía preparativos en el extremo norte del Uxavatn. El todoterreno de Þorbergur estaba allí mismo, a escasa distancia. Erlendur aparcó en la carretera y se dirigió hacia el buzo, que estaba poniéndose las botellas de oxígeno. Se estaba preparando para sumergirse y llevar el gancho de la grúa.
—Tuve suerte —dijo cuando se hubieron saludado—. En realidad, uno de mis pies topó con el coche.
—¿Crees que se trata de ellos?
—Por lo menos, es el mismo coche. Y dentro hay dos personas. Intenté iluminarlas un poco con la linterna. No es una visión demasiado agradable, como podrás imaginar.
—Desde luego que no. Muchas gracias por hacerme este favor.
Þorbergur cogió el gancho de la grúa y se metió con él en el lago hasta que el agua le llegó a la cintura. Entonces se sumergió.
Erlendur y el operario de la grúa se quedaron en la orilla del lago a la espera de que Þorbergur volviese a salir a la superficie. El gruero era un hombre alto y delgado que lo único que sabía era que había un coche dentro del lago, y que probablemente contenía dos cuerpos. Intentó sonsacarle más información a Erlendur, quien no tenía ganas de hablar.
—Es un caso muy antiguo —dijo—. Un caso antiguo y trágico del que ya nos habíamos olvidado, en realidad.
Luego se quedó en silencio mirando el agua, esperando a que emergiera Þorbergur.
Cuando se separó de Baldvin no se despidieron precisamente como amigos. Erlendur deseaba decirle el asco que le producía lo que le habían hecho él y Karólína a María, pero pensó que no serviría de nada. La gente que hacía cosas como esa oía los reproches y las recriminaciones como quien oye llover. Lo que les movía no era precisamente la conciencia ni los sentimientos morales. Baldvin no hizo pregunta alguna sobre los derroteros que seguiría el caso. Y Erlendur no sabía qué hacer. No sabía qué creer y qué no. Baldvin podía negarlo todo ante la justicia. No le había dicho a nadie, aparte de a Erlendur, nada de lo que había sucedido realmente, y Erlendur no veía fácil probar sus sospechas. Era más que probable que Baldvin perdiera la licencia para ejercer la Medicina si confesaba haber provocado la muerte de María para resucitarla después, pero en vista de las circunstancias, eso no tenía la menor importancia. Era imposible asegurar que fuera a recibir condena alguna en un juicio. La carga probatoria correspondía al fiscal, y Erlendur no había sido capaz, en realidad, de presentar pruebas tangibles. Si Baldvin optaba por cambiar su declaración en el momento en que comprobara la amenaza de una acusación formal ante la justicia, no tenía más que negar que hubiera accedido al deseo de morir de María de forma temporal. No digamos haberla matado directamente. Erlendur disponía de ciertos datos que apuntalaban la sucesión de acontecimientos que condujeron al suicidio, pero prácticamente carecía de pruebas. No se podía condenar a nadie por hacerle a alguien una mala jugada, por muy inmoral que fuera esta.
Vio la cabeza de Þorbergur sobresalir del agua. El gruero reaccionó enseguida y trepó al camión. Þorbergur le hizo una señal para que encendiera el cabrestante. Por la carretera aparecieron dos coches de policía. Iban a gran velocidad, con la sirena encendida. El cabrestante de la grúa se puso en marcha. El grueso cable metálico empezó a moverse lentamente y a enrollarse en el carrete, deslizándose pulgada a pulgada.
Þorbergur llegó a la orilla del lago y se desembarazó del equipo de buceo. Fue hacia el Ford, junto al que estaba Erlendur. Tenía abierta la puerta del conductor para oír las noticias vespertinas.
—Bueno, estarás contento —dijo Þorbergur.
—No lo sé —respondió Erlendur.
—¿Piensas informar personalmente a los familiares?
—En uno de los casos podría ser ya demasiado tarde —dijo Erlendur—. La madre del chico murió hace tiempo y el padre está ahora a las puertas de la muerte. Dicen que puede fallecer en cualquier momento.
—Entonces tendrás que darte prisa —dijo Þorbergur.
—¿Es amarillo? —preguntó Erlendur.
—¿El coche? Sí, es amarillo.
Sonó un rugido en el camión grúa. Los dos coches de policía se detuvieron. Salieron cuatro agentes que se dirigieron hacia ellos.
—¿Vas a tirar esto? —preguntó Þorbergur.
Señaló con el dedo el desfibrilador, que Erlendur había colocado en el asiento del pasajero de su Ford. Era el que había encontrado en la caseta almacén del bungaló de María y Baldvin. Lo metió en el coche después de su encuentro con Baldvin.
—No —respondió Erlendur—. Está relacionado con otro caso.
—Siempre un montón de trabajo —dijo Þorbergur.
—Pues sí. Qué le vamos a hacer.
—Hace mucho que no veo un trasto viejo como ese. ¿Alguien utiliza para algo un desfibrilador roto?
