28

A primera hora de la tarde del día siguiente, Erlendur llegó de nuevo a la casa de Kópavogur y aparcó a bastante distancia. No había luz en las ventanas de la casa y no vio el coche de Karólína. Supuso que aún no habría vuelto del trabajo. Encendió un cigarrillo y se dispuso a esperarla tranquilamente. Erlendur no estaba seguro de cómo plantear sus preguntas para que el interrogatorio llegara hasta el fondo del asunto. Podía suponer que Baldvin y ella habrían hablado después de la última visita; suponía que mantenían alguna especie de relación aunque ignoraba los detalles. Quizás hubieran retomado el hilo perdido desde que los dos asistían a la Escuela de Arte Dramático y ella soñaba con convertirse en una estrella. Al cabo de un rato, el utilitario japonés se detuvo delante de la casa, y de él salió Karólína. Entró rápidamente en la casa sin mirar a derecha ni izquierda. Llevaba en la mano una bolsa de supermercado llena a rebosar. Erlendur dejó pasar media hora antes de acercarse a la casa y llamar a la puerta.

Ella salió a abrir. Se había quitado la ropa de trabajo y la había sustituido por otra más cómoda, polar, pantalones grises de chándal y zapatillas.

—¿Eres Karólína? —preguntó Erlendur.

—¿Sí? —dijo ella impaciente, como si quien tenía delante fuera un vendedor dispuesto a molestarla.

Erlendur se presentó, dijo que pertenecía a la policía y que estaba investigando un fallecimiento reciente cerca del Þingvallavatn.

—¿Un fallecimiento?

—Se trata de una mujer que se quitó la vida en Þingvellir —dijo Erlendur—. ¿Te importa si entro un momento?

—¿Qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó Karólína.

Era de la misma estatura que Erlendur, con cabello corto y oscuro sobre una frente amplia y abombada, sus cejas eran finas y sus ojos, de color azul oscuro. Era delgada, con cuello largo y estaba bien proporcionada, a juzgar por lo que Erlendur podía apreciar a través del polar y los anchos pantalones de chándal. Tenía gesto de persona decidida, y en su semblante había una obstinación o terquedad que no prometía que las cosas fueran a ser nada fáciles. Erlendur creyó entender lo que Baldvin había visto en ella, pero no disponía de demasiado tiempo para pensar en ello. La pregunta de Karólína seguía pendiente.

—Debes de conocer a su marido —dijo Erlendur—. La mujer se llamaba María. Su esposo se llama Baldvin. Por lo que sé, los dos coincidisteis en la Escuela de Arte Dramático.

—¿Y qué pasa?

—Tan solo me gustaría charlar contigo del asunto.

Karólína miró a las casas de los vecinos, miró a Erlendur y dijo que quizá sería mejor que hablaran dentro. Erlendur entró en el vestíbulo y ella cerró la puerta. El chalé tenía una sola planta, salón y comedor, cocina a la que se accedía por el comedor, baño y dos habitaciones a la izquierda, entrando desde la puerta principal. Estaba decorado con elegante mobiliario, y en las paredes colgaban fotos. El olor era una combinación de comida islandesa y el aroma dulzón de cosméticos y ambientadores, especialmente fuerte cerca del baño y los dos dormitorios. Uno de estos parecía servir de trastero, mientras que en el otro dormía Karólína. Erlendur vio por la puerta, que estaba abierta, una cama grande pegada a la pared, un tocador con espejo grande, un amplio armario y una cómoda.

Karólína entró a toda prisa en la cocina y quitó una sartén del fuego. Erlendur la había interrumpido cuando estaba preparando la comida. El aroma que salía de la cocina inundaba toda la casa. Cordero a la plancha, pensó Erlendur.

—Iba a ponerme un café —dijo Karólína al volver de la cocina—. ¿Puedo ofrecerte una taza?

Erlendur respondió que le encantaría. La norma era aceptar el café siempre que se lo ofrecieran. Elínborg lo aprendió muy deprisa. Sigurður Óli aún no lo había aprendido. Karólína salió con dos tazas de humeante café caliente. Lo tomó sin leche ni azúcar, igual que Erlendur.

