La médium recibió a María en la puerta y la invitó a entrar. Estuvieron charlando un buen rato antes de empezar la sesión espiritista propiamente dicha. Magdalena causó una espléndida impresión a María. Era cálida y comprensiva, tan solícita como Andersen. María notó que hablar con una mujer era diferente. Con Magdalena no se sentía tan tímida. Y además, Magdalena era una vidente más poderosa. Era más receptiva, sabía más, podía ver más que Andersen y durante más tiempo que él.

Se sentaron en el salón y Magdalena fue entrando poco a poco en la sesión espiritista. María no se fijó mucho en el piso ni el mobiliario. En el hospital le dieron el número de teléfono a Baldvin, y María llamó enseguida a Magdalena, que dijo que podía recibirla sin tardanza. María tuvo la sensación de que la vidente vivía sola.

—Noto una presencia muy fuerte —dijo Magdalena. Cerró los ojos y volvió a abrirlos—. Ha venido una mujer —prosiguió—. Ingibjörg. ¿Te suena?

—Mi abuela se llamaba Ingibjörg —dijo María—. Murió hace mucho.

—Está muy lejos. No teníais una relación estrecha.

—No, apenas la conocí. Era mi abuela paterna.

—Está muy afligida.

—Sí.

—Dice que lo sucedido no fue culpa tuya.

—No.

—Habla de un accidente —dijo Magdalena.

—Sí.

—Hay agua. Alguien se ha ahogado.

—Sí.

—Un trágico accidente —dice la anciana.

—Sí.

—¿Te suena…? Hay un cuadro… ¿Es el cuadro de un lago? Es una foto del Þingvallavatn. ¿Te suena?

—Sí.

—Muchas gracias. Hay… hay un hombre que… No está muy claro, una foto o un cuadro… Hay una mujer que se llama Lovísa. ¿Te resulta familiar?

—Sí.

—Es pariente tuya.

—Sí.

—Muchas gracias. Es joven… yo… apenas veinte años.

—Sí.

—Sonríe. Está rodeada por un aura muy luminosa. Muy brillante. Sonríe. Dice que Leonóra está con ella y que se encuentra bien.

—Sí.

—Dice que no te preocupes… Dice que Leonóra se siente estupendamente. Dice…

—¿Sí?

—Dice que tiene muchas ganas de volver a verte.

—Sí.

—Quiere que sepas que se encuentra bien. Será estupendo que pienses ir tú también. Será estupendo.

—¿Sí?

—Te dice que no tengas miedo. Te dice que no te preocupes. Que todo irá bien. Lo que estás haciendo. Dice que sea lo que sea lo que decidas… que… dice que saldrá bien. No debes sentirte preocupada por eso. Todo irá bien.

—Sí.

—Esta mujer tiene un aura maravillosa. Y además… Irradia luz… Te dice… ¿sabes… un escritor?

—Sí.

—Un escritor francés.

—Sí.

—Sonríe. Esa… esa mujer que está con ella… está… dice que ahora se encuentra mejor. Que aquellos… que aquellos dolores…

Magdalena cerró los ojos con fuerza.

—Están desapareciendo…

Abrió los ojos y tardó un rato en recuperarse.

—¿Estuvo… estuvo todo bien? —preguntó.

María asintió.

—Sí —dijo en voz baja—. Muchas gracias.

Cuando volvió a casa, María le contó a Baldvin lo sucedido en la sesión espiritista. Estaba bastante emocionada, dijo que no esperaba mensajes tan claros y le extrañaba que hubieran podido comunicarse con ciertas personas. No se había vuelto a acordar de su abuela paterna desde que era niña; y de Lovísa, tía suya por parte de madre, solo había oído hablar. Murió joven de fiebres tifoideas; era hermana de su abuela.

María tuvo problemas para conciliar el sueño esa noche. Estaba sola en la casa, porque Baldvin había tenido que ir al hospital, y en el exterior silbaba el viento de otoño.

Por fin consiguió dormirse.

Se despertó un instante después con un sobresalto al oír la puerta del jardín golpeando contra la verja. Llovía a cántaros. Oyó los golpes de la puerta y supo que le impedirían dormir.

Se levantó, se puso la bata y las zapatillas, y fue a la cocina. Había una puerta que daba a la terraza que habían construido en el jardín unos años antes. Se arrebujó bien en la bata y abrió la puerta. En ese mismo instante notó un fuerte olor a cigarro puro en el aire.

Bajó con mucho cuidado el escalón y sintió la fría lluvia cayendo en tromba. Pensó que Baldvin podía haber estado fumando.

Vio que la puerta estaba dando golpes, pero en vez de cerrarla y volver a entrar a toda prisa, se quedó como paralizada en medio del jardín, mirando hacia la oscuridad. Vio a un hombre, de pie, empapado de la cabeza a los pies, grueso y con vientre voluminoso, el rostro cadavéricamente pálido. Chorreaba agua, y abrió y cerró la boca varias veces como si pugnara por conseguir oxígeno, y entonces le gritó:

—Ten cuidado… ¡No sabes lo que estás haciendo!