—Sí —dijo Erlendur, que estaba pensando en otra cosa.
El cable metálico hizo ondularse el agua y el coche asomó en la superficie.
—No, ¿qué quieres decir con eso de roto? —preguntó Erlendur, mirando a Þorbergur con gesto de extrañeza.
—¿Cómo?
—Dijiste que este aparato está roto, ¿no?
—¿Es que no lo ves?
—No, yo no entiendo nada de estas cosas.
—Es total y absolutamente inservible. Mira, esta conexión está rota. Y este cable… La conexión con el electrodo está rota también. Es imposible usar esto para nada.
—Pero…
—¿Qué?
—¿Estás seguro?
—Pasé años en los bomberos. Esto ya no es más que basura.
—Pero él me dijo…
Erlendur se quedó mirando a Þorbergur.
—¿Está roto? —dijo con un gruñido.
El cabrestante de la grúa chirrió, y el Austin Mini salió lentamente del agua y se deslizó hacia la orilla. El gruero apagó el motor del cabrestante. Los agentes de policía se aproximaron. Agua, arena y barro salieron del coche hasta que este quedó vacío. Erlendur vio las formas de dos cuerpos humanos en los asientos delanteros. El coche estaba cubierto de cieno y vegetación lacustre, pero aún se podía distinguir el color amarillo de los costados. Los cristales estaban enteros, pero el maletero estaba abierto.
Erlendur intentó abrir la puerta del pasajero, pero estaba completamente atascada. Fue a la del conductor y comprobó que estaba ligeramente entreabierta, y además abollada. Miró el interior y vio dos esqueletos. Guðrún, Dúna para los amigos, estaba al volante. Supuso que era ella, por el pelo. Supuso que quien estaba sentado a su lado era Davíð.
—¿Por qué está abollada la puerta? —preguntó a Þorbergur.
—¿Sabes algo del estado en que se hallaba el coche?
—No debía de estar demasiado bien.
—No dispusieron de mucho tiempo —dijo Þorbergur—. Ella intentó abrir la puerta de su lado pero no pudo, o solo en forma muy limitada. En ese lado del coche había una piedra grande. Pero el pasajero no pudo abrir la suya. Quizás es que esa puerta estaba averiada. Al parecer, las manivelas de las ventanas no funcionaban. De otro modo, habrían intentado salir por ellas. Es la regla principal en estas circunstancias. Al parecer el coche estaba ya hecho un cascajo.
—¿De modo que se quedaron atrapados dentro?
—Sí.
—Mientras se les escapaba la vida.
—Confío en que la agonía fuera breve.
—¿Cómo llegaron a un sitio situado tan en medio del lago? —preguntó mientras miraba al Uxavatn.
—La única explicación obvia es que el lago estuviera cubierto de hielo —respondió Þorbergur—. Y que la chica metiera el coche por el hielo. Quizá una simple chiquillada. Pensó que ella entendía de esas cosas. Y el hielo se rompió. El agua estaba muy fría. No hay apenas profundidad, pero sí la suficiente.
—Y desaparecen —dijo Erlendur.
—Por los alrededores del lago no suele haber demasiado tráfico en esta época del año, y eso ahora, no digamos hace veinte años —dijo Þorbergur—. No hay testigos. Esos agujeros en el hielo vuelven a cerrarse enseguida sin que nadie pueda darse ni cuenta de que se habían abierto. Y eso que si llegaron hasta aquí es que aún debía de poderse circular por la carretera.
—¿Qué es eso? —preguntó Erlendur señalando un bulto que había en medio de los asientos.
—¿No pasa nada si lo miramos? —preguntó Þorbergur—. ¿No debería examinarlo la sección científica?
Erlendur no le escuchó. Se inclinó sobre el asiento del conductor y cogió lo que había despertado su atención. Lo fue sacando del coche con mucho cuidado, pero a pesar de sus precauciones se rompió. Tenía en la mano dos de los trozos, y se los enseñó a Þorbergur.
—¿Qué es eso? —preguntó el buzo.
—Creo que debe de ser… Creo que es un libro —dijo Erlendur, y examinó los dos pedazos.
—¿Un libro?
—Sí. Probablemente sea un libro sobre los lagos de los alrededores. Así que, en efecto, el chico se lo compró a ella.
Erlendur dejó el libro en las manos de Þorbergur.
—Tengo que ver a su padre antes de que sea demasiado tarde —dijo, mirando el reloj—. Creo que les hemos encontrado, creo que no cabe la menor duda. El padre tiene que saber lo que sucedió. Su hijo estaba enamorado. Eso era todo. Nunca tuvo la menor intención de dejar a sus padres sumidos en la zozobra. Fue un accidente.
Erlendur se apresuró a llegar a su Ford. Debía darse prisa, porque antes de ir a la residencia de ancianos tenía que concluir otra visita y encontrar por fin la verdad.