—Baldvin y yo nos conocimos en la Escuela de Arte Dramático, en clase del viejo Jóhannes. Mira que era aburrido de muerte. Me refiero a Jóhannes, claro. Y un pésimo actor. Pero bueno, Baldvin y yo lo dejamos cuando él cambió sus Estudios Dramáticos por la Medicina. ¿Te importa que te pregunte por qué estás investigando a Baldvin?

—No, no estoy investigándole —dijo Erlendur—. Pero lo que me han dicho, y ya sabes la afición al cotilleo que hay por aquí, es que os conocíais e incluso que hace poco habíais recuperado la amistad.

—¿Dónde te dijeron eso?

—Ya no me acuerdo. Tendría que buscar el dato.

Karólína sonrió.

—¿Y eso te afecta a ti de alguna manera?

—Pues el caso es que aún no lo sé —respondió Erlendur.

—Me dijo que lo mismo te presentabas a verme —dijo Karólína.

—¿Quién, Baldvin?

—Retomamos el hilo, es cierto. No hay ninguna necesidad de mantenerlo en secreto. Yo se lo dije y él se mostró de acuerdo. Empezó hace como cinco años. Coincidimos en una reunión de la clase de Teatro, con motivo del fin de carrera. Baldvin asistió también, aunque no acabó la carrera con nosotros. Dijo que estaba ya harto de la vieja, de la Leonóra esa, la madre de María. Vivía con ellos.

—¿Y por qué no se separó y se fue a vivir contigo? Eso parecería lo más normal.

—Esa era su intención —dijo Karólína—. Yo estaba ya aburrida de tanto lío y le presenté un ultimátum. Pero entonces enfermó la bruja de Leonóra y él fue incapaz de dejar sola a María en esa situación. Quería apoyarla en esos momentos de dificultades, y eso es lo que hizo. Lo que más temía yo era que la relación entre los dos mejorara tras la muerte de la bruja. Lo cierto es que él dejó de venir a mi casa. No existía nada más que su querida María. Pero bueno, se le pasó.

—¿Realmente Baldvin hablaba de Leonóra llamándola bruja?

—Estaba más que harto de aguantarla. Las cosas fueron empeorando con los años. Yo quizá debería estar agradecida, si me pongo en plan bicho. Él quería echarla de la casa pero, por algún motivo, María era incapaz de hacerlo.

—María y Baldvin no tuvieron hijos, ¿verdad?

—Baldvin no puede, y María no tenía el menor interés —soltó Karólína sin pensárselo dos veces.

—¿Cuándo pensáis regularizar vuestra relación? —preguntó Erlendur.

—Pareces un cura de pueblo.

—Perdona, no pretendía…

—Baldvin es muy considerado —dijo Karólína—. Quiere esperar un año entero. Yo le dije que eso era demasiado. Pero él se empeñó. Solo cuando haya pasado un año, eso es lo que dice.

—Y eso a ti no te hace demasiada gracia, ¿no es cierto?

—Yo le comprendo. Semejante tragedia, etcétera, etcétera. No tenemos por qué correr.

—¿María conocía vuestra relación?

—¿Puedo preguntarte qué es lo que estás investigando? ¿Qué estás buscando? ¿Crees que Baldvin le pudo hacer algo a María?

—¿Tú lo crees?

—No. Él no ha hecho nada por el estilo. ¡Es médico! ¿Por qué crees que no se trata de un suicidio?

—Yo no creo eso, en absoluto —dijo Erlendur.

—¿Se trata de una investigación sueca, o…?

—¿Te has enterado?

—Algo oyó Baldvin. No sabemos qué es lo que pasa.

—Solo estoy recogiendo información para poder cerrar el caso definitivamente —dijo Erlendur—. ¿Sabías que Baldvin ha heredado varios cientos de millones de su mujer?

—Lo supe hace poco. Me lo dijo el otro día. ¿No era algo de especulación de terrenos de su padre?

—Sí, ella era propietaria de unos terrenos en Kópavogur que aumentaron enormemente de valor. Baldvin es el único heredero de ese dinero.

