12

Erlendur aparcó junto a la casa de Grafarvogur. Había empezado a oscurecer, pues el otoño estaba ya cerca, después de un verano breve y lluvioso. Erlendur no se quejaba del clima. Nunca se había quejado del invierno, a diferencia de otros, que contaban las horas que faltaban hasta que los días volvieran a alargarse. Él nunca había considerado al invierno como un enemigo. La oscuridad y el frío refrenaban el tiempo, y las tinieblas le arropaban con un manto de paz.

Baldvin le recibió en la puerta, y Erlendur pensó, mientras le seguía hasta el salón, si seguiría viviendo en aquella casa ahora que Leonóra y María habían muerto. Ni se le ocurrió preguntárselo. Baldvin quería que Erlendur justificara por qué iba por toda la ciudad interrogando a la gente sobre María y él, que imaginara lo mal que le sentaba tener que oír a sus conocidos hablarle de ello, y que qué pretendía realmente con todo aquello, si la policía tenía intención de abrir una investigación.

—No —respondió Erlendur—, no se trata de nada por el estilo.

Le contó a Baldvin que a la policía le habían llegado indicios, como sucedía en ocasiones cuando se había producido un suicidio, de que podía haber ocurrido algo extraño. De ahí que él, empujado por una amiga de María cuyo nombre no quería mencionar, se hubiera puesto a comprobar algunos detalles, pero que eso no cambiaba en absoluto el hecho comprobado de que María se había quitado la vida. Baldvin no tenía por qué preocuparse. En modo alguno se trataba de una investigación oficial, pues esta era de todo punto innecesaria.

Erlendur habló en este tenor durante un tiempo, despacio y pensando bien las palabras, y con un tono de disculpa que le agradaba a la gente cuando tenía que hablar con la policía. Notó que Baldvin se tranquilizaba un poco. Había estado de pie, irritado, al lado de la estantería, pero se sentó en un sillón en cuanto le desapareció buena parte de la tensión.

—Y bueno, ¿cómo va el caso?

—No va ni deja de ir —dijo Erlendur—. No hay caso.

—No es muy agradable saber que la gente va por ahí diciendo cosas —dijo Baldvin.

—Por supuesto —asintió Erlendur.

—Pero no deja de ser difícil —añadió él.

—Así es —dijo Erlendur—. Oí decir que el entierro fue muy bonito.

—La pastor hizo un sermón precioso. Ella y María se conocían bien. Fue un montón de gente. A María la apreciaban en todas partes.

—¿La hiciste incinerar?

Baldvin había mantenido la mirada fija en el suelo, pero en ese momento alzó la vista y la dirigió hacia Erlendur.

—Es lo que ella quería —respondió—. Hablamos de ello. No quería estar bajo tierra y… bueno, ya sabes… pensaba que eso era la mejor solución. Yo estoy de acuerdo con ella. Cuando me llegue el momento diré que hagan lo mismo conmigo.

—¿Sabrías decirme si tu mujer tenía especial interés por lo sobrenatural, si asistía a sesiones de espiritismo o cosas por el estilo?

—No más que cualquier otra persona —contestó Baldvin—. Le tenía pánico a la oscuridad. Probablemente ya te lo habrán dicho.

—Sí.

—Estas cosas ya me las preguntaste antes —dijo Baldvin—. Lo de la vida después de la muerte y los médiums. ¿Adónde quieres ir a parar? ¿Qué es lo que sabes?

Erlendur le miró unos momentos.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Baldvin.

—Sé que fue a ver a un médium —dijo Erlendur.

—¿Y?

Erlendur sacó del bolsillo la cinta de casete y se la entregó a Baldvin.

—Esto es la grabación de una sesión a la que asistió María. Seguramente sea uno de los motivos por los que quise conocerla mejor.

—¿La grabación de una sesión de espiritismo? —exclamó Baldvin—. ¿Cómo…, por qué la tienes tú?

—La cinta me llegó después de la muerte de María. Se la había dado a una de sus amigas.

—¿A una amiga?

—Sí.

—¿A quién?

—Le pediré que se ponga en contacto contigo si le apetece.

—¿La has escuchado? ¿No es eso una intromisión en la vida privada?

—Seguramente será más importante lo que esa cinta pueda decirte a ti. ¿Estás seguro de que no tenías ni idea de la existencia de las sesiones con un médium?

—Ella no me habló de visitas a ningún médium, y no quiero discutirlo ahora, en estas circunstancias. No sé lo que hay en esta cinta, pero todo esto me parece de lo más anómalo.

—Te ruego me disculpes —dijo Erlendur poniéndose en pie—. Tal vez quieras hablar conmigo después de escuchar la cinta. Si no, no importa en absoluto. Es posible que todo esto sea cosa de Marcel Proust.

—¿De Marcel Proust?

—¿No lo sabes?

—No sé de qué me estás hablando.

—Tengo entendido que María intentaba no estar nunca sola —dijo Erlendur—. Por su miedo a la oscuridad.

—Yo… —Baldvin titubeó.

—Pero se encontraba en Þingvellir cuando estaba totalmente oscuro.

—¿Qué es eso? ¿Adónde quieres ir a parar con eso? ¡Me imagino que no querría tener cerca a nadie cuando se suicidara!

—No, probablemente no. Puede que me llames —zanjó Erlendur, y dejó a Baldvin con la cinta de casete en las manos.

Al anciano lo habían trasladado a la planta de cuidados paliativos. Erlendur no había anunciado su visita con anticipación y tuvo que preguntarles a los empleados cómo llegar a la habitación del anciano. Estaba intentando ponerse una bata, pero le resultaba difícil. Erlendur se adelantó a ayudarle.

—Ay, gracias, ¿eres tú? —dijo el anciano al reconocer a Erlendur.

