32
Erlendur estaba sentado a oscuras. Esperaba, inseguro.
Esa mañana se había despertado tarde. Eva Lind había ido de visita la noche anterior. Hablaron de Valgerður. Erlendur sabía que a Eva no le caía demasiado bien, y si veía su coche en el aparcamiento del bloque de apartamentos donde vivía Erlendur, esperaba horas a que Valgerður se fuera, antes de llamar a la puerta de su padre.
—¿Por qué eres tan incapaz de ser amable con ella? —le preguntó Erlendur a su hija—. Cuando hablamos de ti, ella siempre te defiende. Podríais ser muy buenas amigas si te avinieras a conocerla.
—No me interesa lo más mínimo —dijo Eva Lind—. No me interesan las mujeres que haya en tu vida.
—¿Mujeres? No hay mujeres. Está Valgerður y ya. Nunca ha habido más mujeres en mi vida.
—Déjalo —dijo Eva Lind—. ¿Tienes café?
—¿Qué quieres?
—Nada, me aburría.
Erlendur se sentó en su sillón. Eva Lind se tumbó en el sofá.
—¿Vas a dormir aquí? —preguntó Erlendur, mirando el reloj. Eran ya bastante más de las doce.
—No lo sé —respondió Eva Lind—. ¿Te viene bien leerme otra vez el capítulo sobre tu hermano?
Erlendur miró un buen rato a su hija antes de levantarse e ir hacia la biblioteca. Sacó el libro que incluía el relato y volvió a sentarse. Empezó a leer lo que decía sobre aquellos sucesos y la inactividad de su padre, y cómo le tildaban a él de huraño y taciturno, y cómo se había dedicado a buscar los restos mortales de su hermano. Erlendur miró a su hija al acabar la lectura. Pensó que se había quedado dormida. Dejó el libro sobre una mesita que había al lado del sillón y se sentó con las manos en el regazo pensando cómo se había enfadado su madre con el redactor del texto. Sobrevino un largo silencio hasta que Eva Lind suspiró.
—Desde entonces intentas mantenerle con vida —dijo.
—No sé si…
—¿No ha llegado la hora de dejarle morir?
Eva Lind abrió los ojos y volvió la cabeza hacia su padre. Le miró durante un buen rato.
—¿No ha llegado la hora de dejarle morir?
Erlendur callaba.
—¿Por qué te metes en esto? —preguntó al cabo de unos segundos interminables.
—Porque eso te hace sentirte muy desgraciado, seguramente más que yo misma algunas veces —respondió Eva Lind.
—Me parece que esto no es asunto tuyo —dijo Erlendur—. Es cosa mía. Yo hago lo que hay que hacer.
—Vete entonces al este, adonde nacisteis. Vete para allá y haz lo que tengas que hacer. Líbrate de él y libérate. Te lo mereces, después de tantos años. Y él también. Déjale morir. Tú te lo mereces y él también se lo merece. Tienes que liberarte de él. Tienes que liberarte de ese fantasma.
—¿Por qué te metes en esto?
—¿Y lo preguntas tú, que no dejas nunca a nadie en paz?
Estuvieron un buen rato en silencio hasta que Eva Lind preguntó si podía quedarse a dormir en el sofá. No tenía ganas de irse a casa.
—Pues claro —dijo Erlendur—. Quédate.
Se levantó para irse a la cama.
—Si alguna vez tuve que hacerlo, ya lo hice hace mucho —dijo Eva Lind volviéndose hacia un lado en el sofá.
—¿Tuviste que hacer qué?
—Perdonarte —contestó Eva Lind.
Erlendur se vio bruscamente alejado de sus pensamientos al oír un coche detenerse en la entrada. Se abrió la puerta y oyó pasos sobre la grava, en dirección a la caseta que hacía las veces de almacén. La luz del día iluminaba el interior por dos ventanitas, una a cada lado, así como el polvo que flotaba en el aire. Veía en el exterior cómo brillaba deslumbrante el sol sobre el Þingvallavatn, liso como un espejo en la calma chica del otoño. La puerta se abrió, y Baldvin entró y cerró. Pasaron unos momentos hasta que una lámpara se encendió en el techo. Al principio, Baldvin no se percató de su presencia, y Erlendur le vio buscar algo, agacharse y volver a erguirse con el desfibrilador en brazos.