—Sí, algo de eso me contó. Creo que él no supo del asunto hasta hace poco. Bueno, eso es lo que me dijo.

—He oído que ese dinero será muy bien recibido —dijo Erlendur.

—¿Qué quieres decir?

—Que sus deudas tienen muy mala pinta.

—Baldvin tuvo bastante mala suerte con la compra de acciones, eso es lo único que sé. Unas inversiones desafortunadas, algo de una empresa constructora que quebró, y algunas deudas a causa del consultorio médico, que no iba del todo bien. No hablamos mucho de ese tipo de cosas. Hasta ahora, al menos.

—Tú ya has dejado de actuar, ¿no? —dijo Erlendur.

—Sí, básicamente.

—¿Puedo preguntarte por qué?

—Pero participé en varias funciones. No eran papeles demasiado importantes, pero…

—Por desgracia no voy casi nunca al teatro.

—Tenía la sensación de que no me ofrecían papeles lo bastante buenos. O sea, en teatros importantes. Lo cierto es que existe una gran competencia. Es un mundo bastante inhumano. Te dabas cuenta ya en la Escuela de Arte Dramático. También es cosa de la edad. Una actriz como yo, llegada a la mediana edad, ya no es tan solicitada. Encontré un trabajo estupendo en una empresa financiera, y de vez en cuando hago algún papelito cuando algún director se acuerda de mí.

—Tengo entendido que tu papel más destacado fue el de Magdalena en la obra esa, sueca, ¿cómo se llamaba…? —dijo Erlendur, fingiendo que no recordaba el título de la obra.

—¿Quién te lo ha contado? ¿Alguien que me recordaba?

—Pues sí, una mujer que conozco y que se llama Valgerður. Va mucho al teatro.

—¿Y se acordaba de mí?

Erlendur asintió y se percató al momento de que no tenía por qué preocuparse de cómo responder a las preguntas de si había hablado de Karólína con otras personas. Al parecer veía aquello como una cuestión de prestigio profesional, independientemente de las circunstancias. Erlendur recordó las palabras del profesor de Teatro sobre la ambición de Karólína, la fama con la que tanto soñaba. ¿Cómo lo dijo? Reina del teatro.

Fuego de esperanza —dijo Karólína—. Era un drama magnífico y sí, es cierto, fue el papel más importante que tuve, cuando estaba en lo más alto, si se me permite decirlo así.

Sonrió.

—Los críticos no fueron demasiado entusiastas. Le reprocharon a la obra que estaba anticuada. Son el colmo. Nunca saben lo que dicen.

—Mi amiga dijo que a lo mejor se estaba confundiendo con otro papel, el de un personaje llamado Magdalena.

—¿Cómo?

—Era una adivina, o una médium —dijo Erlendur.

Esperó la reacción de Karólína, pero fue como si no se hubiera enterado, y Erlendur pensó que una de dos: o él estaba completamente equivocado, o ella era mucho mejor actriz de lo que le habían dicho.

—No me suena nada.

—No recuerdo cómo dijo que se llamaba la obra —dijo Erlendur, atreviéndose a dar un paso más—. Me da que era algo así como La falsa médium o algo por el estilo.

Karólína vaciló.

—Nunca he oído hablar de esa función —dijo un momento después—. ¿La pusieron en el Teatro Nacional?

—No lo sé —dijo Erlendur—. La tal Magdalena creía en el mundo de los espíritus, que era tan real como nosotros dos, que estamos aquí sentados en el salón.

—Ah, ya.

—María creía en esas cosas. Baldvin te lo habrá contado, como es lógico.

—No recuerdo que Baldvin lo mencionara —dijo Karólína—. Yo no creo en fantasmas.

—No, ni yo tampoco —dijo Erlendur—. ¿No te contó que María buscó ayuda en videntes y médiums?

—No, no tenía ni idea. Yo no sabía demasiado sobre María, si quieres que te sea sincera. Cuando estábamos juntos Baldvin y yo, no solíamos hablar de ella. Teníamos otras cosas que decirnos.

—Supongo —dijo Erlendur.

—¿Algo más?

—No, ya basta por el momento. Muchas gracias.