—¿Qué tal vas? —preguntó Erlendur.

—Se puede aguantar —respondió el anciano—. ¿Qué haces tú aquí? —preguntó entonces, y Erlendur notó que la expectación crecía en su voz—. No será por mi Davíð, ¿verdad? No habrás averiguado nada sobre él, ¿no?

—No —se apresuró a responder Erlendur—. Nada. Pasaba por aquí y se me ocurrió entrar a verte.

—Yo no gano nada saliendo, pero es que no puedo estar todo el día metido en la cama. ¿Te apetece ir conmigo a la sala de estar?

Cogió del brazo a Erlendur, que le sostuvo por el pasillo, y los dos juntos llegaron hasta un sitio que señaló el anciano. Se sentaron. La radio estaba encendida. Alguien estaba leyendo un relato en episodios. Su voz le resultaba familiar.

—¿Te acuerdas de un amigo de tu hijo que se llamaba Gilbert y se fue a vivir a Dinamarca al tiempo que desaparecía Davíð? —preguntó Erlendur, que había decidido entrar directamente en materia.

—¿Gilbert? —dijo el anciano en voz baja y pensativo—. No puedo decir que me acuerde de él.

—Iban juntos al instituto. Vivió muchos años en Copenhague. Habló con Davíð justo antes de la desaparición.

—¿Y os pudo decir algo?

—No, nada definitivo —respondió Erlendur—. Tu hijo le confesó en secreto a Gilbert que había empezado una relación con una mujer. Recuerdo que tú pensabas que eso era imposible, hablamos detenidamente de esa posibilidad. Lo que dice el tal Gilbert puede apuntar a otra cosa.

—Davíð no tenía ninguna relación —dijo el anciano—. Nos lo habría contado.

—No tiene por qué haber llegado muy lejos, quizá solo estaba empezando. Tu hijo le dio a entender algo por el estilo a Gilbert. ¿Ninguna mujer se puso en contacto con vosotros a raíz de la desaparición? ¿No llamó nadie a preguntar por él, alguien a quien no conocierais? Podía ser solo una voz al teléfono.

El anciano se quedó mirando a Erlendur. Intentaba recordar lo sucedido en aquellos días y aquellas semanas, cuando le confirmaron que su hijo había desaparecido. La familia se reunió, la policía tomó declaraciones, los amigos ofrecieron su ayuda, y los medios pidieron fotografías. Apenas tenían tiempo para darse cuenta de lo que pasaba, caían en la cama rendidos e intentaban dormir. Apenas conseguían descansar. Era durante la noche cuando le tenían más vivo y presente en su imaginación, y les aterraba la idea de no volver a verle.

El anciano clavó la mirada en Erlendur e intentó recuperar de su memoria algo desconocido o extraño, una visitante o una conversación telefónica, una voz desconocida, una pregunta que resultara extraña: «¿Está Davíð?».

—¿Era mujeriego? —preguntó Erlendur.

—No. Era muy joven.

—¿No hubo nadie que preguntara por él y a quien no conocierais bien, quizá una chica de su edad?

—No, que yo recuerde; no recuerdo nada por el estilo —dijo el anciano—. Yo… nosotros… nos habríamos enterado si hubiera conocido a alguna chica. Otra cosa es imposible. Claro que… uno ya es muy viejo y quizá se me pueda haber pasado algo por alto. Gunnþórunn habría podido ayudarte.

—No es raro que a los chicos les dé reparo contar esas cosas.

—Es posible, si estuvieran justo al principio. No recuerdo que tuviera ninguna relación con una chica. De ninguna manera.

—¿Crees que su hermano lo habría podido saber?

—¿Elmar? No. Nos lo habría contado. Él no se habría olvidado de nada importante.

El anciano empezó a toser con una tos fea, con estertores, que iba haciéndose más y más fuerte a la vez que él se debilitaba y no podía detenerla. Le salió sangre por la nariz y se tumbó en el sofá de la sala de estar. Erlendur corrió a pedir ayuda y le atendió hasta que llegó alguien.

—Falta menos de lo que ellos pensaban —dijo el anciano con voz entrecortada.

Las enfermeras apartaron a Erlendur, que las vio llevarse al anciano a la habitación. Entraron con él y cerraron la puerta, y Erlendur salió al pasillo sin saber si volvería a verle.

Esa noche estaba despierto pensando en su madre. Acudía siempre a su memoria en esa época del año. Se la imaginaba cuando aún vivían en el este del país, y ella estaba en la explanada delante de la granja, mirando hacia el monte Harðskafi, y luego mirándole a él con un gesto que trataba de animarle. Le encontrarían. Aún no se habían perdido todas las esperanzas. Él no sabía ya si aquella imagen de su madre en la explanada era un recuerdo o un sueño. Quizá daba igual.

Murió tres días después de que Erlendur la llevara a un hospital. No se separó de su lado. Los empleados le invitaron a descansar en una habitación vacía, pero él rechazó cortésmente el ofrecimiento. Ni se le pasaba por la cabeza dejar sola a su madre. Los médicos dijeron que podía irse de un momento a otro. A veces recuperaba la conciencia pero estaba demenciada, no lo reconocía. Erlendur intentaba hablar con ella, pero no servía de nada.

Así pasaron las horas una tras otra, mientras su madre moría poco a poco. La memoria de Erlendur se llenó de recuerdos desde su infancia, y ella siempre estaba allí, en un mundo extrañamente pequeño, protectora atenta, dulce educadora y buena amiga.

Por fin la mente de su madre se aclaró un poco. Le sonrió.

—Erlendur —dijo en voz muy baja.

Él le cogió la mano.

—Estoy aquí, contigo —dijo Erlendur.

—¿Erlendur?

—Sí.

—¿Ya has encontrado a tu hermano?