—Pensaba que a lo mejor no venías —dijo Erlendur. Se puso en pie en el rincón en el que había estado esperando, y entró en el cono de luz. Baldvin se llevó un buen susto y a punto estuvo de dejar caer el aparato.
—Joder, maldita sea —exclamó antes de recomponerse y hacer lo posible para mostrar a la vez ira e indignación—. Pero ¿qué…? Pero ¿qué significa esto? ¿Qué estás haciendo tú aquí?
—¿La pregunta no será, en realidad, lo que estás haciendo tú? —replicó Erlendur sin perder la calma.
—Yo… Esta es mi casa de verano… ¿Qué quieres decir con eso de que qué estoy haciendo yo? Eso no es asunto tuyo. ¿Por qué no… por qué no haces más que perseguirme?
—Ya había empezado a pensar que no venías —respondió Erlendur—. Pero no has podido aguantar más y has venido para esconder el aparato ese en un lugar bien seguro. Parece que la conciencia ya empieza a remorderte. Quizá no estés ya tan seguro como antes de poder salir con bien de esto.
—No sé de qué estás hablando. ¿Por qué no me dejas en paz?
—Es por María. No deja de visitarme como una vieja historia de fantasmas. Hay unas cuantas cosas que creo que debería hablar contigo acerca de ella, una serie de preguntas que sé que ella misma habría querido hacerte.
—¿Qué estupidez es esta? ¿Rompiste el candado de la puerta?
—Lo hice el otro día —reconoció Erlendur—. Cuando estaba intentando rellenar los huecos.
—¿Qué gilipollez es esta? —reiteró Baldvin.
—Pues yo esperaba que me lo dijeras tú.
—He venido a hacer limpieza en la caseta —dijo Baldvin.
—Sí, claro. Y hay otra cosa más. ¿Por qué usas agua del Þingvallavatn en tu bañera termal?
—¿Qué?
—Tomé una muestra de la bañera, del desagüe. El agua para el bungaló y para la bañera termal procede de las fuentes de ahí arriba. Se calienta con electricidad en la misma casa y luego se distribuye por la red. Así que ¿por qué iba a haber limo del Þingvallavatn en el desagüe de la bañera?
—No sé de qué estás hablando —dijo Baldvin—. A veces… a veces chapoteamos un poco en el lago y luego nos metemos en la bañera caliente.
—Sí, pero yo estoy hablando de mucha más agua. Creo que la bañera se ha llenado con agua del Þingvallavatn —dijo Erlendur.
Baldvin seguía con el desfibrilador en las manos y fue reculando desde la caseta con intención de dejar el aparato en el maletero de su coche. Erlendur fue tras él y se lo quitó. Baldvin no opuso resistencia.
—Hablé con un médico —dijo Erlendur—. Le pregunté cómo se podía inducir un paro cardiaco en una persona sin que hubiera consecuencias. Me dijo que hacía falta una voluntad férrea y un montonazo de agua fría. Tú eres médico. ¿Estás de acuerdo con lo que me contó?
Baldvin no se movió de al lado del maletero, y no contestó.
—¿No fue ese el sistema que utilizasteis con Tryggvi en tiempos? —preguntó Erlendur—. Con María no podías usar ningún medicamento. No debía poderse descubrir nada, ¿verdad? Porque a María le harían la autopsia. Lo único que podías usar era una pizca de somnífero para insensibilizarla un poco del frío.
Baldvin cerró de golpe el maletero del coche.
—No sé de qué estás hablando —repitió, rojo de furia—. Y me parece que tú tampoco lo sabes. María se ahorcó. No se durmió en la bañera, si es eso lo que has imaginado. ¡Debería darte vergüenza!
—Ya sé que se ahorcó —dijo Erlendur—. Pero quiero saber exactamente por qué. Y cómo conseguisteis empujarla Karólína y tú a que lo hiciera.
Baldvin parecía dispuesto a meterse en el coche y largarse a fin de no seguir escuchando a Erlendur. Fue a la puerta del conductor y la abrió, y estaba a punto de sentarse cuando titubeó y se volvió hacia Erlendur.
—Ya estoy harto de todo esto —dijo airado, y cerró otra vez la puerta del coche—. Harto de esta maldita persecución de los cojones. ¿Qué es lo que quieres?
Avanzó hacia Erlendur.
—La idea te vino al recordar a Tryggvi, ¿no es así? —dijo Erlendur con toda la calma del mundo—. Lo que quiero saber es cómo conseguisteis convencer a María.
Rojo de furia, Baldvin miró fijamente a Erlendur, que le devolvió la misma mirada.
—¿Nosotros? —dijo Baldvin—. ¿Qué es eso de nosotros?
—Karólína y tú.
—¿¡Estás loco de atar!?
—¿Por qué te ha entrado de repente tanto interés por el desfibrilador? —preguntó Erlendur—. Estaba aquí tan tranquilo desde que murió María. ¿Por qué te parece tan importante llevártelo ahora?
Baldvin no le contestó.
—¿Es porque se lo mencioné a Karólína? ¿Te dio miedo? ¿Se te ocurrió que lo mejor era librarte de él?
Baldvin seguía con la mirada fija en Erlendur, sin decir una sola palabra.
—¿No deberíamos sentarnos un rato a charlar dentro de la casa? —preguntó Erlendur—. Antes de que llame a mis hombres.
—¿Qué pruebas tienes? —dijo Baldvin.
—Lo único que tengo son serias sospechas. Estoy muerto de ganas por confirmarlas.
—¿Y entonces?
—¿Entonces? No lo sé. ¿Lo sabes tú?
Baldvin calló.
—No sé si se puede perseguir legalmente a la gente por ayudar a llevar a cabo un suicidio o por empujar voluntariamente a alguien a que se quite la vida —dijo Erlendur—. Es lo que hicisteis Karólína y tú. De manera sistemática y sin vacilar. Es probable que el dinero desempeñara un papel importante. Hay mucho dinero en juego, y tu situación económica es catastrófica. Y luego está Karólína, claro. Tendrías todo lo que querías si María cometía la estupidez de morirse.
—Pero ¿qué es lo que estás diciendo?
—Vivimos en un mundo cruel.
—No podrás probar nada —repuso Baldvin—. ¡Eso no es más que una gilipollez!
—Dime lo que pasó. ¿Dónde empezó todo?
Baldvin titubeó otra vez.
—En realidad, creo saber más o menos lo que sucedió —dijo Erlendur—. Si no fue exactamente como creo, podemos discutirlo. Pero tendrás que hablar conmigo. No hay vuelta de hoja. Lo siento.
Baldvin seguía quieto y en silencio.
—¿Dónde empezó todo esto? —repitió Erlendur, sacando su teléfono móvil—. O me lo dices a mí aquí y ahora, o esto se llenará de policías en un abrir y cerrar de ojos.
—María dijo que quería ir al otro lado —dijo Baldvin con voz grave.
—¿Al otro lado?
—Después de la muerte de Leonóra —continuó Baldvin—. Quería ir al otro lado del gran río, pues creía poder verla allí. Me pidió que la ayudara. No hubo nada más.
—¿El gran río?
—¿Te lo tendré que repetir hasta que lo entiendas?
—¿Y qué?
—Entra —dijo Baldvin—. Te hablaré de María si luego nos dejas en paz.
—¿Estabas tú en la casa cuando murió?
—Déjalo —dijo Baldvin—. Te contaré cómo fue. Ha llegado el momento de que lo sepas. No pienso rehuir ninguna responsabilidad. No fuimos honrados con ella, pero yo no la maté. Nunca habría podido hacerlo. Jamás. Tienes que creerme.